Todos los días venía alguien. Nadie lo veía entrar ni salir, sólo Don Eufan. No acostumbro meterme en asuntos ajenos, pero estas visitas fantasmas que recibía don Eufan son mi entretención. Mi negocio anda lento, como todo, y las horas fatigadas de tanto contar segundos se quedan pegadas en el suelo de mi local. Es cierto que me aconsejaron con antelación que no me metiese en el rubro de los muebles, que la gente ahora los compra en el supermercado. Pero había que intentar, y como era de prever, he perdido casi todo lo que tenía en este sucucho del carajo. Pensar que al local de don Eufan entran más clientes, y eso que vende bastones, ¡ bastones! De todas formas, no puedo irme, tengo un velador de doña Fermina que me comprometí a vendérselo, sea como sea. Parece que tendré que salir con mis bártulos a la calle y ocupar alguna esquina en la feria de antigüedades de los domingos. Tal vez ahí pueda deshacerme de estos armatostes roñosos que ya nadie quiere. Salvo don Eufan que algunas tardes me viene a ver y se los queda mirando como si alguna vez hubieran decorado su casa de Rumania.
- Ya está, hijo, podemos irnos.
La caminata era corta, pero provechosa. La mirada de Don Eufan está como sumergida y cada vez que decide alzarla descubre cosas increíbles. Es como si nos pudiera ver el culo todo el tiempo. Notó incluso antes que yo, el armario que se me venía dibujando en la cara y la desazón que me curvaba la espalda por levantar el polvo de los muebles. También predijo que la economía no habría de repuntar antes del próximo año y que lo mejor sería continuar apretándose el cinturón.
- Eso es lo único que uno aprende con los años, hijo. Apretarse el cinturón, mutilar silenciosa y rigurosamente los vicios que nos unían con los compañeros. Apretarse el cinturón y emprender el camino ciego hacia la soledad de nuestra propia casa. Apretarse el cinturón para terminar muriendo abotagados y tristes. Ningún amigo quiere compartir una taza de té y un pan con mantequilla después de habernos pasado la vida hablando de fútbol con una botella de cerveza en la mano y con la seguridad en los bolsillos de poder pagar una segunda. Apretarse el cinturón es ir volviendo más estrecha la relación con uno mismo.
Confieso que en la superficie, esas reflexiones no acabaron nunca de ser descifradas totalmente. Pero escucharlo me ayudaba a despegar del universo apolillado de mi trabajo y a no llegar a hacerle preguntas existenciales a mi mujer, que ya sufre con mi sueldo triste y la insatisfacción más triste que acarrea. Ella es dulce y se preocupa de mí y de don Eufan, casi como si fuera yo el marido que soñó y él, el padre que no tuvo. Pero ninguno de los dos podemos conversar con ella. Ella siente nuestro naufragio, lo ve, lo toca, pero no quiere volverlo inteligible, no cree necesario reflexionar en torno a él, detenerse tanto tiempo, refocilarse en el dolor para llegar indefectiblemente a las mismas conclusiones fatídicas. Y nosotros sólo hablamos de eso. Y eso nos distrae de la materialidad de nuestra pobreza, creemos sublimar nuestro fracaso a través de la idea. Ella es dulce y la taza de té y la mano que se queda en mi hombro mientras la tomo me hacen despertar y todavía creer que se puede. Pero apenas abro la boca, ella presintiendo mi letanía me viene con que su madre no pudo venir y que está decididamente encantada con la maqueta que ganó el concurso para el borde costero y que ya deberíamos estar pensando en quien votar para alcalde. Ella, contraria a mí, vive en su ciudad. Valparaíso es como su gran casa y sus preocupaciones pasan de su velador, que está un poco cojo hasta una casa que se derrumbó en el cerro Cordillera a causa de las últimas lluvias. Y después de haber puesto un pedazo de diario debajo de la pata más corta, viaja hasta el siniestro con alguna frazada. Ayudando se ayuda. Así se repite diariamente: Siempre hay alguien que sufre más que uno.
Con don Eufan también hablamos de mi mujer y la suya. Pero en el mismo tono con que hablamos de nuestros negocios y de nuestros estómagos asfixiados. Su mujer se murió, por lo que su condición estática le permite comentar sus atributos casi como sentenciando. Y yo, como mi mujer no deja de moverse, sólo alcanzo a repetir el nombre que ya conoce y uno que otro conflicto, que él minimiza y pone en su lugar. A pesar de lo poco que puedo decirle de mi mujer, siempre me deja la impresión de que le quedó clarísimo, por lo que su explicación final la tomo como un redescubrimiento. Tal vez por eso ella quiere tanto a don Eufan, porque cada vez que me vuelvo del trabajo caminando con él, me la quedo mirando, como tratando de hacer coincidir lo recién dicho con lo visto y ella disfruta pensando que es su peinado nuevo.
- Hasta mañana, don Eufan. Le pediré a la Ximena que le haga un nuevo agujero a mi cinturón, porque ya no puedo apretarlo
más.
- Cómprate uno nuevo, Fermín. Ese no creo que resista.
- Debemos esperar hasta el otro año para comenzar a vender. Yo creo que este resistirá.
- Habrás de esperar toda la vida. Dile a Ximena que en la esquina de Victoria con Colón está la casa de don Giovanni.
En él puedes confiar. El que traigo puesto me lo hizo hace ya muchos años y todavía me tiene cagado.
- Bueno, sigo su consejo, entonces. Hasta mañana.
- Hasta mañana, hijo.
Pedro Maino Swinburn, Chile © 2008
pedromaino@gmail.com
Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica en la Universidad Católica de Valparaíso y cursando actualmente un Doctorado en Literatura Latinoamericana en la misma casa de estudios, se desempeña como profesor de Literatura en la Universidad Andrés Bello y Católica de Valparaíso, y como editor de diversos textos, entre los que se cuentan las Obras Completas de Pedro Prado y la Revista de creación literaria Parricidas. Habiéndose iniciado en la poesía, su proyecto escritural se encuentra en la actualidad concentrado en el cuento en la medida que le permite una permanente exploración temática y formal. Pueden encontrarse sus cuentos en diversas revistas estudiantiles publicadas en Chile.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Don Eufan consiste en un pequeño intento por penetrar en el imaginario anciano, y a partir de allí iniciar una nueva
lectura de nuestras ciudades.
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