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El gato

Niebla.
El silencio la hacía mas espesa. Roberto se sentía en una sopa sólida y gris.
Sonó una bocina. Dos veces.
Despacito, Roberto tomó conciencia: la bocina era real; la niebla no.
Abrió los ojos, y la masa gris se disolvió en la media luz que entraba por la ventana.
El cuarto estaba en penumbras. Giró la cabeza hacia la ventana: desde su posición veía el cielo gris con vetas más oscuras, como plomo sucio.
¿Porqué habré despertado tan temprano?
Se dio vuelta para ver el reloj. No era tan temprano: las 10 y 5; era el día el que estaba oscuro.
Se levantó lento.
Ya no había apuro.
Fue al baño, orinó, y después a la cocina. Maquinalmente giró la llave para encender la hornalla, y al hacerlo recordó que no saldría gas: lo habían cortado hacía una semana.
De todos modos no importaba: no había nada que calentar.
El café hacía rato que no lo veía, y ya no quedaba ni yerba ni té. La noche anterior había consumido lo último que le quedaba: dos panes ya un poco duros y medio salamín.
Y no se había preocupado por no tener nada para hoy.
Se sentía raro.
Extrañamente tranquilo dadas las circunstancias.
Encontró paradójico que la desesperación que lleva a renunciar a todo se trocara en esa tranquilidad, casi beatitud, después de haber renunciado.
Bebió un vaso de agua, y después lo volvió a llenar hasta la mitad.
Con el vaso en la mano fue hasta el aparador, abrió despacito el cristalero, y sacó con cuidado el frasquito negro.
En la etiqueta blanca, escrita en letras azules, campeaba sobreimpresa en rojo una calavera con dos tibias cruzadas. ¿Será que los piratas usaban venenos?
Se sonrió por su ocurrencia, y se sorprendió de haber sonreído.
Le habían dicho que con diez o quince gotas sería suficiente.
Por las dudas puso cincuenta.
Agitando rítmicamente el vaso para hacer girar el líquido, caminó hacia la ventana. Recordó otros trayectos iguales, con los mismos pasos incontablemente contados hasta la misma ventana. Pero entonces el líquido que giraba en el vaso era whisky con hielo. A veces cognac.
Ya no más.
Se paró casi tocando el vidrio, miró hacia la derecha y empezó un paneo muy lento, como si quisiera dejar ese pedacito de mundo exterior, con todos sus detalles, impreso en sus retinas. En el extremo derecho no había mucho para ver: el costado sobresaliente del edificio lindero, el que le tapaba las puestas de sol, con sus revoques resquebrajados y su hilera de ventiluces de los baños, y por delante un pedazo de vereda y la calle con sus pozos más viejos que el barrio. Mirando directo al frente, la casita que ocupaba la mitad delantera del terreno. Mas allá de ella, solo las copas de los dos plátanos de la vereda, y mas acá el patio trasero. La chiquita jugaba como siempre, con sus muñecas y sus osos. Agustina, había oído que la llamaban; preciosa la mocosa. La madre aparecía y desaparecía, también como siempre, entrando y saliendo de la casa muy apurada, como si estrujar el trapo de piso, colgar la toalla en el alambre o sacudir la alfombra fueran cuestiones perentorias o urgentes.
Linda mujer. La hija se le parecía mucho, y seguramente también iba a ser muy linda cuando creciera... si es que la vida no le dibujaba algún rictus amargo, de esos que transforman la cara más bonita en máscara grotesca.
Hacia la izquierda, el tejado del chalet de al lado, con caída hacia la calle.
Cuando le daba el sol, le gustaba el rojo brillante de esas tejas; pero ahora, bajo ese cielo de tormenta, aparecían deslucidas y sucias, sembradas de brochazos de musgo verde oscuro, como si un pintor descuidado hubiera estado limpiando allí su pincel.
Allí, sobre el tejado, lo vio.
Más o menos a un metro del borde, y a unos cinco metros de él.
El gato.
Tendido de costado, la mano izquierda bajo el cuerpo, la derecha ligeramente estirada y apoyada en la teja, la cabeza algo girada como para enfocarlo mejor, y con los ojos bien abiertos, lo miraba.
Lo miraba
¡Sí, lo miraba a él!
Conocía a ese gato atigrado.
Era del barrio. No tenía dueño ni casa.
Comía lo que cazaba, lo que encontraba, o lo que robaba.
Según el clima, se refugiaba bajo las plantas, en un gabinete de gas, o en algún porche. En suma, casi un marginado como él.
Pero ahora estaba fuera de lugar.
¿Que hacía ese gato ahí en el tejado, bajo ese cielo plomizo, con viento frío y la tormenta inminente, tendido tan tranquilo como si tomara sol en una tarde de primavera?
Y lo miraba.
A él.
Quieto, no le quitaba los ojos de encima.
¿Quizás el animal percibe algo, tiene alguna suerte de premonición?
Él también se quedó mirándolo.
No supo bien porqué, pero la mirada del gato, o más bien su presencia allí, lo perturbó primero, y lo tranquilizó después.
Absorto, la mirada fija en los ojos del gato, extrañamente satisfecho, casi alegre de que alguien o algo lo estuviera mirando en ese momento, llevó lentamente el vaso a sus labios.
Y de pronto ocurrió.
Allá arriba, en algún lugar que no podía ver, una gambeta del viento desgarró las nubes y un cono de sol posó su base, casi dulcemente, sobre el tejado, la casita de adelante, y las copas de los plátanos.
Fue como un estallido de luz y color. Brillaron las hojas verdes, la casita blanca y las tejas rojas. Brillaron los ojos del gato.
Y, medio encandilado, le pareció verlo estremecerse de placer.
Roberto comprendió.
Y quedó estático y extático, con el vaso a dos centímetros de su boca.
¡Eso hacía el gato!
Solitario, con frío, quizá con hambre, aún bajo el cielo amenazante y la lluvia por empezar, esperaba ese ratito de placer.
Sin saberlo, “sabía” que, por oscuro que fuera el día, el sol siempre está.
Roberto, moviendo solo los músculos imprescindibles de su antebrazo, giró la muñeca volcando en el piso el contenido del vaso.
El sol siempre está, y aún en medio de la peor tormenta hay que saber esperarlo.
Como el gato.
“Ese” gato atigrado que era una lección de vida.
El aire de la habitación le resultó pesado, y corrió las hojas de la ventana. Le gustó el aire fresco. Inspiró hondo un par de veces y se puso en movimiento.
Mientras se vestía pensó los pasos a seguir. Había unos cuantos que le debían plata. Los perseguiría hasta que le pagaran, y con eso y algunas cosas que le quedaban para vender podría vestirse un poco mejor, normalizar un poco su vida y tirar hasta conseguir algún empleo. Había varias cosas en las que tenía habilidad y conocimientos.
Y cuando tuviera un empleo podría volver a buscar a Clara. Y cuando...
Salió, dispuesto a pelear la vida.
No llegó a escuchar los ruidos y las voces que entraban por la ventana.
Por sobre el borde del tejado asomó el extremo de una escalera. Se oían voces, y la cabeza que producía la más ronca apareció enmarcada entre los peldaños, apurando al otro para cambiar las tejas rotas antes que lloviera.
El hombre voleó la pierna sobre el borde para trepar al tejado, y en ese momento vio al gato, tendido al sol en la misma posición.
Lo miró un momento, y le gritó al otro:
—Che, José. Acá hay un gato muerto. Apártate que lo tiro para abajo.

