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El encierro

Veinte años después volvía al colegio y recorría aquellos pasillos. Trabajaba en una empresa familiar que se dedicaba a realizar proyectos de albañilería : pintura y chapuzas varias. El colegio había pedido un presupuesto ya que necesitaba algunas reformas. Desde hace una semana reaparecía en mi vida aquel lugar de mi infancia y yo exploraba como nuevos aquellos espacios ya conocidos, ya vividos. Hoy iba a entregar el presupuesto al director. Veinte años después estaba otra vez en aquel despacho y hablaba con el mismo hombre delgado, austero y seco, pero más viejo... quien, calculadora en mano, preguntaba, asentía, para sumergirse de nuevo en el documento. A esas horas de la tarde en el edificio no quedaba nadie ya, tan sólo nosotros dos y una secretaria en la recepción.

Entro en el lavabo antes de marcharme. A mi paso por los pasillos veo las clases cerradas, oscuras aulas desnudas de gritos, vacías de emociones, de vida. De niña siempre había pensado que era invisible. Ni profesores ni compañeros parecían reparar en mí. De pequeña el hecho me resultaba un tanto indiferente, ahora de adulta los sentimientos eran encontrados; me sabía distinta, sí, pero ello no siempre me agradaba.

Salgo del lavabo y mi sorpresa es que no hay nadie ya. El colegio está cerrado. Intento llamar por el móvil. Imposible, no tiene cobertura. Sonrío, ¡por algo le llamábamos de niños Alcatraz a este lugar!

Subo las escaleras en dirección al comedor. No recordaba que las ventanas de la cocina tuvieran rejas, quizás pudiera saltar por allí. Todo está muy oscuro, únicamente la luz de las farolas ilumina leve los pasillos. Tengo frío, hambre, y por alguna extraña razón miedo...Voy pensando en por qué ha tenido que pasarme esto a mí cuando tropiezo, caigo y bajo en forzada genuflexión dos escalones. Logro agarrarme a la baranda y lloro. Lloro porque me siento desgraciada, porque mi vida es un desastre sin solución, porque no me gusta mi trabajo y porque después de veinte años sigo estando en el mismo sitio. Sigo siendo invisible.

Escucho un ruido que proviene del comedor, tal vez sean ratas, se me eriza la piel... Entro. No oigo nada. No veo a nadie. No hay ratas... O al menos a simple vista. El comedor no tiene ventanas, sólo mesas alargadas y sillas. Entro en la cocina, es fea, pequeña, cuadrada, en una pared están los fogones, a su lado la nevera, al fondo una pared que finaliza con unas ventanas alargadas y estrechas. Tal y como yo recordaba no tenían rejas, sin embargo estaban demasiado altas. No podía llegar a ellas sin la ayuda de una escalera. Ni aún moviendo la nevera y trepando encima de ella. Examino el espacio en busca de algún conducto de ventilación. Nada, sólo una pequeña campana extractora. Realmente la cocina no necesitaba más, pues el comedor del colegio nunca fue muy frecuentado. La comida siempre había sido asquerosa. No podré salir de aquí esta noche. Así pues, mejor ser práctica y comer algo. Abro la nevera y escucho entonces el ruido de las patas de una silla arrastrándose por el suelo. –Eso no es una rata– pienso y lentamente me giro. Veo a un niño de unos diez años, moreno, delgado, de cabello rizado, que me mira fijamente:
–Hola, ¿te has quedado encerrado tú también? –le pregunto.
–No, a veces estoy por aquí.
–¿Vives en el colegio?
–No, pero conozco bien este sitio.
–Entonces sabrás cómo salir. ¿Cómo te llamas?
–Apolo
–¿Apolo? Bonito nombre y original. Nombre de dios griego. Yo me llamo Alma.
–Lo sé, tu nombre también es bello.
–¿Me conoces?
–Tal vez.
–¿Vives en mi barrio?
–No. Pero eso no tiene interés ahora. Que más da quien yo sea, o si te conozco o no. Lo importante es que tú quieres salir de aquí. Y yo sé cómo puedes hacerlo.
–¿Tienes la llave de la puerta principal?
–No.
–¡Ah, ya veo ! Tienes una escalera.
–No exactamente.
–Bien. pues ya me dirás cómo puedo salir de aquí –respondo crispada.
–Te propongo un juego.
–Apolo, no lo has entendido. Ahora no quiero jugar. Quiero irme a mi casa.
–Ese es tu problema, Alma. La niña que había en ti, llena de sueños e ilusiones, está dormida y tenemos que despertarla.
–No está dormida. ¡Está muerta!
–Dormida, tan sólo dormida…Cuéntame un deseo, un sueño.
–¡Deseo salir de aquí!
–No estás colaborando. ¡Así no lo vas a conseguir!
–Vale, quieres un deseo. Que me toque la lotería, ahí lo tienes.
–Alma, relájate. Pequeños deseos, cuéntame pequeñas ilusiones.
–Está bien, total no puedo salir de aquí. ¡Qué más da, juguemos! Antes pasará la noche… A ver… Me gustaría ir de viaje a Petra.
–¿Por qué Petra?
–Porque creo que debe ser un sitio muy bonito y con mucha historia.
–Alma, haz honor a tu nombre.
–De acuerdo, de acuerdo. No te enfades. No estoy acostumbrada ¿sabes? Y tú me estás sometiendo a presión... Bueno, quizás presión no es la palabra... Pero tampoco es fácil. ¡Uf!, qué mal lo estoy haciendo. Debes pensar que soy tonta. Bien, ¿quieres que te explique otro?
–Sí, uno que puedas hacer aquí en la ciudad. Cuéntamelo con pequeños detalles, como si estuvieras dibujando algo.
–Vale, está bien. Además me encanta dibujar ¿sabes? Hummm, déjame que piense... Me gustaría pasear una noche por el barrio gótico. Una noche de lluvia, lluvia muy fina que caiga lentamente, sin pausa. Veo la luna jugar al escondite con las gárgolas de la catedral. Paseo de la mano de alguien. Vamos riéndonos, con cuidado de no tropezar, pues los adoquines negrean y resbalan a causa de las pisadas de otras huellas, de otros tiempos, de otras gentes. La lluvia moja nuestros rostros y la ciudad huele a hierba recién cortada.
–Muy bien. Este es muy bueno. Otro.
–¿Puedo ser ahora un poco menos poética y más materialista? Me gustaría tener una casa en la playa.
–Te dejo ese deseo materialista a cambio de que me describas cómo es esa casa y el paisaje que ves.
–Es una casa de madera, con dos plantas, pintada en blanco y azul. Tiene un embarcadero y cerca hay un malecón con un faro.
–¿Tú que haces?
–Salgo a pintar.
–¿Qué pintas?
–Cuadros, con paisajes de países lejanos.
–¿Tienen color? ¿Cómo son las formas?
–Los colores son imposibles, extraños, la composición no es nada pesada. Son formas etéreas, donde puedes ver dibujado hasta el viento. Y lo más sorprendente de todo es que los trazos me surgen fáciles.
–Muy bien, Alma. Lo has hecho muy bien. No ha sido tan difícil ¿verdad? Mira.

