Se había ido para el Putumayo a recoger material para un libro que quería hacer sobre los ritos del yagé. En San Miguel le habían dicho que para entender la esencia y el poder de esa hierba tenía que irse río arriba hasta encontrar a los indios Kofanes y participar con ellos en las ceremonias, pero que tuviera cuidado. Ella se montó en una lancha con dos antropólogos de la Universidad de los Andes y un traqueto. A pocos kilómetros del pueblo los paró la guerrilla. Al mafioso le cobraron peaje. Los de los Andes eran compadres. Y a ella le dijo el Eleno que se cuide ´mija. Una burguesa como usted no da un brinco, sola por allá en la selva.” Ese Eleno se le aparece ahora en sus fantasías junto con un teniente de la “Petejota” que la tuvo presa en el Arauca, pero esos son otros cuentos. Hacer el amor con ella es una película de aventuras, hermano.
El viaje por el río le hizo olvidar todos sus temores. Esa inmensidad de agua y el verde de la selva se le quedaron grabados. Días y meses después de regresar, cuando cerraba los ojos, podía ver la selva desde la lancha, y el río. Al anochecer les pegaron un buen susto. Les dispararon desde la orilla unos policías embazucados que se caían de la perra y de la risa. Los manes estaban idos y le tiraban a todo lo que pasaba. Les tocó tenderse en el piso de la lancha y dejar que se la llevara la corriente.
La dejaron al día siguiente en un punto donde comenzaba una trocha. Le dijeron que echara por ella selva adentro, que no podía perderse porque no había otro camino. Quedó sola. ¿Y si se le presentaba un tigre, o una culebra? Todo lo que tenía para defenderse era una navajita y un descorchador de plástico del Inter de Cali. Pero al rato le pasó el miedo. La sedujeron los árboles milenarios, la luz que se filtra a pesar de ellos, los ruidos, los olores, el piso húmedo que no moja, y esa cantidad de oxígeno que hace que uno no vuelva a pensar en cigarrillos.
Un perro le salió como a las tres horas de camino. Era de un coquero de Chiquinquirá. El se vino de colono hace diez años. Se había juntado con una Kofane y desde hacía tres años estaba sembrando coca. Pero no metía. Don Serafín les había hecho ver como era la droga, cuando tomaban el yagé. Porque cuando uno lo toma puede ver lo que le corre a la gente por dentro. Le ve la comida por las tripas y hasta la mierda, si quiere mirarla. Pero lo más lindo es ver como les corre la sangre por las venas. Uno sabe si están enfermos; cuando están arrechos; si lo quieren matar a uno; y ve como se los lleva el bazuco y los domina. Les da vueltas por la cabeza como un buscaniguas. Por eso nadie mete de eso por allá. Ninguno de la tribu lo hace.
“¿Cómo así que la tribu? ¿Acaso no es boyacense?” “Sí, sumercé, pero eso era antes. Ahora soy Kofane. Hay Kofanes de Armenia, de Sincé. Hasta hay kofanes rolos, sumercé. Es que a uno le toca agarrarse de algo o de alguien para que no se lo coma la manigua. Y aquí se vuelve uno Kofane o se lo traga la selva”.
Ella iba a recordar eso más tarde. Nunca había estado tan sola. Las mujeres la habían acogido pero la miraban con respeto. Con el mismo respeto que miran a los hombres. Y los hombres la trataban con cuidado. Con el mismo cuidado con el que trataban a los nuevos. Ella les llevaba la cabeza a casi todos, y les hacía sentir que si alguno se le atravesaba le iba a ir muy mal. A todos ellos les brindaba camaradería y con las mujeres era coqueta. Es que con ella se siente uno marica, hermano. No es que no sea un hembronón. Es que se acuesta con uno de igual a igual.
Al poco tiempo los hombres la principiaron a tratar como a un compañero. La llevaban a pescar y salía a cazar con ellos. Cuando hubo que ir a San Miguel a traer sal y otras provisiones, allá fue ella con los solteros. Se emborracharon y los acompañó a donde las putas que se reían con ella y le propusieron que se quedara. “Con ese cuerpazo y ese tamaño te volvés millonaria en esta selva, quedate aquí con nosotras.” Les siguió la corriente y dizque en medio de la perra hizo contrato con la señora. Ella no se acuerda. Pero al día siguiente la despertó temprano Arcesio, el de Ansermanueva. “Caminá que hoy llega un duro del norte del Valle y después te hacen quedar.” Salió volada porque esos duros habían sido casi todos de la misma cuadra de su casa.