Daniel Claudio Chao, Argentina © 2009

danichao1@yahoo.com.ar

Daniel Claudio Chao, argentino, residente en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, en la República Argentina, es médico recibido en la Universidad de Buenos Aires. Siendo lector insaciable, de los que leen cuanto les caiga en la mano (no hay libro tan malo que no nos haga surgir alguna idea nueva – D. Chao dixit) se reconoce envidioso admirador de Bradbury, Huxley, Asimov, Arlt y Bioy Casares. Después de muchos años de dedicación a su profesión de médico, decidió incursionar en el cuento como forma de comunicación apta tanto para quien no tiene mucho tiempo para escribir como para quien tiene poco tiempo para leer.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento "El gato" refiere a la subjetividad como motivo de todas nuestras acciones. El protagonista, desesperado por una situación que percibe como insoluble, decide terminar con su vida. En el momento mismo de hacerlo ve un gato en el tejado lindero. Se cree observado por él, y a partir de un simple cambio de luz en el ambiente cree ver una “intencionalidad” en la presencia y la actitud del animal que relaciona con la esperanza y toma como una “lección de vida”: “… el sol siempre está”. Renuncia entonces al suicidio y reelabora su percepción de su realidad, decidiéndose a enfrentarla. Nunca llega a saber que el gato “aleccionador” simplemente había muerto en el tejado.

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