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El otro round de Dinamita Araya

En los tres meses que duró la Clínica de Bicicletas Fausto Coppi parchamos cinco neumáticos, pintamos apenas dos bicicletas y ahí estaba el Chago mirando el parche que tenía entre las manos como si fuera una animita milagrosa, diciendo que estábamos en quiebra y que no siempre se puede ganar, lo que yo sabía muy bien desde los tiempos en que empezó a descuidar los entrenamientos por enredarse con una cabaretera que le estrujó el billete y las fuerzas hasta que los dos fuimos rodando cuesta abajo, como en el tango, y ya nunca más Santiago Dinamita Araya con la mano en alto mientras el árbitro terminaba la cuenta y el Caupolicán entero gritaba Dinamita, Dinamita, Dinamita.

Pero para qué voy a ser injusto con el Chago si después del asunto con la Vicky dejó la chupeta y nunca me hizo a un lado en los negocios que inventaba para levantar cabeza. Primero fue la fuente de soda, con lo poco que quedaba, y después el taxi, que nos duró hasta que las letras se comieron todas las ganancias. Santiago Dinamita Araya y su secon Negrito Peralta tirados en la lona escuchando la cuenta del árbitro hasta conseguir una pega de nocheros en una fábrica, pero no podían levantarse porque una noche nos quedamos dormidos recordando los viejos tiempos y unos malandras entraron y se llevaron quinientos chalecos de colegial y nosotros a la calle y la historia del taller (ya la cuenta iba en ocho) y el Chago que miraba el parche como si de ahí fuera a salir la respuesta divina, la pichicata que nos iba a levantar para sacarle la cresta a la mala suerte que ya nos estaba ganando por nocau técnico.

-¡Lo tengo, compadre, lo tengo! -saltó de repente y empezó a bailotear, sin importarle el calor de febrero que hacía sudar con no más mover una pestaña. Volvió a sentarse y yo me senté frente a él.
-¡La papa, Negrito, la papa! ¿Se ha fijado cómo está la carretera?

Hice que sí con la cabeza.

-¿Y cómo está la carretera?
-Como la mona está.
-¿Y qué pasa con los autos, ah?

Me encogí de hombros, creyendo que todavía seguía con la ilusión del Taller Automotriz Lorenzo Varoli que íbamos a instalar con las ganancias de la clínica de bicicletas.

-Yo le voy a decir lo que pasa. Aquí está La Estancia (puso el parche en el suelo) y un poquito más allá, por la carretera, hay una barrera (puso un pedazo de cámara) donde los autos tienen que esperar media hora por lo menos hasta que les den la pasada. ¿Y cómo está el tiempo, dígame?

Me pasé la mano por la frente.

-¡Justo! Media hora está la gente asándose en los autos, con unas ganas locas de refrescarse y sin que nadie los abastezca.
-¿Y?
-Y ahí entran estos dos pechitos. Le pedimos helados en consignación a don Jaime y cuando se termine el verano ya va a estar listo el capital para otro negocito.

No quise decirle nada porque los años me han vuelto pesimista y nunca se le debe amargar la vida a un campeón cuando le vuelve el ánimo al cuerpo y sale a matar en el quinto raun.

-Déjeme a mí no más, Negrito, que yo me encargo de todo. Usted se consigue dos chaquetas blancas con don Jeyo y mañana mismo empieza a funcionar la Distribuidora de Helados Antártica.

Así no más fue, porque no hay quien pare al Chago cuando decide algo. Al otro día estábamos en la carretera, los dos de chaqueta blanca y cada uno con su caja de plumavit con los chocolitos, los creminos y los chupetes de agua.

Ya veía yo, mientras caminábamos hacia la barrera, que el asunto no iba a comenzar muy bien. Eran las ocho y media de la mañana y el cielo estaba nublado como si fuera a largarse toda la lluvia que no había caído hacía meses.

-Pero va a despejar. Va a ver que ya va a despejar.

Al llegar nos dimos cuenta de que el Chago no había sido el primero en olfatear la mina de oro. Ya estaban ahí los de los Super 8, los de los Candy, los de los cueros de ante, los de las obleas, los de "la novedad del año", los de las Negritas, los de los chicles y también unos cuantos que vendían helados. Todos estaban junto a una fogatita, calentando agua.

-¿Ve lo que pasa? -me dijo el Chago-. Aquí falta iniciativa. ¿Cómo van a vender si están calentándose las canillas al fuego?

Y se fue a gritar los helados mientras yo me acercaba al grupo para conversar con la competencia.

-No saca nada su compañero -me dijo uno que vendía calcomanías-. Todavía están pasando los camioneros y es por no dejar que ande gritando.
-¿Y más tarde?

Se encogió de hombros. Me fui adonde el Chago para decirle que esperara un rato, que no se gastara entero en el primer raun y que dejara piernas y garganta para cuando todos entraran a la pelea.

-Tiene razón, Negrito. Como siempre tiene razón. Esperemos a que despeje.

Nos sentamos a la orilla del camino. Venían, lentos, los camiones con sus tráiler cargados de madera y se detenían frente al banderillero que levantaba su disco rojo. Los choferes nos miraban, distraídos, y bostezaban. Estaban veinte minutos, media hora, hasta que les daban la largada y partían rumbo al norte.

Como a las diez y media las nubes empezaron a abrirse y, tal cual el Chago había dicho, el sol apareció, dispuesto a achicharrar a los automovilistas que iban a llegar a llorar por un helado de crema.

