A Carolina
El tipo estaba desesperado. No soy psiquiatra sino cirujano plástico, pero no hacía falta ser un especialista para darse cuenta que el hombre que tenía frente a mí no estaba en sus cabales. Es curioso, he tratado siempre al cuerpo humano como una serie de elementos modificables, pero hasta ese preciso instante en que noté la desesperación en Ignacio de la Parra nunca había podido apreciar los pequeños detalles que superan a los elementos.
La transpiración, por ejemplo. Cientos de pequeñas gotitas cubrían la frente del hombre. Parecían un halo que rodeaba su rostro, no una manta sino una especie de fuerza divina que poseía de la Parra. El temblor, también. En ese caso no se trataba de algo que lo rodeaba sino que parecía una fuerza interior incontrolable que pugnaba por expresar su existencia. Temblaban sus mejillas, manos, labios. Todo lo que en él podía temblar estaba haciéndolo rítmica, simultáneamente. Pero eso no le hacía perder concentración, los ojos eran elocuentes. La mirada hacía que uno olvidara automáticamente el color. Para alguien como yo que lo primero que hago cuando viene una paciente es intentar dilucidar en qué se siente fea además de ese elemento que propone modificar, el ver el color de ojos, si se trata de naturales o lentes de contacto, es natural. Pero como decía, no pude hacerlo con Ignacio.
El tipo estaba desesperado. No se preocupaba por ocultarlo. En realidad, casi podría decir que le gustaba mostrarse así. Siempre le digo, a quien quiera oírme, que con los avances de la ciencia médica ya no existe la resignación. Sí ante la muerte, por supuesto, por ahora, pero nada más. Uno puede elegir cómo ser, quién ser, hasta cómo serán quiénes lo sucedan en el árbol genealógico. Un pequeño defecto debería durar, hoy por hoy, lo que un suspiro de bisturí. Por supuesto que para alguien que reclame para sí las dotes del progresismo, un argumento obvio será el que afirma que no todos pueden acceder a ciertos niveles científicos. Es cierto, uno tampoco puede andar regalando su saber a cualquiera. Pero no es éste el ámbito para discutir una cuestión tan pueril como ésa, sino que en realidad lo que quiero es aclarar que Ignacio de la Parra no tenía problema económico alguno. De hecho, y aunque suene a lugar común, era un hombre ¨de buen pasar¨.
Tenía el tipo de hombre que en apariencia puede resultar insignificante, pero que –confirmando aquello que algunos trasnochados quisieran refutar– al vestirse con elegancia podían superar perfectamente su cuerpo pequeño. Debería remarcar que sí tenía un defecto, que sólo un artesano como yo puedo reconocer a simple vista: en la nariz, en el tabique, poseía una pequeña loma que puede resultar muy cómoda para usar anteojos, pero que a todas luces resultaba antiestética. De hecho, en un principio supuse que había ido hasta mí por ese detalle. Lo admito, el suponer que un hombre de semejante nivel, casado –estoy en una profesión en la que descubrir un anillo de casamiento, o la marca de uno que fue recién sacado, nos proporciona una diferencia notable en el monto a pretender–, se preocupara por un detalle que lo haría ser perfecto excepto en la estatura, me hizo casi admirarlo.
Cuando entró al consultorio, le había preguntado:
–Viene por la lomita en la nariz, ¿no es cierto?
–Con mi nariz no se meta.
Se sentó en silencio, y cuando estuve frente a él me miró aún con los labios sellados.
–Bueno, si no es por eso... Usted dirá por qué viene, entonces.
Entonces noté el sudor, y el temblequeo, y la mirada. Era demasiado tarde, pues cuando tenemos un revólver apuntándonos la cabeza, el descubrir que quien lo porta está desesperado no hace sino empeorar las cosas.
–Soy Ignacio de la Parra.
Traté de mantener la calma. No era fácil, es cierto, pero tampoco imposible. Para quienes entramos a un quirófano el nervio es, casi diría, un detalle imposible. Como la loma en la nariz de Ignacio.
