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Edith Camargo de Dunne, Q. E. P. D.

Podría anotar en el primer par de hojas presentable que encuentre mi visita a Veronique. Anotaría datos materiales, por ejemplo la música que escuchamos, el plato de lentejas con arroz, el té de menta, el color de las paredes, la textura del cubrecama de hilo peruano. De todo lo demás, eso que luego de herirme el alma se ensaña aún con mis recuerdos volviéndolos espinosos y yermos, me sería imposible. La encontré más calmada.
—¿Llegaste hoy? —me pregunta mientras beso su mejilla y su pelo.
—No. Ayer de tarde. Una semana es demasiado para estar en Buenos Aires, no veía la hora de volver.
—Me dejaste sola y te necesitaba.

Veronique, tan pájaro herido, vulnerable, me mira desde algún lejano lugar de su historia poblada de derrotas. Andamos pisando los cincuenta, y nos une todavía una amistad (hecha con fuegos y palabras, amalgamas de silencios cómplices y caminos ora paralelos, ora entrecruzados), nacida en la lejana Villa Orión donde la vida nos regaló un rosario que parecía interminable de días inocentes.

El doctor Arthur Dunne, recién recibido, llegó al pueblo en el año 1952, un día de esos en que el sol está más cerca que un vaso de agua, alto y levemente ridículo bajo un sombrero blanquísimo de alas disparatadamente anchas. Bajó del ómnibus, aceptó la oferta de un taxista, y ayudado por uno de los gurises que andaban en la vuelta, su cargamento de valijas y un baúl pasó de la bodega del ómnibus al asiento trasero del auto. Recién cuando se permitió aflojar la tensión al influjo de la brisa que entraba por la ventanilla, se acordó de maldecir internamente a su tía por llevarlo a aquel lugar perdido que parecía estar en el vientre de un horno.
—Así que usted es sobrino de doña Dorothea… Mucho gusto doctor, yo me llamo Rafael de la Peña.

Antes de responder, Arthur Dunne lo miró brevemente, indeciso sobre si debía presentarse como Arturo o Arthur, y si debía estirar su mano para estrechársela al taxista, siendo que éste no estaba en condiciones de tales formalidades.
—Mucho gusto; y sí, es verdad, soy sobrino de Dorothea, y por su obstinación estoy acá.
—No se va a arrepentir, este pueblo es una viña de Dios —dijo el taxista, pletórico de un espíritu de optimismo contagioso que el flamante doctor no demoraría en aquilatar debidamente.

El doctor Arturo, con el paso de los años, a pura dedicación y ayudado por una memoria prodigiosa, logró ser un personaje importante. Recordaba sin margen de error el nombre de pila de cada uno de sus pacientes y las fechas de sus cumpleaños, además de sus males y de las medicinas recetadas. A mí me vio desde el primer momento, pues atendió a mi madre en el parto. En él confiaban mis padres para los controles esporádicos de mi crecimiento. Las pocas veces en que estuve enfermo, era el doctor Arturo quien iba y entraba como perico por su casa hasta mi cama, ponía su mano en mi frente, sacudía el termómetro, levantaba mi brazo y lo cerraba dejando en uno de mis sobacos aquel palito de vidrio frío, que como por arte de magia le decía en silencio solo a él la evolución de mis dolencias.

Su esposa era la mujer más bella que mis ojos hubieran visto hasta entonces. Una mezcla muy mejorada de Blancanieves y la Virgen María. Yo no lo supe entonces, era solo un niño de unos diez años, pero hoy, mirando para atrás, estoy seguro de que estaba enamorado de ella. Cuando supe que se llamaba Edith, mis cuadernos se poblaron de corazoncitos con una “e” en el centro, todas muy rococó y pintadas esmeradamente de rojo o rosado, que a mí por aquellos tiempos se me antojaban los colores del amor.

Mi padre, carpintero de los buenos, recibió el encargo del doctor de hacerle una pequeña biblioteca y mesa de estudio para su hija Veronique, a quien yo conocía solo de nombre, de escuchar a mi padre contarle a mi mamá cosas que veía cuando iba a trabajar a la casa del doctor. A mi ese nombre no me decía nada. Sólo en las raras ocasiones en que salía alguna mención a la señora Edith, algo adentro de mí sufría un revolcón y mis mejillas quedaban coloradas y calientes, como avergonzado por alguna acción pecaminosa que saliera a luz. Hasta que un día me las arreglé para que mi padre me llevara a ayudarlo. ¿Qué ayuda podría brindar yo, que desconocía el uso de una garlopa o la utilidad de una escofina? Ninguna, desde luego, pero mi padre era bueno, y “antes de que ande haciendo travesuras por ahí, dejálo mujer que venga conmigo”, dijo, y allá nos fuimos.

