Regresar a la portada

El bicho

Mi hijo y yo jugábamos al ajedrez en el salón aquella noche, cuando mi mujer asomó la cabeza y dijo:
––Subo un momento al desván.

Era algo habitual, porque guardábamos allí patatas, fruta, bebidas y otros productos de uso corriente. Dejó la puerta del recibidor abierta y subió. Oí sus pasos en la escalera y el inconfundible rechinar de la puerta de hierro del trastero. Me distraje y moví un caballo adonde no debía. Mi hijo aprovechó el despiste y me lo comió dedicándome una malévola sonrisa. Estaba tratando de concentrarme para compensar la pérdida de la pieza y, de pronto, como si hubiera saltado una alarma, oímos un grito espeluznante seguido de un fuerte portazo.
––¡Es Mamá! -dijo mi hijo.

Me levanté de un salto y corrí hacia la entrada. Mi mujer volvió a gritar. Fue un chillido desesperado, largo, mantenido y helador. Subí las escaleras de tres en tres y la vi en el rellano tapándose la cara con las manos. Sentí cierto alivio: era evidente que no le había pasado nada grave porque estaba de pie, a un metro de la puerta del desván, y no parecía tener nada roto, ni sangrar. Me acerqué y la abracé.
––¿Qué ha pasado? ––le pregunté.

No me respondió, respiraba agitadamente y era incapaz de hablar. Intenté imaginar qué habría ocurrido, mientras le pasaba la mano por la espalda tratando de tranquilizarla. No se había podido encontrar con un ladrón, pues me habría tropezado yo con él al subir. Tampoco parecía lógico que hubiera un cadáver en el trastero. ¿Entonces?

En ese momento, transcurrido el par de minutos del temporizador, se apagó la luz y nos quedamos en la oscuridad total. Ella volvió a gritar y la abracé fuertemente para que se sintiera segura. Pulsé el interruptor y la luz se encendió de nuevo.
––Pero, mujer, dime qué te ha pasado.

Haciendo un gran esfuerzo para controlar el pánico que la dominaba, dijo entre sollozos:
––¡Un bicho! ¡Un bicho horrible!

Sonreí. Mi mujer es muy miedosa. Si entra una avispa en el comedor, es capaz de salir de casa. Una araña del tamaño de un guisante o ligeramente peluda en la bañera le hace soltar un grito. Pero los que acababa de dar no eran del mismo registro. Había en ellos algo tenebroso, horripilante, aterrador. ¿Ratones?, me pregunté. No puede ser: mi mujer es miedosa pero no histérica. Quizá una araña muy grande, pensé, una gran cantidad de cucarachas, una rata o un enjambre de abejas que hubieran entrado por el tragaluz.

Entre tanto llegó nuestro hijo, asustado por los gritos.
––¿Qué pasa? ––preguntó.
––Tráeme los spray de matar bichos y una escoba ––le pedí y añadí––: los dos: el matamoscas y el de las cucarachas.

Mi mujer hizo gestos con la cabeza, negando. La miré sorprendido.
––Es muy grande ––consiguió decir entre dos suspiros–– y asqueroso.
––No te preocupes, yo me encargo del bicho. Tú baja con el niño.

Pero ella, paralizada por el pánico, no se movió. Me tenía agarrado con fuerza por un brazo y no me dejaba moverme. Traté de calmarla, le pasé la mano suavemente por el pelo, le dije palabras tranquilizadoras, le sonreí e intenté adoptar una actitud despreocupada. Pero no me escuchaba.

Cuando mi hijo vino con los botes y la escoba, le pedí que se llevara a su madre y que dejara encendida la luz fija de la escalera. Por fin logramos entre los dos que bajara, aunque no había conseguido calmarse y temblaba como si estuviera muerta de frío.
––Quédate a su lado ––le dije al chico––; voy a ver qué bicho es ese.

Abrí la puerta del trastero despacio. La luz estaba encendida. Miré arriba y abajo para evitar la sorpresa de algo que colgara del techo o se arrastrase junto a la puerta. No vi nada. Permanecí inmóvil observando la pieza, que mide unos tres metros de ancho por seis o siete de fondo. Llevaba un bote en la mano izquierda, otro en el bolsillo del pantalón y un escobón en la mano derecha. No eran armas para hacer frente a una alimaña, pero estaba convencido de que allí no podía haber ningún animal mayor que una rata.