–Usted operó a mi esposa.
–¿Sí?
Lo único que me interesaba era ganar tiempo. Supuse lo peor. A veces, los injertos de silicona pueden estallar. La mayoría de los especialistas se refieren a material de mala calidad, pero también es cierto que una fatalidad puede suceder. Una silicona estallada puede provocar la muerte. Era una posibilidad pequeña que el tipo de material que usara yo hubiese estallado, y se convertía en un margen ínfimo el que ese estallido químico hubiera matado a la mujer de de la Parra, pero el tipo me apuntaba con su revólver, desesperado, y una pequeña bala puede provocar un daño gigantesco. Lo ínfimo podía compararse así con lo pequeño, y así ser grandioso.
–Tengo seguro –atiné a balbucear–, esto puede arreglarse por una vía judicial.
–Ya no hay vías judiciales para mí.
–Bueno, es cierto que la justicia en nuestro país no es lo que uno le desearía a un ser querido, pero tampoco hay que dramatizar. Vea, yo estoy dispuesto incluso a interceder en su favor ante la compañía de seguros, para que no haya juicio, para que usted cobre lo que le corresponde por el dolor que lo trajo hasta aquí.
El tipo se sorprendió. Por un instante, el revólver apuntó hacia otro lado, hacia otro extremo del consultorio. Temí por los cuadros originales, pero tuve la conciencia suficiente para saber que prefería mi vida. Empecé entonces a tratar de ganar tiempo.
Me dediqué los siguientes instantes a mover los ojos. Inmóvil, con los ojos que señalaban los ocho rincones del consultorio. Es una técnica oriental, que una vez escuché en un congreso de terapias alternativas. Se supone que la víctima quedará embelesada por el andar irregular de las pupilas, y pronto mostrará señales de somnoliencia. Lo explicó un hindú como forma de tranquilizar a sus pacientes antes de las intervenciones quirúrgicas. En aquel entonces me reí de lo lindo –recuerdo que aprovechaba el tartamudeo del hindú para acercarme a una médica danesa–, pero bueno, cuando uno está desesperado apela a cualquier cosa. Además, cuando vi el caño del revólver apuntándome vi pasar toda mi vida en un segundo, incluso ese congreso, incluso al hindú.
–¿Qué hace? –preguntó horrorizado de la Parra–. ¿Está loco?
–Es una técnica que me explicó una vez un hindú en un congreso de...
–Eso no me importa –interrumpió.
Silencio. El tipo estaba entonces desesperado por la situación de la esposa, desconfiado por mi actuar aparentemente demencial, y sorprendido por algo que yo no sabía qué era, algo que él mismo me aclaró enseguida.
–¿Y cómo sabe que estoy dolido?
–Bueno, usted mismo... Lamento lo de su esposa. ¿Cuándo murió?
–¿Cómo sabe que mi esposa está muerta? –la felicidad invadió su rostro–. ¿Cuándo, dónde la enterraron?
–¿Su esposa no está muerta?
–¿No me acaba de decir que sí?
–No, yo pensé que usted me había dicho que había muerto...
Otra vez el dolor en la cara de de la Parra. Comparando, su rostro era más perfecto en los momentos de dolor, con mayor masculinidad, aunque sigo insistiendo en que debía operarse esa loma en la nariz.
–Ojalá hubiera muerto. Ojalá.
–¿Quedó deforme? –la pregunta surgió por sí sola de mi boca; no hubiera sido la primera vez en que una operación no resultaba en lo que se había buscado.
–No, ella quedó hermosa. Usted la reconstruyó. Piernas, cola, lolas, cara, nariz...
–¿Ve que la nariz es un punto importante?
–...la cara, pómulos, orejas. Usted la hizo nacer de nuevo. Quedó perfecta.
–¿Y entonces?
–Entonces me dejó.
