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El viejo prisionero indultado
inesperadamente y la gacela

Dicen que el viejo Henry Dunloghan llevaba tanto tiempo prisionero en la Isla del Diablo que incluso conoció al mismísimo capitán Alfred Dreyfus, poco antes de que las eficaces soflamas periodísticas de Emile Zolà lograran descubrir la verdad de su injusto encarcelamiento y lo soltaran. Henry, por su parte, jamás supo de qué lo acusaba el gobierno francés, pero en su conciencia se habían incrustado tantos intrusos del mundo de las sombras que hacía suyas todas las culpabilidades que podían pulular por el aire y aceptaba su encierro de por vida sin protestar. Aquella mañana, cuando al despertarse encontró la puerta de su celda abierta, no supo si realmente lo estaba o seguía como en los últimos 40 años, cerrada con cuatro cerrojos. Se acercó al dintel y efectivamente un espacio se abría al exterior entre el habitáculo y los barrotes. Extendió el brazo hacia afuera. Un silencio que llevaba su nombre se abría paso entre los rumores cotidianos, las voces de los encerrados y los vigilantes, y las de los que ya no estaban entre ellos, el viento del desierto y el ruido de las olas en la marea baja.

Los carceleros tenían orden aquel día de ignorar absolutamente al prisionero 241244, como si de pronto aquella mañana se hubiera vuelto invisible y, aun más, como si nunca hubiera estado allí y apenas fuera otro de los fantasmas que siempre vagaron sin rumbo por la isla de los malditos.

Los pasos de sus pies descalzos lo llevaron al patio, tuvo que volver en busca de lo que quedaba de sus albarcas porque la piedra comenzaba a quemar por el sol de la mañana. Supo el camino que debía tomar: el que había recorrido en su angustiada mente en los últimos 40 años, y que iba directo a la puerta de entrada, desde los pabellones de los prisioneros pasando por el amplio patio. No pensaba en nada, ni se preguntaba nada, ni se sorprendía por lo insólito de la situación. Simplemente llegó hasta el gran portalón instantes antes de que uno de los guardias, también sin mirarle ni decir nada, abriera lo suficiente para que pudiera pasar el prisionero cuyo número ya apenas se distinguía de su raído uniforme. Sin detener sus pasos echó a andar por la carretera en dirección al desierto, aunque un pensamiento cruzó por su mente: seguramente no llegaría ni a andar una hora bajo aquel sol de justicia sin haber comido ni bebido nada desde el mediodía anterior. Pero era preferible morir en libertad, por extraño que eso fuera en sus circunstancias. Nunca había estado fuera del recinto ni sabía cómo era la Isla del Diablo, sus únicas referencias eran los dramáticos y desoladores relatos de los carceleros y del alcaide, asegurando que toda la isla era un puro desierto de dunas adonde ningún evadido podía esperar encontrar cobijo. Pero hasta un niño de 6 años aprende que el mundo de los homínidos está construido a base de mentiras y falsedades. Un niño de 6 años lo sabe, pero no un prisionero a cadena perpetua que ya no recuerda el año en que dejó de recordar.

La carretera fue serpenteando por unas dunas cada vez más decoradas con vegetación, hasta que divisó las casas del pueblo, o de lo que pensó que era, según le habían contado, el único pueblo de la Isla. La precaución se incrusta en la piel del prisionero como su mejor protección contra las inclemencias del exterior; dio un rodeo subiéndose a unas lomas que bordeaban aquel conjunto de casas blancas, animadas por los lugareños que iban y venían con sus quehaceres. Lo dejó atrás y se adentró por un camino que bordeaba un bosque de pinos; pensó que se trataba de un espejismo hasta que se desvió y entró en él.

El bosque se fue haciendo más y más frondoso y a los pinos se les incorporaron otras especies como alcornoques, acacias, encinas, hasta rodear al evadido con las caricias de un gran bosque maternal.