De repente me pareció que algo se movía junto a las bolsas de plástico negro donde guardábamos los adornos de navidad. Me acerqué lentamente y las sacudí con la escoba. ¡Entonces lo vi! Era un bicho extraño y realmente asqueroso, que no se parecía a ninguno conocido. Tenía forma alargada, como si fueran dos tarántulas grandes y peludas unidas, con una sola cabeza y un montón de patas. Los ojos eran saltones, como los de una mantis religiosa, y muy negros. El resto del cuerpo era de color gris y blanco. Dio un pequeño salto y adoptó una pose agresiva con movimientos rápidos y precisos, como si se dispusiera a hacerme frente. Retrocedí asustado. Pensé que no merecía la pena rociarlo con matamoscas, pues no serviría de nada y podría en cambio enfurecerlo. Tampoco podía pisarlo, porque era demasiado grande y yo iba en zapatillas. No sabía qué hacer con el escobón. Me haría falta como mínimo una pala, para hacerle daño.

Necesitaba reflexionar. No pensé en qué clase de bicho sería ni en cómo habría llegado hasta allí, sino solo en qué podría buscar para matarlo. Cuando mi espalda tropezó con la puerta, oí maullar el gato. Nuestro gato solía seguirme a todas partes, a pesar de que yo no le tenía ninguna simpatía. Pero en aquel momento su presencia me pareció providencial. Entró confiado y pasó entre mis piernas restregándose contra el pantalón. De pronto arqueó la espalda, levantó la cola y se le erizaron los pelos al tiempo que emitía un gruñido feroz. No lo dudé. Me escabullí y cerré la puerta de golpe dejándolo encerrado. A ver si sirves para algo, le dije mentalmente.

Lo que sucedió después merece cuando menos el adjetivo de espeluznante. Antes debo decir que oí unas voces y me asomé a la escalera. Era mi amigo y vecino del chalé adosado de al lado, capitán del ejército, que al oír los gritos de mi mujer había acudido por si nos pasaba algo.
––¡Sube! ––le dije desde arriba––. Estoy aquí.

Subió y le expliqué lo que había visto.
––¡Venga ya! ––dijo displicente.

Sonrió con cierta sorna y puso una mano en el pomo de la puerta, dispuesto a demostrarme que un militar no tiene miedo a los bichos.

En ese preciso instante algo ocurrió dentro del trastero que nos dejó atónitos a los dos. Mi vecino se separó de la puerta y soltó una palabrota. Yo sabía que allí dentro solo había un pequeño gato y un bicho asqueroso; sin embargo, los ruidos producidos por la caída de objetos, los maullidos, los golpes y los bufidos que estábamos oyendo eran propios de una pelea encarnizada entre animales salvajes. Mi vecino y yo nos miramos asombrados.
––¿Qué está pasando ahí dentro? ––me dijo, más como exclamación que como pregunta. Me encogí de hombros y él añadió––: ¿Pero qué clase de bicho es ese que has visto? ¿Un leopardo?

Es posible que el estrépito no durara más que un minuto (soy incapaz de precisarlo porque la angustia de aquellos instantes trastornó cualquier referencia cronológica), pero se me hizo muy largo. Como en el mito de la caverna de Platón, no sabíamos lo que ocurría dentro; tan solo podíamos imaginar algo terrible y violento por los ruidos que nos llegaban del otro lado de la puerta.

Súbitamente todo se detuvo. Cesaron los golpes y los aullidos y se hizo un silencio cargado de preguntas. Nos miramos, inmóviles y conteniendo la respiración. Mi amigo había perdido su sonrisa.
––¿Qué hacemos? ––me atreví finalmente a preguntarle.
––Habrá que mirar ––dijo él.
––¿Y si llamamos a la policía? ––se me ocurrió.
––Hombre, yo echaría antes un vistazo y, si la cosa se pone fea, voy a casa a buscar una pistola.

Acordamos dejar pasar unos minutos, antes de abrir, para asegurarnos de que, fuera lo que fuese, ya había terminado. Pasado un tiempo prudencial, mi vecino se acercó a la puerta, giró el pomo y empujó muy despacio la hoja de hierro, que rechinó escandalosamente. Asomó la cabeza y soltó una sonora exclamación.
––¿Qué pasa? ––le pregunté.
––¡Santo Dios! ¡La que se ha liado! Mira.