Veronique, cuando le contaba estas cosas, con voz entrecortada y con sus ojos tan azules como entonces me preguntaba ¿de veras? ¿no estás inventando? Yo respondo, repantigado en un sillón desvencijado y quejoso que no, te juro Veronique que la amaba con el amor más puro que se pueda concebir. Ella, incrédula aún, prende otro cigarrillo, y el humo sale perezoso primero de su boca, de sus fosas nasales después.
—Si la vieras ahora… La tengo que cuidar, es la única familia que tiene, pero… que ganas de dejarla morir lentamente, mirar como boquea, como sacude sus brazos flacos y malolientes, y que diga con voz apenas audible mi nombre: “Veronique, Veronique, ¿estás ahí? Me muero, Veronique”. Sí, Edith Camargo, acá estoy, viendo como te morís, dudando si ayudarte o terminar con esto de una buena vez, no sabiendo si el dolor que se prolonga es un castigo escaso o excesivo. Acá estoy, Edith Camargo de Dunne, dosificando la morfina, arreglándote las almohadas y las sábanas, limpiando la baba repugnante que mana de tu boca desdentada y oscura. Te juro, Eduardo, todos esos pensamientos me asaltan y paralizan mis manos. Si supieras el esfuerzo que tengo que hacer para cumplir con el deber moral de cuidar a la vieja bruja que fue mi madre.

Veronique, sentada a lo buda sobre un almohadón en el suelo, la espalda contra una biblioteca repleta de libros puestos de cualquier manera, cierra los ojos a pedido mío.
—Cerrá los ojos, Veronique, volvé a cuando eras niña, tu padre atendiendo en el consultorio, o leyendo en la biblioteca. “Quiero una biblioteca como para una princesa”, le dijo a papá, y mi viejo, orgulloso, se propuso hacer un trabajo fino, de calidad. Yo iba con él, con la única idea de ver a tu madre, de mirar las paredes que ella miraba, pisar los pisos que ella pisaba, respirar el aire que quizás en algún momento había entrado a su cuerpo y había vuelto a salir, esperando por mí, para que yo lo respirara extasiado, feliz, gratis y sin testigos. A tu madre, la verdad sea dicha, nunca la ví en aquellos días, pues cuando ella se acercaba me hundía en una tembladera, tartamudeaba y mis rodillas se tornaban mantecosas. Ella hablaba con mi padre y su voz, te lo juro, era la voz de un ángel. Creo que nunca se percató de mi presencia, ocupadísima como estaba en que el viejo no le rayara las paredes o algo por el estilo. Dos años después entré al liceo. Con lo cual nos dejamos de ver en el patio de la escuela, y ya no podías contar con el Eduardito que cargaba con tu cartera mientras vos jugabas a la rayuela con alguna otra niña. Y yo me quedé sin la mejor excusa que tenía para llegar hasta tu casa, a esperar que salieras a la puerta con mi amor al despedirte, o verla cuando llegábamos por la tarde, las túnicas desprendidas, mi moña vuelta una trapo azul colgando de un bolsillo.
—Apenas puedo ver eso que me pedís, Eduardo. Me cuesta. Esos recuerdos son tuyos, no míos. Míos son otra cosa. Es la exigencia desmedida, es el reproche, la ofensa cuartelera, las palabrotas, y también es el silencio de mi padre, sus ojos vidriosos por donde se colaba una mirada que pedía compasión, que clamaba por un poco de piedad para su princesita, que solo era una niña, no una mujer adulta, solo una niña que aún arropaba sus muñecas, que todavía creía en los reyes magos y en el ratoncito Pérez. Es una mirada que aún sabiéndose débil y cobarde quería levantar una bandera de parlamento, instaurar como fuera una tregua, porque no una capitulación sin condiciones, con tal de que su princesita se ahorrara tanto martirio. Pero Arthur Dunne solo sabe de calmar dolores físicos, él no sabe cómo tratar una mujer enferma de fracasos, de sueños despatarrados bajo el calor infernal del norte, lejos de toda la parafernalia y la banalidad de su vida antigua, sintiéndose engañada, estafada, enjaulada en una mazmorra hecha de promesas no hechas, promesas autoinventadas pero que los demás, en este caso el doctor Arturo, debía cumplir aunque las ignorara. “Y si yo no puedo, tendrás que poder tú”, habrá pensado. Y de chiquita nomás, nada de MB o MBS. No, eso es poco, no me bajes del sote entero. ¿Qué? La hija de Adela, la comadrona del barrio Sur, ¿sacó más nota que tú? ¿Ves como tengo razón, Veronique? ¿Ves que eres una burra sin remedio, que no llegarás a nada? Y Veronique llora delante de sus padres. Y Arthur llora escondido de todos. Y así fue siempre, Eduardo. Como ella quiso ser pianista, allá yo estudiando piano. Como su gran sueño fue ser actriz, allá yo obligada a leer a Shakespeare y recibir sus clases de actuación, engolando la voz para decir de memoria largos parlamentos vacíos de contenido. ¿Y cuando mi primera menstruación? Nadie me puso sobreaviso, creía algo se me había roto, alguna lastimadura importante, algún órgano que se reventó silenciosamente, ya que no había prestado atención para nada al malestar que sentía desde hacía dos o tres días. Simplemente vino, y la llamé. Me trató de chancha, “andá a lavarte y aguántate, y sobre todo no te enojes que así hizo tu abuela conmigo”.
—No llores Veronique, estoy seguro de que no sabía lo que hacía, que al final de cuentas solo era una pobre infeliz, un desdichado cadáver viviente.
—¿Y yo tuve la culpa?
—No supo ser de otra forma, Veronique.
—¿Hasta cuándo tendré que cuidarla? ¿Por qué no se muere de una vez y me regala un poco de paz? ¿Estaré pidiendo demasiado?