Me puse de pie. Era obvio que Ignacio no iba a matarme. Un hombre desesperado por el abandono no mata a quien se le pone en el camino, porque tiene siempre un objetivo mayor. El tipo quería matar a su esposa y, aunque por mi profesión soy naturalmente feminista, debo admitir que la postura de de la Parra me enterneció. Me detuve a su lado, y apoyé una mano en su hombro.
–Lo siento, hombre. Usted vio, las mujeres son todas putas.
–Putas desagradecidas.
–Le propongo una cosa. ¿Por qué no me dice el nombre de ella y así la buscamos en mis archivos? Quizás dejó su nueva dirección, y la podemos... la puede ubicar para hacer con ella lo que se le cante. Lo único que le pido es que no difunda que yo le dije cuál era su paradero.
–No, yo sé con dónde está, y con quién está. Lo que quiero es vengarme. Quiero que me opere.
Iba a preguntarle si de la nariz, pero me pareció redundante. Preferí dejarlo hablar. Con los clientes, uno tiene que hacer eso: si metió la pata, dejarlos hablar hasta que ellos crean que tienen control de la situación, y luego esperar el pedido. Al fin y al cabo, su pedido viene siempre acompañado de una recompensa.
–Quiero vengarme de Sara. Ella me lo quitó todo. Prestigio, dinero, mis hijos. Se fue con mi jefe. Quiero demostrarle que él está con ella por haberse convertido en esa mujer que usted fabricó, y no por lo que es ella. ¿Usted se cree que el hijo de puta la aprecia por lo que tiene adentro? No, por supuesto que no. Voy a demostrarle eso, y ella volverá conmigo, y seremos felices para siempre. Quiero que me convierta en mujer, doctor, quiero que me convierta en una mujer hermosa que incluso la supere a ella. Quiero seducir a di Natale, y que ella nos vea en la cama juntos, y después explicarle lo que hice por amor. Y volveremos. Ya lo creo que volveremos a ser felices.
Respetando el espíritu positivista, no antepuse ningún prurito moral a lo que me proponía Ignacio. Tan sólo me cercioré de que Sara no se hubiera quedado con todo su dinero. Además, y no es porque quiera demostrar un falso filantropismo en mí, me interesaba la operación de cambio de sexo. Nunca la había hecho, y compañeros hablaban de una experiencia fascinante. Incluso el hindú de las conferencias decía utilizar la danza de los ojos para hipnotizar a sus pacientes.
Creo que no es el fin de este relato el explicar los pasos que fui dando, los cuales podrían resultar tediosos en manos de un escritor avezado, y obviamente insoportables en un iniciado como yo. Baste con aclarar que de la Parra fue ingiriendo una serie de hormonas que le receté para que fuera desarrollando interiormente el cambio de cuerpo. Es una de las cosas más maravillosas de mi especialidad, más allá de lo que opinen otros: muchos hablan de cierta artificialidad de la profesión, de fines puramente superficiales, pero lo cierto es que tiene que existir una reformulación interna que pasa tanto por lo hormonal como lo genético, antes de darse el cambio externo. Desheché la psicología dentro del tratamiento previo, más por una cuestión de aversión personal que una finalidad específicamente científica.
Finalmente, luego de meses, tuvimos que salir del país para realizar la operación, pues aquí resulta ilegal. Recuerdo los ojos de Ignacio al subir al avión: parecía que un rapto de esperanza se había apoderado de su cuerpo. Y esa mirada no fue nada en comparación a cuando se vio en el espejo, ya convertido en mujer. La intervención en sí no fue complicada, y en esto sí quiero vanagloriarme: hasta el día de hoy ninguna lo fue para mí.
El cuerpo menudo que antes desentonaba en su personalidad masculina en este caso servía para hacerlo ver mucho más como mujer que la mayoría de las que vemos por la calle. Ignacio se movía frente al espejo en ropa interior, luego probó diversos vestidos, se maquilló. En un instante, se dio vuelta y me preguntó si estaba linda. Juro que hubiese querido contestarle que sí, pero al instante noté que la obra no era perfecta: la loma en su nariz, ese estúpido defecto que me había prohibido tocar aún cuando estuviera bajo los influjos de la anestesia total, desentonaba. No me quedó más remedio que decírselo.