Volvieron un sábado por la tarde, como a las cuatro. A esa hora ya no se ve el sol y baja bastante el calor. Como traían mercado y los antioqueños habían comprado mercancía para vender, hubo algarabía y se puso el ambiente como de fiesta. Allí llegó uno de los hijos de Don Serafín a buscarla. “El quiere que usted venga esta noche”. Todos le decían El, así con mayúscula.
Se puso nerviosa porque había notado que la miraba. Tenía unos ojos penetrantes y le clavaba la mirada cuando pensaba que no lo veía. “Mi amor, tu sabes como es. Cuando a uno lo miran, uno se da cuenta. Y mas si es alguien como El.” Pensó que qué carajo, que si el indio se la quería comer no la iba a invitar a la ceremonia por eso. Se fue con varias mujeres a un caño a bañarse. Se puso bluyines y una blusa que le disimulaba las tetas, pero se dejó el pelo negro suelto. No se vistió para él, pero cuando se iba a poner el sostén se preguntó como sería ese hombre y decidió no ponérselo.
El yagé es como un chocolate amargo. Cuando uno se lo toma lo pone a vomitar y a cagar, a cagar y a vomitar hasta que queda uno limpio. Entonces puede “ver.” El le enseñó el camino. La fue guiando por todos los vericuetos. Primero le hizo probar el yagé del tigre. Es el que meten cuando van a cazar. Pueden andar pasito detrás de la presa, hasta de noche, y nunca la pierden de vista. Ni se ensucian. ¿Vos has visto un tigre sucio? Y el de los pescadores. Meten esa vaina y van derechito a donde están los pescados.
El que no le gustó fue el de la culebra. Podía ir a ver a su familia y mirar como estaban, sin que la vieran. Le permitía deslizarse por ahí y enterarse de todo. También uno puede acercarse a la muerte tanto como quiera y hasta morirse. Eso si que es miedoso.
Pasó como tres días probando de todas las formas de yagé y enterándose de su significado y de los ritos. Ella se hacía siempre con las mujeres porque no le quedaba bien estar con los hombres. Además, las mujeres no tienen que hablar porque se comunican por telepatía. Toda la comunidad está ahí para apoyar, sobre todo a los nuevos. Si se deprimen, les cantan. Y si alguien se va muy lejos lo vuelven a traer pegándole con ortigas hasta que regresa.
Había una fuerza que no la dejaba ir. Cuando pensaba arrancar para el pueblo, algo la conminaba a quedarse en casa del indio. No supo qué era pero decidió no pelearlo y dejar que tomara su curso. Ella es así. Así eran mi mamá y mi abuela también.: “Lo que ha de ser que sea.” Y a nadie le pareció raro que se quedara. Se iba de día a hacer sus cosas, pero de noche venía a dormir. Había guindado una hamaca en el corredor y ahí había armado su dormitorio. El indio dormía en una estera bajo la casa, en la pura tierra, justo debajo de ella. Nunca le hablaba ni le decía nada, pero no le quitaba el ojo de encima. Ella se acostumbró a eso y se vestía y se desvestía despacito, sabiendo que desde algún lugar la estaba mirando, y andaba como andan en Cali las mujeres por la Sexta -para que las deseen los hombres.
Una noche, ella se acostó temprano y soñó cosas extrañas. Se sentía una gata, paseando por ahí y arrecha. Se despertó y lo vio parado al lado de la hamaca. No le dijo una sola palabra sino que se fue caminando despacio y cada dos o tres pasos volteaba a mirarla, a ver si lo seguía. Ella no se movía, pero sentía la fuerza. El se devolvió y se quedó quieto ahí. Ella lo miraba a la cara solamente. No se atrevía a ver si tenía la verga parada. Serafín le dio otra vez la espalda, anduvo dos o tres pasos y volteó a mirarla. Ella se levantó y se fue detrás de él. Cuando se metió debajo de la casa, lo vio empelotarse. Se quitó la camiseta y se echó a su lado en la estera. El se quedó quieto sin mirarla ni tocarla. Ella veía todo a su alrededor y comenzó a comulgar con la selva que la envolvía. Sintió calor allá abajo y ganas de que se lo metiera. Preciso cuando estaba sintiendo así, el se dio vuelta, la acarició suavemente, le abrió las piernas y la montó sin besarla ni decirle nada. No se movió, pero lo tenía tieso y enorme como un tronco. Ella tampoco se movió. La invadió primero una sensación de dulzura y luego una de pasión. En un momento él explotó con fuerza y la inundó de semen. “Papi. Era como si yo estuviera llena. Cuando me paré, escurría y al otro día todavía estaba pegachenta.”