Por fin el evadido se sentó en un claro en el que los rayos del sol se filtraban formando arabescos con la hojarasca pendiente de grandes troncos de roble. La remota memoria de la paz en los bosques de su Irlanda natal comenzó a acudir a su cansada mente. Sintió como por primera vez en muchos años su cuerpo experimentaba algo que los humanos llaman relajación, pero que naturalmente los homínidos ignoran. Y se quedó dormido.

Lo despertó un cosquilleo en la mejilla. Por la claridad adivinó que estaba amaneciendo de nuevo, se había quedado dormido toda la noche sentado en aquella roca. Consiguió abrir los ojos y creyó que seguía soñando. Vio la cabeza de una preciosa gacela que de tanto en tanto extendía su fina lengua para acariciar la curtida piel sin afeitar del indultado. No hizo ningún movimiento para no asustar al delicado animal. Lo miraba con curiosidad. Era lo más bello que recordaba haber visto jamás. Le sonrió. La gacela hizo un gesto instintivo de echarse atrás. Él le siguió sonriendo con extrema dulzura, esa que se va creando con muchos años de sufrimiento para dejar al descubierto una gran capacidad de amar. Levantó la mano despacio para acariciar aquella hermosa cabeza del animal más bello del bosque más exquisito. Ella pareció devolverle la sonrisa y le dio otra corta lamida. Entonces el indultado se dio cuenta de que el animal estaba herido. Debió haber perdido el rastro de la manada y al huir por el bosque algo había rasgado su preciosa piel por varios sitios. Henry se dedicó a lamerle las heridas, como hizo con las suyas mientras estuvo en prisión. La gacela se dejó hacer pacientemente, recostándose sobre las rodillas del hombre. Éste tomó unos manojos de yerbabuena y tomillo salvajes y los fue aplicando a las heridas recién lavadas. El tiempo iba deslizándose ajeno a aquellos dos evadidos, cada uno de su mundo, sin tocarlos.

Cuando los periodistas llegaron, caída la tarde, para entrevistar al receptor de insólito indulto y preguntarle si sabía quien fue su benefactor, los encontraron allí mismo, abrazados, formando una escena bucólica difícil de describir; un prisionero que mereció la piedad de algún desconocido dios menor y una joven y preciosa gacela que probablemente se había extraviado de la manada y vagaba perdida por el bosque hasta que encontró a su amigo.

Juan Trigo, España © 2017

juan@tmp.es

Juan Trigo es Ingeniero Industrial con el grado de Doctor por la Universidad Politécnica de Barcelona. Empezó de muy niño a contar historias por medio de dibujos, para pasar luego a describirlas en forma novelada porque así podía contar historias más largas. A los 15 años la escritora Carmen de Villalobos le hizo una crítica muy positiva de su primera novela, Padre, me estoy volviendo loco, animándole a seguir escribiendo. En 1975 quedó en la votación final del Premio Planeta por su novela Desierto de Niebla y Cenizas, que luego de reescribirla fue publicada por la colección Súper Ficción de la editorial Martínez Roca en 1978. La Editorial MTM le publicó en 1995 su novela de tema reencarnacionista Ashânte, los Mensajeros de la Mente, en 1998 su novela en búsqueda de dar sentido a su vida, El Retorno de Vivianne y, por un encargo editorial, una parte de su biografía novelada de sus experiencias en Oriente Medio, Encuentro en Irán. Es astrólogo profesional desde 1980 y psicoterapeuta desde 1994, sin haber dejado sus actividades como ingeniero industrial en el seno de su propia empresa de comercio internacional creada en 1995.

Lo que el autor nos contó sobre el cuento:
Es un cuento autobiográfico en el que el autor escenifica, por medio de una hipérbole simbólica, sus sentimientos más íntimos al verse liberado inesperadamente de una situación familiar progresivamente degradante y destructiva, de la que creyó no poder liberarse nunca, y se encontró también inesperadamente con la persona que le invitó a renacer (la gacela del cuento) y recuperar el alma del niño que siempre fue.

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