–Bueno, un pequeño defecto siempre sirve para que se pueda disfrutar el resto, ¿no es cierto?
Tengo que admitir que tenía razón, de la Parra. Ni bien volvimos a Buenos Aires nos separamos. Soy un hombre muy ocupado, y aunque me había encariñado con mi paciente tenía otras obligaciones que cumplir, cuentas que pagar. Fui con dirección a la oficina mientras ella iba al encuentro de di Natale.
Más tarde supe que lo persiguió durante días, intentándolo, dejándose ver, queriendo seducirlo a cada instante en que creía que los ojos de su exjefe podían llegar a posarse en ella.
Si soy cirujano plástico de éxito, es porque soy bueno en lo que hago. Si tengo dinero es porque mi especialidad está bien pagada. Y si la cirujía plástica resulta costosa es porque la carne es débil. Es algo que sabemos todos los que nos dedicamos a esto. Por eso nunca tuve dudas de que di Natale caería bajo los influjos de Ignacio de la Parra. Primero un beso, luego otra cita, más tarde un albergue transitorio, jurarle amor eterno, proponerle una aventura como es hacerlo en la cama donde duerme con su esposa, y ser descubiertos. La carne es débil, y más de una vez las cosas se solucionarían si pensáramos qué quiere el cuerpo en lugar de la mente, porque en definitiva terminaremos haciendo lo que quiera la carne.
Ahora bien, también es cierto que el cerebro es, por sobre todas las cosas, engañoso. A veces tenemos jugadas perfectamente planeadas que se convierten en nada en el momento de llevarlas a la realidad. A veces un hombre cree que mostrando el desamor de su reemplazante recuperará a su exmujer, y no es así. Cuando permitimos que la carne gobierne nuestro cuerpo, debemos atenernos a una de las consecuencias más obvias: que lo que piensa el cerebro no necesariamente es lo que sucederá. Por ejemplo, no darnos cuenta que Sara no nos querrá siendo mujeres.
Lamentablemente, toda la intervención de Ignacio de la Parra en mi vida tiene un final gris. Sara en el extranjero, con los chicos, insultando a su exmarido por haberle arruinado el paraíso que finalmente había podido construir con sus manos, o sus artes. Ignacio de la Parra descubriendo finalmente que ella no merecía todo el amor que intentó prodigarle, y dedicándose en primer lugar a una batalla legal para obtener su DNI donde figure el nuevo nombre con que se bautizó en una iglesia evangelista: Ángeles; luego, me dijo cuando llamó por teléfono el otro día, quizás formar una pareja con el pastor que tantas cosas le ha ido enseñando de lo que es la redención y el amor. Finalmente, di Natale solo, deprimido, probablemente desesperado.
Pero esto no termina aquí, lo sé. Si hay algo que me dice mi experiencia es que mientras haya carne hay posibilidad de cambio, lo que equivale a decir que mientras haya carne habrá esperanzas. Estoy seguro que algún día vendrá a este consultorio di Natale pidiendo convertirse en mujer para vengarse de esa mujer que lo dejó por otro: Ignacio de la Parra será su objeto de venganza, y tratará de herirla por medio del pastor evangelista.
O quizás lo haga Sara, pidiéndome volver a su estado anterior para que nadie la reconozca, para así por medio de un cambio material permitirse un olvido interior de algo que, lo sé, continúa carcomiéndola.
De todos modos, cualquiera sea el que lo haga, vendrán a mi consultorio con la misma desesperación que Ignacio tenía aquella mañana. Ya lo saben: sudor, temblores, etcétera. Probablemente me apuntarán con un revólver, y probablemente flaquearán cuando hagan su pedido, y al igual que Ignacio rogarán:
–Por favor, doctor.
Sólo que entonces yo estaré preparado.
Diego M. Grillo Trubba, Argentina © 1999
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