Abrí un poco más la puerta y miré. ¡No lo podía creer! Botellas rotas, cajas de cartón reventadas, patatas por el suelo, latas desperdigadas, bolsas de plástico desgarradas y sangre por las paredes y hasta por el techo.

Entramos los dos con cuidado, mirando dónde poníamos los pies. Yo empujaba con la escoba las cajas y las bolsas sin saber exactamente qué estaba buscando y mi vecino daba patadas a lo que tenía delante con un poco más de energía. Ninguno de los dos nos atrevíamos a hacer la pregunta clave: ¿dónde se habían metido el bicho y el gato? Miré el tragaluz que da al tejado y vi que estaba cerrado. Seguimos buscando sin alejarnos demasiado de la puerta, hasta que se movió una caja y nos quedamos quietos.
––Pásame la escoba ––me dijo mi amigo.

Se la di y la cogió con las dos manos. Se acercó un poco a la caja que se había movido y la empujó. Entonces la caja se levantó de golpe como si alguien la tuviera sujeta con una cuerda y tirara de ella hacia arriba. Mi vecino volvió a soltar una de sus sonoras palabrotas y dio un brinco hacia atrás, igual que yo. El bicho salió de debajo de la caja con un movimiento muy rápido y se levantó sobre sus patas traseras. Me quedé aterrado: ¡era el doble de grande que cuando lo vi por primera vez! Enseguida comprendí la razón. A su lado, en un charco de sangre, había una pata y un trozo de rabo del gato.
–Se ha comido al gato! ––grité––. ¡Se lo ha comido!
––¡Aparta! ––me dijo mi vecino.
––¿Qué vas a hacer!
––Ponte en la puerta para que no escape. Me lo voy a cargar a palos.
––¿Con la escoba? Espera. Vamos al jardín a coger una pala.

No me hizo caso. Se abalanzó sobre el bicho dando patadas y escobazos a diestro y siniestro al mismo tiempo que soltaba una retahíla de sonoros insultos. Ni siquiera sé si aquella cosa era capaz de oír. Reconozco que yo estaba muerto de miedo y esperaba que al bicho no se le ocurriera venir hacia la puerta, porque no tenía ni los botes matamoscas ni un maldito palo con que defenderme y, para colmo de males, estaba en zapatillas. Pero el bicho no vino hacia donde estaba yo. Le hizo frente a mi vecino y se puso a dar unos saltos impresionantes que le llegaban hasta el pecho. Él no se amilanó y siguió atizándole con furia, pero con poco tino, pues aquella cosa horrible se movía con una rapidez asombrosa.
––¡Déjalo! ––le grité––. Voy a llamar a la policía y a los bomberos. Ese bicho es peligroso.

No me hizo caso y siguió peleando. Yo no podía dejarlo solo, aunque lo estuviera deseando: al fin y al cabo, estábamos en mi casa y él había venido a ayudarme. Me acerqué a la puerta y llamé a gritos a mi hijo. Cuando me contestó le grité:
––¡Llama a la policía! ¡Deprisa! ¡Llama al 112! Dí que es muy urgente, que hay un animal en casa que se ha comido al gato. ¡Corre! ¡Diles que no sabemos lo que es, pero que es muy agresivo!

En cuanto dije lo del gato, mi mujer, que lo oyó, lanzó otro grito que no hizo sino añadir tensión al ambiente. Mi amigo seguía liado a golpes y patadas con el bicho, que se revolvía y saltaba con fiereza. Aquella situación espantosa duraba demasiado y yo no sabía qué hacer ni cómo ayudarlo. ¡Tenía que hacer algo!
––¡Aguanta! ––le grité––. Voy a buscar una pala. Ahora vuelvo.