La dejo llorar. La tarde se ha ido, y los ruidos de los autos han mermado, dando paso a murmullos de televisores encendidos en todos los apartamentos del edificio. Murmullos que se juntan en el pozo de aire, se mezclan y suben y bajan como un molesto remolino de avispas. Ella llora con espasmos cansinos. La miro y recién ahora creo que empiezo a entenderla. Muchas veces apagué con ella mis fuegos, pero nunca logré romper la muralla de lejanías que se interponía entre nuestros cuerpos. Ella me quiso un tiempo, de una manera extraña. De una manera amorfa, inasible, como un humo, como una nube, como una ráfaga de aire caliente y fugaz. La pobre Veronique, arrastrando el dolor por el suicidio de su padre, de la violación sufrida ni bien cumplió 17, y cargando con una madre tempranamente enferma, postrada en un sillón, hablando sola, dando órdenes a todo un ejército de mucamas y amas de llave que solo existían en su mente atosigada de vacíos y alcohol.

La miro llorar, y me inunda un deseo incontrolable de rescatarla de esa torre de piedra en que la vida la ha aprisionado. Es mi amiga, es mi mejor amiga. Nunca fue amor lo que me unió a ella, de eso estoy completamente seguro. Pero es mucho lo que le debo, y se merece mejor vida que ésta que lleva. Tomo la decisión de hacer algo al respecto: Príncipe Valiente al rescate de la princesita.
—Veronique, ¿querés que vaya yo a cuidarla esta noche?
—¿Harías eso por mí? —pregunta clavándome su mirada vidriosa, fundidos en un clímax silencioso, sin medida ni espesor.
—Esta noche voy yo, quedate tranquila, todo va a estar bien.
—¿Estás seguro, Eduardo?
—Muy seguro.

Esa misma noche Edith Camargo de Dunne falleció. Estuve con Veronique apenas algunos momentos. Alegué compromisos imposibles de posponer o cancelar, y me borré. No estuve en el velorio ni en el entierro.
—Tengo que ir a Buenos Aires, una semana. Cuando regrese iré a verte.
Y me fui a Buenos Aires, sin nada que hacer allí. Una semana encerrado, tratando de justificarme y perdonarme a fuerza de lágrimas y whisky.

Ayer regresé, hoy fui a verla. Y acá estoy, tratando de escribir en el primer par de hojas presentables que encontré mi visita a Veronique. Posiblemente solo pueda garabatear sobre cosas materiales, por ejemplo la música que escuchamos, el plato de lentejas con arroz, el té de menta, el color de las paredes, la textura del cubrecama de hilo peruano… Del resto no me siento con el talento requerido.

Luis Edilio Gómez Sanchís, Uruguay © 2012

gomez.luisedi@gmail.com

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