Se quedó en casa de él hasta que tuvo que venirse para Bogotá porque si no se venía le quitaban la niña. De día andaban como viejos amigos y él le enseñó a vivir en la selva. Y todas las noches ella se desvestía despacio, a sabiendas de que la estaba mirando pero nunca sabía donde estaba. Se acostaba y se dormía. Y a la mitad de la noche se despertaba y él ahí. Lo seguía hasta su estera y otra vez lo mismo: ella chorreando y él quieto, hasta que los dos se venían sin abrazarse ni besarse ni decirse nada.
Yo me di cuenta de que se la habían comido. Cuando la tuve bien arrecha le pregunté. “¿Quién te lo metió por allá?”. Me contó entre gemidos de placer. Al principio yo pensé que era otra de sus fantasías, pero se fue haciendo tan real y era tan raro lo que contaba que no podía ser inventado. Me dio rabia, hermano. Hicimos el amor varias veces y ella soltó todo. Le juro que nunca he estado tan excitado, pero también estaba muy celoso. Una cosa es que se acueste con alguien como uno, otra que se vaya por allá a encoñarse con un chamán de esos. Además uno no sabe que brujería le pudo haber hecho. Pero parece que el indio la quería porque la dejó enterita.
La vaina es que los echaba de menos -a él y a la selva. Se la pasaba inventando proyectos para poder volver. Finalmente le salió uno con el gobierno para hacer un registro gráfico de las culturas de los ríos amazónicos. Tras un mes de preparativos y después de muchas peleas conmigo se fue.
Creí que no la volvería a ver, porque iba detrás del indio. Hasta me enfermé de despecho, con fiebre de 40 y alucinando. Eso fue como a las tres semanas. Pasé toda la noche con pesadillas espantosas. Estaba atravesando un pantano en la mitad de la selva, con un calor espantoso y una humedad mortal. En la orilla me esperaba un hombre enfermo. Era don Serafín. No me preguntes cómo lo supe, pero era él y se estaba muriendo. Me pasó la mano por la frente y se me acabó el calor. Me dijo que no me preocupara, que él ya se iba. Cerró los ojos con la placidez de alguien que sabe para donde va, de alguien que vuelve a casa y se deja llevar. Le salió del pecho un alcaraván blanco -el alma que se fue volando majestuosamente hasta que se perdió. Me desperté como a las veinticuatro horas, hermano, sin gota de fiebre y completamente curado.
Lo había perseguido por todos los ríos, de caserío en caserío. En San Miguel le dijeron que se había ido a Santa Rosa de Sucumbios, porque a los colonos que ella había conocido, esos que se volvieron Kofanes, los habían asesinado a todos, y a algunas de sus mujeres también. Don Serafín arrancó con los sobrevivientes río arriba, buscando la paz cada vez más lejos. Pero cuando ella llegó allá, a donde le dijeron que estaba, no encontró sino coqueros. Los Kofanes se habían ido selva adentro. Los siguió hasta que se encontró con unos que conocía y la distinguieron. Le dijeron que se habían tenido que dispersar porque los habían atacado y que parecía que a Serafín lo habían matado. Ella pensó que esas cosas no le suceden a El, y le dejó razón por todos lados de que se volvía para San Miguel a esperarlo. Allá no pudo quedarse porque todavía tenía que hacer su trabajo, pero le dejó dicho que había ido a buscarlo y que volvería pronto. No pudo dejarle recado de que lo quería porque de eso no habían hablado.
Cuando volvió le dijeron que no había aparecido y que se decía que había muerto en una ceremonia de yagé. A ella eso no le sonó, a menos que el hubiera querido acercarse a la muerte y no volver. Se quedó por ahí como seis meses dando vueltas por los ríos, buscándolo. No lo dio por muerto hasta cuando otro chamán, le dijo que él había sentido que Serafín ya no era de este mundo. Hizo su duelo y volvió al apartamento en Bogotá.