Bajé las escaleras a saltos y corrí al jardín; cogí una pala y unas tijeras grandes de podar y volví a subir todo lo deprisa que pude. Al abrir la puerta me quedé horrorizado. Mi amigo estaba tirado en el suelo boca arriba y tenía el bicho en la cara. Estaba cubierto de sangre y agitaba los brazos emitiendo unos gemidos estremecedores. A pesar del pánico que sentí, hice de tripas corazón y me acerqué hasta él. Golpeé al bicho con la pala procurando, dentro de lo posible, no darle en la cabeza a mi amigo. Al bicho debió de sorprenderlo que lo atacara por detrás y saltó hacia un lado. Me lié a dar palazos con todas mis fuerzas y seguramente se asustó, porque saltó hacia atrás y fue hacia una caja. Seguí dando golpes, pero no conseguí acertarle ni una vez, pues era condenadamente rápido. Al ver que se escondía, aproveché para agarrar por las piernas a mi amigo y arrastrarlo fuera del trastero. Se había quedado sin sentido. Me volví para cerrar la puerta y tuve que dar un salto. No sé cómo ni por dónde vino, pero tenía el bicho entre mis pies. Le di una patada con todas mis fuerzas y, aunque le atiné, no logré mi objetivo de lanzarlo lejos, pues había mordido la zapatilla y no se soltó. Fue como si le hubiera dado una patada a una bola de pegamento. Pronto sentí un fuerte dolor en los dedos del pie. ¡Me estaba mordiendo a través de la zapatilla! Sacudí inútilmente la pierna para librarme de él mientras buscaba las tijeras de podar (que había tirado para socorrer a mi vecino), pero no las vi. Pude coger la pala e intenté separarlo con ella. Todo era inútil. El bicho me mordía cada vez más.

Entonces vi un radiador antiguo, de esos que tienen una resistencia en espiral. Conseguí enchufarlo y lo aproximé al bicho para ver si podía quemarlo o que le diera un calambre. Me dolía el pie mucho y empezó a salir sangre por el agujero que había hecho en la zapatilla.

No sé lo que pasó entonces; debí de caerme y golpearme la cabeza; el caso es que perdí el conocimiento.

Me desperté en el jardín, rodeado de gente. Había una ambulancia allí cerca y sus luces amarillas me parecieron relámpagos. Me dolía muchísimo la pierna y tardé un rato en darme cuenta de dónde estaba. Del tejado de mi casa salía humo y la parte superior estaba negra. Miré a un lado y a otro para tratar de situarme. Vi a mi mujer abrazada a una enfermera y con una manta por encima. Oía la voz de mi hijo. Papá, papá, decía, ¿estás bien?

Le pregunté por nuestro vecino y me dijo que se lo habían llevado en una ambulancia. Nada más decirlo, dos hombres me cogieron en vilo, me subieron a una camilla y me metieron en la ambulancia. No recuerdo nada más.

Han pasado muchos años desde aquel horrible suceso. El incendio que provoqué cuando perdí el sentido y dejé caer el radiador sobre las cajas de cartón y las bolsas de plástico fue sofocado por los bomberos, que causaron serios destrozos durante su intervención. La casa se pudo salvar porque la estructura no fue dañada por el fuego, salvo el tejado, que tuvimos que rehacer completamente. No quedó nada de lo que había en la planta superior ni en el desván.

Yo perdí dos dedos del pie derecho y a mi vecino y amigo conserva una cicatriz en la cara que le da aspecto de presidiario. Oficialmente, nadie quiso saber nada del bicho, del que (como del gato) no quedó ningún rastro. Ni los bomberos, ni la policía creyeron la historia que les contamos. Los periodistas inventaron otras que no tenían nada que ver.

Finalmente, todos preferimos olvidar el asunto y no hemos vuelto a hablar de ello, pero mi mujer ya no quiso subir nunca más al desván.

Carlos Laredo Verdejo, España © 2019

carloslaredo@carloslaredo.com

Carlos Laredo Verdejo es licenciado en Derecho por la Universidad de Santiago de Compostela, 1963), abogado y directivo de multinacional jubilado. Como escritor, cuenta con una veintena de libros publicados y diversos premios literarios (novela, novela histórica, biografía, poesía, cuentos, etc.).

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento “El bicho” lo escribí inspirado en una noticia antigua, según la cual un matrimonio francés había traído como recuerdo de sus vacaciones en las islas Seychelles un “perrito” que encontraron en la calle. Lo dejaron una noche solo en la casa con el gato. Cuando regresaron, vieron con horror que el animalito se había comido al gato. El perrito era una rata de las Seychelles.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada