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Eme

Eme leyó una novela donde un montañés de ojos verdes y barba vikinga se dedicaba a proteger su familia del ataque de una tropa de boy-scouts que, enloquecidos por la soledad de las montañas, insistían en violar a su mujer, y así uno a uno fue enviado a la otredad por el valiente barbón.

Ahora Eme caminaba por la calle Cuauhtémoc, rumbo al Centro. Eran las siete de la tarde, la hora justa en que los automóviles al unísono encendían sus cláxons. Al llegar al hospital de Zona y ver una quejumbrosa ambulancia que envarada por el tráfico no p odía entrar al estacionamiento de urgencias, lo asaltó la duda de si le vendría bien una barba como la del güero de la novela.

No es que le exigiera a Monterrey un drama como el leído; le bastaba una humilde anécdota que vitaminizara la rutina. ¡Cuánto anhelaba Eme una aventura que reventara la almeja de sus días regiomontanos! ¿Cómo reanimar su novela de puntos muertos y redunda ncias redundantes? Le faltaba crescendo, sustancia, estructura. Sus días se reducían a impartir por las mañanas clases de inglés a un grupo de niños tarados, y a una caminata vespertina aderezada por el cine más cercano o una lectura en la plaza. Así las cosas, ¿dónde encontrar un hilo de vida con principio, nudo y desenlace?

En la novela el barbón aparecía cortando leña a la entrada de su cabaña. Luego llegaban los boy-scouts con la excusa de pedir agua y daba inicio el conflicto. La obra culminaba cuando el único sobreviviente de los inquietos chamacos, emperrado en encuerar a la mujer del barbón, también era despachado a la Otra Acera vía un escopetazo. Un sonoro beso marcaba el punto final.

Por el contrario, la existencia de Eme pastaba lejos de las experiencias vitales; lo más emocionante de su vida había sido un paseo en moto en el estacionamiento de un supermercado, subir a la montaña rusa de Plaza Sésamo y remar en el parque La Pastora. De seguir inmóvil en su perspectiva unidimensional, ningún editor se interesaría por su biografía.

Aunque sin gran arrojo, alguna vez intentó la aventura amorosa, la desempolvante pasión con ruido y furia, rayos y centellas, romeo y julieta. Pero, sabrá dios por qué, las muchachas lo confundieron siempre con un buzón; metían cartas en su boca y él dete staba el sabor del papel.

Al pasar por la hipotecaria Zeta, vio una señora aullando tras un carterista que huía a toda carrera, y aunque seguramente allí palpitaba un novelón de posguerra, Eme lo descartó de inmediato, pues nunca había perseguido carteristas; tenía un miedo enferm izo a que herraran su cabeza o le clavaran un picahielo en el intestino. Había pues que desaburrirse en otro sitio más espiritual.

Se detuvo ante la estatua del padre Mier. ¿Hasta qué punto los historiadores adornaron la realidad del fraile? Eme recordaba la tarea escolar sobre el astuto, patriota, intrépido regiomontano, quien incluso después de muerto continuaría sus andanzas, uno s dicen que en calidad de momia en Argentina, otros que, en las mismas resecas circunstancias, convertido en el platillo fuerte de un circo de Bruselas.

Sí, se dijo Eme, he aquí el remedio a la lluvia de cenizas que aplana los días y engarza las horas en un monótono collar: hay que despistar al cronista, correr el rumor de una vida intensa y, aunque nuestro paso por la tierra haya sido más aburrido que el cocodrilo del zoológico, dejemos a la posteridad el recuerdo de una vida tipo Hemingway.

Al dar vuelta en la esquina encontró un perro sin sentido y se dijo: "El sí entenderá mi vacío, la náusea de la nada en plena caída absurda". Miró fijamente al animal en busca de una respuesta, alguna canina señal de solidaridad. Lengua de fuera, el perro no reaccionó al estímulo, por lo que Eme debió guiñarle un ojo para acentuar la comunicación. A partir de entonces se desbordaron los acontecimientos: el prudente animal echó a correr, evitando al tío que a todas luces era uno de esos mañosos que lo ased iaban con la excusa de la soledad.

Apesadumbrado, Eme recurrió al vicio de imaginar que una cámara de video, caminando a su lado, lo remitía a una película donde él representaba un hombre solitario, peludo y autosuficiente, recorriendo las calles de Nueva York en busca del mejor sitio para colocar una bomba tumba-imperios que ocultaba bajo la gabardina.

Pero pronto se aburrió y apagó la cámara. Era mejor la realidad con sus cables pelones, sus negros hilos. Al menos no se cansaba tanto, pues en verdad era una labor titánica eso de tensar al máximo su imaginación, cuando por las noches, con los ojos cerra dos en la cama, se alucinaba en el papel protagónico de un cuento medieval, con torneos de caballería y toda la cosa. De inmediato se extenuaba la pantalla de su mente, donde a duras penas corrían las maravillosas escenas, y en vez de un final apoteósico arribaba el insomnio y el dolor de cabeza.

Por eso prefirió mezclarse a la muchedumbre de Juárez entre Padre Mier y Morelos. Si tan sólo la gente enfilara en una misma dirección, entonces él levantaría los pies con las rodillas dobladas, y cerrando los ojos benditamente bogaría en el sentido de la s circunstancias.