Yo le conté mi sueño. Lloró y no dijo nada más. Era la confirmación de lo que le había dicho el otro chamán. Los dos penamos por el indio ese vergajo. Yo le agradecí haberme sacado del infierno de celos. No me alegraba de que se hubiera muerto, pero sí de tenerla a ella de vuelta. Y ella lo recordaba con veneración, pero volvió a hacer el amor conmigo como antes. Lo olvidé hasta hace un año, cuando un gringo de esos científicos fue y patentó el yagé como si fuera un invento suyo. Ella vio esto en el periódico y pasó semanas despotricando de estos gringos mal nacidos -que ese es un patrimonio de los indígenas, y que si Serafin viviera hubiera hecho algo.
Pero los indios ya estaban en eso. De Brasil, de Perú y de Colombia fueron chamanes a Washington a protestar en la oficina de patentes por esa usurpación de la propiedad milenaria común. Hicieron ceremonias en frente de la Casa Blanca, les echaron humo a los gringos en la cara, quemaron varias yerbas y cantaron muchos cánticos. Pero uno de ellos resultó más brujo que todos: Don Serafín apareció una mañana sonriéndonos desde la primera página de El Tiempo. Había contratado a una prestigiosa firma de abogados de Nueva York y le había ganado el pleito al gringo. El yagé no era patentable y nadie podía reclamar propiedad sobre esa planta o su uso. Fue una noticia que le dio la vuelta al mundo por sus implicaciones para la industria farmacéutica, con el retrato de Serafín y el hijo, sonrientes, triunfantes en un mundo que escasamente conocían.
Yo al principio me emberraqué porque el indio me había mamado gallo con lo del alcaraván. Ella lo entendió de otra manera: nunca lo pudo encontrar porque él si se había muerto. Después tuvo que resucitar para rescatar el yagé. Oiga hermano, yo hasta creo que esa vaina si fue así.
Rudolf Hommes, Colombia, Alemania, Estados Unidos © 2003
RudolfHommes@vbp.com
Rudolf Hommes, ciudadano colombiano y alemán, reside en Colombia y pasa temporadas en los Estados Unidos. Actualmente es socio de la empresa Violy, Byorum & Partners de Nueva York, un banco de inversión que se especializa en adquisiciones y fusiones. Fue rector de la Universidad de los Andes en Bogotá entre 1995 y 1997, Ministro de Hacienda de Colombia entre 1990 y 1994, y ha desempeñado varios cargos en la administración pública colombiana. Durante muchos años fue consultor internacional, actividad que desempeñó al tiempo que editaba la revista Estrategia Económica y Financiera en Bogotá, Colombia (1977-1987). Hommes obtuvo un Ph.D. en Administación de Empresas de la Universidad de Massachussets en Amherst en 1973 y ha sido profesor de finanzas, estadistica, economia y teoría de la decisión en la Universidad de los Andes. Desde 1994 escribe una columna semanal en el diario El Tiempo de Bogotá y otra para un sindicato de periódicos regionales en Colombia, entre los que se cuentan El Colombiano de Medellín, El País de Cali y el Heraldo de Barranquilla. Nunca antes había hecho una incursión en la literatura, aunque es un ávido lector de novelas y cuentos y admira particularmente a Juan Rulfo y a Ernest Hemingway.
Lo que el autor nos contó sobre el cuento:
Este cuento ha querido ser un reflejo de Colombia en la actualidad: un país
en permanente transición de lo primitivo a lo moderno; urbano pero amarrado
a la selva y al campo. La mujer colombiana desempeña un papel muy destacado
en todas las actividades, ha logrado liberarse de sus roles tradicionales y
se enfrenta al hombre en condiciones de plena igualdad, a pesar de que
todavía predomina el machismo, más como formalidad que como actitud. El
racismo y los tabúes de una sociedad iberoamericana tradicional permanecen
vigentes pero van cediendo a la tolerancia y al respeto a valores y
conocimientos de las culturas aborígenes y africanas. La droga y la
violencia definen y le ponen límite a la realidad colombiana, sin importar
el género, la proveniencia social o étnica de los individuos o su nivel de
ingresos. Respecto a las características literarias del cuento, sólo me
atrevo a decir que así salió. Esto me hace recordar a Marcel
Reich-Ranicki, hoy convertido en el papa del criticismo alemán: al
principio de su carrera quiso entender cuál era el método de los escritores
preguntándoselo a ellos. No tardó mucho en descubrir que no tenían idea.
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