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Dos tiempos dos

Era un niño, entonces. Y las cosas cotidianas me quedaban grandes. Había que subirse a una silla para asomarse a la olla, y saber qué cocinaban. Había que ponerse de puntillas para extender las sábanas, y hacer la cama antes del desayuno. Tenía un pequeño escalón azul, una caja de plástico, que ayudaba a cepillarme los dientes. Permitía que me inclinara para escupir la pasta, y no había riesgo de manchar el uniforme. Para peinarme, abría el gabinete del baño y, desde arriba de la poceta, llegaba a verme en el espejo. Ahí sí tenía una altura casi adecuada.

En esa época, el abuelo, serio y alto (todos eran altos), salía a diario a los potreros. Yo lo miraba como quien ve un titán. Él todo lo podía. Los animales le obedecían. Hasta la vaca le hacía caso. Sabía qué hacer y cuándo hacerlo. Cuándo iba a salir el sol. Qué día era el que tenía que comprarse las semillas. Cuándo llegarían los abonos a la tienda. Y luego, en el campo, sabía si las semillas nacerían, incluso antes de que la tierra se pusiera verde. Lograba que Melecio se quedara quieto para ponerle las cinchas. Yo no podía. No era mi tamaño, era que él no se dejaba. Me veía con los aperos y no se estaba quieto. Pero cuando el abuelo llegaba, no se movía.

Inés no podía salir. Como es más grande, se quedaba en casa. Con mamá y con ella, la verdadera autoridad de la casa era ella. Hasta el abuelo la miraba, esperando su voz, antes de salir. Esperaba que ella diera instrucciones, pidiera cosas. Organizara, a pasos cortos, la vida de todos nosotros. A su voz, se despertaba la casa, los animales la esperaban para cloquear, graznar, pedir. Barón la miraba con los mismos ojos que el abuelo. Y era feliz cuando salía (al fin) del recogimiento nocturno. Saltaba, mendigando una caricia. Ya podía amanecer. Ella aparecía primero. El gato la seguía de cerca. Era el primer oficial, jefe indiscutido de la guardia. El único con permiso de dormir dentro.

Mamá desentonaba. Era la única que estorbaba ese orden perfecto. Decía no. O no tenía las cosas a tiempo. Las masas, antes de que ella pusiera los ojos en la mesa; los trapos, antes de que extendiera su mano para alcanzarlos. No había modo, no aprendía. Si no fuera impensable, diría que lo hacía a propósito. Ese desentonar de madre me producía una cosa rara en el estómago. Así que terminé por desaparecer siempre que estaban las dos en la cocina. Mi estómago no molestaba entonces.

Mi mundo era enorme. La mayoría, desconocido. A veces me iba. Cuando los grandes estaban distraídos. Había cosas serias en las que ocuparse, y yo sabía que podía desaparecer toda la tarde sin que nadie me extrañara o dijera algo al volver.

El colegio. Todos los días. Mamá hacía el desayuno. Ponía algo en la bolsa, mi hermana y yo llevábamos los morrales con los libros, y nos íbamos. Era una caminata larga. En el camino jugábamos carreras, recogíamos piedras y caracoles y plumas. A veces encontrábamos otros niños, a veces llegábamos solos. Esos días Inés parecía mas contenta.

Más tarde, cuando terminamos la escuela, las cosas cambiaron. Yo pasaba más tiempo lejos. Mi hermana pasaba más tiempo dentro. En esa época debe haber empezado a odiar la casa. No soportaba al gato, que se tomaba todas las prerrogativas, sabiéndose impune. Ni a Barón y su servilismo. Ni a las personas que vivían cerca. Y un día me cansé de la cosa rara en el estómago. Tenía la excusa perfecta: ir a estudiar. Entonces, Inés me odió a mí.

La casa está oscura. Y fría. Ella ocupa el centro de la cama. Muy blanca, demasiado blanca. Mamá parece aturdida, habla poco y nada. Sé que tengo que ocuparme de los animales, de algún modo resolver. Habrá que venderlos, regalarlos. El abuelo no llegó a sembrar. Menos mal. Una cosa menos de la que ocuparse. Tengo tres días. Espero que para entonces mamá esté mejor. Si no, tendré que llevármela. Será un despelote. Nadie quiere eso. Pero será inevitable, me parece.

Menos mal que Inés vino. Nunca había vuelto. Se ve que entendió que esto sí era importante. También cuando murió el abuelo, pero entonces no hubo manera. Se negó en redondo. A lo mejor le puedo dejar a mamá, aunque lo dudo. No quiere saber de nada. Voy a tener que llevármela.

Tres días para recoger, para embalar, para vender, para regalar, para tirar. Las mujeres vienen. Empiezan los ritos de muerte. Igual que hace un año. "Feliz, tranquila" dicen. Muy tranquila. Siempre. Como cuando se fue su hijo y como cuando murió su esposo. "Son cosas suyas, tu hermana siempre inventando vainas" dicen. "Ocupándose siempre de la casa, de los animales". No podía sembrar, claro. pero los hombres se ocuparon. Anexaron esas tierras, y se ocuparon que no le faltara nunca nada. Es la manera en que se hacen las cosas. Los viejos ceden espacios, hasta que ya no tienen nada que ceder. O casi nada.

Se hace de noche. Me agarra el cansancio. Y todavía falta un rato. La casa se hace pequeña. Siempre fue de ese tamaño, pero antes era grande. Ahora ni vacía quepo. Porque está vacía. Sólo queda ese cuerpo pálido, que dentro de nada será material de manoseos y charlas y profanaciones y que, luego de los rituales, desaparecerá. El gato, otro gato y el mismo, siempre a cargo, siempre esbirro. Él lo supo antes que nadie. Y el frasco.

Elena Cazes, Argentina, Venezuela © 2014

ecazes@gmail.com

Elena Cazes nació en una punta de Sudamérica y se crió en la otra, terapeuta de flora y fauna, madre gestáltica de cuatro hijos, escritora accidental que vive de su hobby, estudiante aplicada con pretensiones de erudita. Aunque un galimatías, todo lo anterior es cierto.

Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
El relato que acaba usted de leer nació en un ejercicio terapéutico. Tenía yo la asignación de modelarle un paciente a una de mis compañeras, y el personaje surgió con fuerza. Ella fue, desde el principio, la dueña del espacio. No quedó mas remedio que plasmarla... y matarla.

Fotografía de © Antonpetrus con permiso de Stock Free Images

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