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Dorina

Los cristales de la puerta del balcón de la casa de mi abuela P. permanecen estallados. Diversos impactos salpican cada porción.

Frente al balcón de la casa de mi abuela P. se encuentra —apenas a cinco metros, porque la calle es estrecha— el balcón de una de las aulas del instituto.

Mis hermanos y yo nos criamos en parte en casa de mi abuela P., porque fuimos al colegio que se encuentra al otro lado de la plaza de Santo Domingo, allí al lado, así que en vez de ir a casa para el almuerzo, abuela nos hacía la comida.

Dorina está loca, y vive en la segunda planta de la casa. Cuando mi bisabuela L. vivía, ella se ocupaba de Dorina y su hijo, que es retrasado, pero ahora es mi abuela P. quien cuida de los dos: o sea, de su hermana y de su sobrino. Mi bisabuela L. lo dispuso todo para que no les faltara de nada. Para ello trabajó hasta ser muy mayor, limpiando precisamente en el colegio al que tarde o temprano fuimos todos los hermanos. Mis compañeros de clase se asombraban de que tuviera una bisabuela tan activa. Ninguno de ellos tenía bisabuela.

Supongo que parte de la culpa de su longevidad la tuvo precisamente el tener bajo su responsabilidad la vida de dos incapacitados. Mi bisabuela L. no se murió antes, entre otras cosas, porque no podía.

Dorina se sitúa siempre en lo alto de la escalera, apoyada en la barandilla, mirando hacia abajo, hablando sin cesar. Mi abuela le grita que se calle desde la planta baja. Dorina sólo dice disparates. Hace tiempo que perdió la capacidad de ordenar las ideas, de ordenar las palabras, de ordenar los sonidos, así que todo lo que dice es perfectamente ininteligible. Sólo se advierte en su monólogo infinito el tono del humor con el que lo pronuncia. Unos días está tremendamente contrariada y otros parece que algún secreto acontecimiento le ha alegrado la existencia. Unos días se alegra de verte y otros teme que haya entrado en la casa un ser extraño y grita por el hueco de la escalera hasta que la tranquilizas. La puerta de la casa de mi abuela P. ha permanecido abierta desde que recuerdo, y a veces entraban perros o gatos despistados y Dorina se ponía a gritar como una loca allí arriba.

Por las tardes, después del colegio, mientras esperaba que mis padres pasaran a recogerme, jugaba con el hijo de Dorina. Era como tener un amigo grande. Entonces tenía casi veinte años, y tal vez porque su infancia ha durado mucho más que la de los demás niños, el hijo de Dorina tenía (y tiene) más juguetes que nadie: bolsas repletas de soldaditos, bolsas repletas de muñecos del oeste, cajas de fósforos con la estampa de un futbolista pegada, etc. Y seguramente también porque su infancia ha sido más larga, el hijo de Dorina jugaba con mayor ahínco, como si el juego de niños se le hubiese metido en las venas: no soportaba perder, lo cual, en mi prurito de niño, hacía más divertido el vencerle. A este placer había que añadir el placer de vencer a alguien mucho mayor que yo.

Los chicos del instituto de enfrente veían a Dorina a través de los cristales de la puerta del balcón y le tiraban tizas. La loca, gritaban. Entonces el hijo de Dorina la apartaba y situaba lejos de la visión de los estudiantes, les gritaba y los insultaba, lo cual no mejoraba las cosas. Luego cerraba las hojas de madera tras los cristales de la puerta del balcón, pero las tizas seguían golpeando los cristales aún durante un rato, hasta que los alumnos se cansaban o llegaba el profesor al aula. Otras veces era mi abuela (o mi bisabuela, cuando vivía), quien apartaba a Dorina y cerraba, pero ellas no insultaban a los estudiantes, porque era peor.

De niño me extrañaba mucho que Dorina no saliese nunca a la calle (ni siquiera bajaba a la primera planta de la casa), y más me extrañaba al permanecer la puerta abierta de par en par. Sólo tenía que descender la escalera y cruzar la puerta, y habría una loca suelta por ahí. Pero nunca lo ha hecho. Un día pregunté a mi abuela y me dijo que se había caído por la escalera y que desde entonces no se atrevía. Sin embargo, recuerdo que de esta explicación me quedó el mismo sabor de conciencia que cuando te dicen que los niños vienen de París, así que le pregunté a mi abuela que si las locas pueden tener hijos: sin duda mi abuela hubiera preferido que le preguntase cómo se hacen los bebés.

Por entonces, pocos fueron los compañeros de clase en el colegio que se atrevieron a entrar conmigo en casa de mi abuela P., la casa de la loca, y los que lo hicieron, si alcanzaron a ver a Dorina en lo alto de la escalera o escucharon su sermón ininterrumpido, no repitieron. Pero años más tarde, en uno de los cursos de bachillerato, me tocó recibir clase precisamente en el aula de enfrente. Desde mi pupitre podía ver los impactos de tiza y los cristales estallados. Y debió de ser entonces cuando volví a preguntar a mi abuela sobre el misterio de que Dorina, estando loca, tuviese un hijo: Dorina era muy joven —aún no estaba loca, pero era un tanto retrasada— cuando un muchacho del pueblo donde vivían entonces se la llevó a un pajar. Se quedó encinta. Eso había sido todo.

Y sucedió lo que, supongo, tarde o temprano habría de sucederme: a veces veía la figura de Dorina desde mi pupitre. Se encontraba detrás de los cristales de la puerta del balcón, en la penumbra, escudriñando tímidamente la luz del exterior. Entre clase y clase, los chicos de mi curso se asomaban al balcón, la descubrían —si no lo habían hecho durante la clase anterior—, y tiraban tizas contra los cristales de la puerta. Entonces alguien —mi abuela, sin ser vista— cerraba desde dentro las hojas de madera de la cara interior de la puerta, pero ellos seguían tirando tizas hasta que se cansaban o llegaba el profesor. Yo no decía nada.

Nicolás Melini, España © 2000

melini69@hotmail.com

www.nicolasmelini.com

Nicolás Melini (Santa Cruz de La Palma, 1969) escribe cine y literatura. Es co-guionista del cortometraje "La Raya", que ha obtenido numerosos premios, entre ellos el Primer Premio y el Premio al Mejor Guión en el Festival de Cine de Alcalá de Henares. Recientemente ha publicado el libro de cuentos Historia sin cariño de Remedios Quiero Besarte, y su primera novela, El futbolista asesino (Ediciones La Palma, Madrid, 2000). Es crítico cinematográfico de varias publicaciones.

Este cuento pertenece a la colección de cuentos "Cuaderno de mis mayores", incluida en el libro Historia sin cariño de Remedios Quiero Besarte (Editorial Resma, Tenerife, 1999)

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