En la prometedora zona de la plaza Morelos encontró un grupo de holgazanes arremolinados frente a un escaparate donde un televisor transmitía la final del Mundial de futbol. Serios, respetuosos del ángulo de visión del prójimo, habían interrumpido sus abu rridas novelas para participar de la emoción de los goles. Eme imaginó que se presentaba: "Soy Eme, ¿cómo la están pasando, cuates? Cien pesos a que gana Brasil. ¡Qué buena onda es el compañerismo! ¿Alguien quiere un cigarro? ¿Nadie? ¡Contesten, idiotas! ¡Quién vive!"

Por supuesto, fue a Sanborns a hojear las revistas, y sí, derramó una lágrima ante una portada alpina donde un rubio de suéter abullonado, recostado en la nieve frente a una cabaña tirolesa, sonreía a la lente, cigarro en mano, cabellera despreocupada, lo s pies cobijados por una libidinosa sueca.

Molesto por el dinero del rubio contado delante de los pobres, Eme se aventuró con una secretaria bancaria que, labios enchapotados, pestañas de vaca y aretes plomada, hojeaba a su lado la Cosmopolitan del mes. Pensó en sonreír y pedirle la hora, pero des graciadamente quien llevaba reloj era él, y ella no parecía interesada en decirle: "Amorcito, ¿qué hora es?". Así que mejor compró unos cigarros y salió con la discreción del Hombre Invisible.

En un restaurán se detuvo como todos los días a tomar su taza de café en una de las mesas al aire libre. Lo más sobresaliente fue: 1.- Una baldosa del piso estaba suelta. 2.- El muchacho de la mesa vecina lucía una mancha de tomate en el cuello de la cami sa. 3.- Un "bolerito" sin clientes masticaba chicle frente a una zapatería. 4.- La cinta de un zapato del mesero estaba por desanudarse. 5.- Eme pagó con un billete de veinte pesos.

En una palabra, le faltaba "ángel" para colarse en una experiencia de sustancioso mensaje y ritmo ascencional. Ansiaba ser el protagonista de una novela cargada de condition humaine, rica en psicología y rock and roll. Mas ¿cómo alcanzar un clímax, la sub ida de su vida, viviendo en el llano de Monterrey?

La verdad es que no había sido convocado por el númen. Así pues, lo de siempre: regresó a casa, preparó unas quesadillas con tocino que comió de pie en la cocina, luego se sentó en el excusado y aprovechó para quitarse los pantalones. Al salir del baño re cordó que desde ayer no se había cepillado los dientes; mañana lo haría, ahora no tenía ganas de nada. Se dejó caer en el sofá y, tomando de la mesita la novela en turno ("Orlando", de Virginia Woolf), ingirió la diaria aspirina de los mundos vedados, sin advertir que a sus pies una valiente hormiga se disponía a recorrer el misterioso mundo de bajo el sofá.

Mario Anteo, México © 1997

Mario Anteo (1955, Monterrey México) estudió Letras en la Universidad Autónoma de Nuevo León. De 1976 a 1989 fue maestro de literatura y gramática en el Instituto Tecnológico de Monterrey. En 1991 el Fondo Editorial Nuevo León publicó su novela "El reino en celo", escrita en el Centro de Escritores de Nuevo León, del cual posteriormente fue coordinador. Participó además en la publicación colectiva "Nos llamarán a todos", de la UNAM, y en "Nuevo León: entre la tradición y el olvido", del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. En 1994 Ediciones Castillo publicó su libro de cuentos "Las trampas del jardín" y en 1996 reeditó su novela "El reino en celo". En 1995 fue becario del Fondo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, donde escribió "De cierto norte", libro de cuentos históricos, y ese mismo año también fue becario de la Fundación Rockefeller a través del "Guadalupe Cultural Arts Center" de San Antonio Texas, donde realizó un trabajo de investigación histórica binacional, llamado "Relaciones d e Texas y Nuevo León (1821-1911)". En 1996 fue Finalista del Premio Nacional de Literatura, Impac-Monterrey 400, por su novela "El reino en celo", y actualmente es un desocupado y un cínico.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
"El cuento es viejísimo, lo publiqué en un periódico local a mediados de los setenta. Lo encabezaba un epígrafe de Jim Morrison que en la versión actual sacrifiqué junto a demás verborrea que no venía al caso, es decir, maté muchos piojos que entonces cre í pavos reales. El final ha cambiado, pues allá en los setenta, atrapado en el festín barroco de la terna Carpentier-Fuentes-Lezama, carecía del espartano paladar que requiere Rulfo-Chejov-Cortázar. Por ejemplo, entonces no podía apreciar los mundos fantá sticos que subyacen a la cotidianidad; la literatura era sólo literartura, es decir, un lugar ajeno a mis días, una bacinica dónde vomitar palabras sin cuento. La lupa de Cortázar, capaz de encontrar las Mil y una Noches en un viaje del baño a la cocina, me convenció de que la periferia de Eme no es aburrida o pobre; él es el ciego que no puede admirar el mundo maravilloso que hic et nunc, entre los intersticios del velo de Maya, palpita frente a nuestras narices.

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