-¡Sonó la campana, Negrito! -saltó el Chago-. Usted se queda por aquí y yo me voy por atrás, así copamos el mercado.

Justo a esa hora empezaron a llegar los autos. Yo me acercaba a los Honda, los Mazda, los Peugeot, ofreciendo el chocolito, el de piña, una pausa refrescante en el camino, pero los viejos se hacían los desentendidos, miraban para otro lado, leían el diario y algunos hasta se bajaban un rato para estirar las piernas. De vez en cuando le echaba una miradita al Chago, que gritaba como ninguno los mejores helados del país, para los regalones, acorte la espera con Danky Nogatongamegalofomanjarchafafrinilofo (se lo había aprendido de memoria en la propaganda de la tele y ése era su orgullo) pero tampoco lo vi vender un miserable helado de agua.

Como a las doce me aburrí de gritar y lo fui a ver.

-¿Qué tal le ha ido? -me preguntó.

Le mostré la caja llena.

-Ahora empieza el calor, así que no afloje.

El sol picaba de verdad. El asfalto calentaba los pies y pensé que lo mejor era sentarse un rato a la sombrita. Al lado mío se sentó el de los Super 8 y me dijo que hacía días que el negocio estaba malo. Hablando en plata, sólo al principio había estado bueno. Ahora todos sabían que la carretera estaba en reparaciones y que había que pegarse un plantón de por lo menos media hora. Por eso traían su cocaví, sus refrescos, y no compraban nada. Tres días que no vendía un Super 8.

-¿Y para qué sigue viniendo?
-¿Y para dónde quiere que vaya? Aquí por lo menos es tranquilo y no nos quitan la mercadería.

Me levanté y empecé a caminar hacia la barrera. Iba en la mitad de la hilera de autos cuando algo (no sé, un presentimiento, los otros vendedores que miraban inquietos) me hizo darme vuelta. Al tiro conocí el gesto del Chago de antes de la pelea, la tensión del camarín, y volví corriendo.

Estaba frente a un auto blanco grande, nuevecito, con la caja de plumavit echada atrás, colgada de la correa, discutiendo con el chofer. Adentro del auto una mujer joven lloraba, con la cara entre las manos.

-¡Bájate, desgraciado, bájate -gritaba el Chago- que delante mío nunca, pero jamás nunca!

Traté de calmarlo.

-Déjeme, Negrito, déjeme, que a este desgraciado hay que enseñarle buenos modales.

El del auto ya se iba bajando y era, por lo menos, un mediopesado. Andaría por los treinta años y se notaba que estaba en buen estado físico. El Chago había sido mosca (de los estilistas, bailarines) aunque ahora, con los años y la falta de entrenamiento, andaría por el gallo. Mucha la diferencia, pensé, y traté de convencerlo porque no lo quería ver otra vez en la lona, pero ya estaba dejando el plumavit en el suelo y sacándose la chaqueta blanca.

"Esta vez no va a tener para qué tirarme la toalla", alcanzó a decirme antes de que el grandote se le viniera al bulto. El Chago no pudo esquivarlo y cayó con el abrazo. Me senté en mi plumavit y empecé a gritarlo: suéltese, Chago, suéltese, distancia, distancia, mientras los dos rodaban por el pavimento y botaban la caja con los helados hasta que en una de ésas el Chago pudo soltarse, pararse y ponerse en guardia. Así, campeón, así, maréelo, báilelo, adelante la izquierda, sigo gritándolo, y veo que el Chago empieza a saltar en la punta de los pies tirando el jab de izquierda y rodeando al grandote que tira gualetazos al aire matando las moscas. Por adentro, campeón, por adentro, y el Chago que esquiva un gualetazo y se mete entremedio de los brazos del ropero con una seguidilla de cortos (salga ahora, salga) y el otro trata de abrazarlo pero ya el campeón está bailando a dos metros, tocándose la nariz con los pulgares y resoplando. Puntee, puntee, y el Chago sigue con su jab de izquierda en la nariz del grandote como en sus mejores tiempos (derecha ahora, derecha) y el suin de derecha que lo remece (es tuyo, es tuyo) y otro jab de izquierda y un derechazo al hígado que hace doblarse al grandote y, cuando va cayendo, viene el gancho (parece que la galería volviera a gritar Dinamita, Dinamita) y el grandote cae más grande todavía y no puedo aguantarme y salto de mi caja y empiezo a contar y todos los vendedores cuentan conmigo (UNO) mientras la mujer sigue llorando y el campeón se acerca al auto (DOS) y le dice que lo disculpe (TRES) pero que él nunca ha permitido (CUATRO) que en su presencia (CINCO) una mujer tan hermosa (SEIS) sea tratada de esa manera (SIETE) y me parece que la mujer sonríe (OCHO) y algo le agradece o parece agradecerle (NUEVE) mientras el Chago se aleja del auto y nos sonríe (¡OUT!) cuando lo aplaudimos y lo abrazo y entre todos lo levantamos en andas, sin importarnos para nada que los helados se estén derritiendo en el pavimento y que el radiopatrullas ya haya llegado y tengamos que dormir en la comisaría y no nos importa que el negocio se haya ido a la cresta porque sabemos que, pase lo que pase, nunca más volveremos a tirar la toalla.

Guido Eytel, Chile © 2000

eytel@chilesat.net

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