Apolo señala la pared de altas ventanas convertida ahora en una gran puerta corredera de cristal.

–Ábrela, no tengas miedo. Pasa a través de ella. Ya puedes irte.

La abro. Estoy en la ciudad. En la calle. El frío me golpea. Aturdida aún, camino hacia la avenida principal y paro un taxi. Todo lo que me ha sucedido ha sido muy extraño. Llego a casa y me doy un baño de agua caliente. Quiero relajarme, quiero desconectar de esta historia. No quiero pensar en lo sucedido. No quiero saber quién era ese niño. Ahora sólo necesito dormir aún sabiendo que no lo lograré, pues algo se remueve en mi interior.

A la mañana siguiente vuelvo al colegio. Me olvidé mi portafolios. La secretaria sube a buscarlo al despacho del Director. Me lo devuelve con una sonrisa llena de malicia:
–El Señor Director dice que pese a los años sigue usted siendo muy despistada. Me comenta que le diga que a finales de la semana que viene le dirá si acepta o no el presupuesto.
–De acuerdo. Una pregunta, ¿hay algún alumno matriculado en el centro que responda al nombre de Apolo?
–No. Lo recordaría, ya que no es un nombre muy común.
–No, realmente no lo es. Es el nombre del dios griego de las artes, que vivía en el Parnaso junto a la musas. Yo estudié Bellas Artes y antes pintaba... Y quería viajar.
–¿Cómo dice?
–No, nada, perdón, pensaba en voz alta. Repasaba mi agenda de esta mañana. Muchas gracias y salude al Señor Director de mi parte.

Me voy del colegio revitalizada. No sé quién era realmente el niño, ni cómo pude salir de aquel encierro. Pero ahora poco me importaba esto. Iba a marcharme de la ciudad, rescindiendo mi contrato con aquella empresa familiar que me deprimía. Todo había sido muy raro, tal vez mi propia mente se rebeló exigiéndome aventurarme por nuevos caminos, nuevas formas de vida. Y había surtido efecto, una fuerza regeneradora brotaba desde muy adentro haciendo que creyera en mi misma y mi sueño.

Corro hacia la parada del autobús porque lo veo girar en la curva. Subo respirando con dificultad a causa de la carrera, tomo asiento al final del mismo y comienzo a redactar mi carta de dimisión. De vez en cuando me distraigo mirando por la ventana, sin detenerme en nada en particular, para después reiniciar mi escrito. Unas risas y gritos de niños en el interior hacen que levante de nuevo la vista. Entre esos niños distingo a Apolo, va con una mochila roja colgada en la espalda riendo y gesticulando alegremente. Se abre la puerta del autobús y los niños van bajando. ¡Apolo! –logro gritar–. Gira su cabeza hacia mí, me sonríe y alza su mano con el pulgar extendido hacia arriba y gradualmente su imagen se desvanece... desaparece... Sigo sentada, estupefacta y con la boca aún abierta. Miro a los demás pasajeros que se encuentran absortos en sus pensamientos, indiferentes a lo sucedido hace apenas unos minutos. ¿Qué me está pasando?, ¿sufro alucinaciones? Vuelvo a bajar la mirada hacia el papel y reparo en las manchas violáceas de mis rodillas, señal inequívoca de un golpe. El autobús cierra las puertas y arranca.

Estrella Seoane, España © 2005

esseoane@yahoo.es

Estrella Seoane es Licenciada en Historia del Arte por la Universidad de Barcelona. Desde niña ha sido una lectora insaciable, devorando todo aquello que caía en sus manos, hecho que hoy la lleva a declarar que más que una afición es una adicción. Algunos de sus autores favoritos son: García Márquez, Michael Ende, Virginia Wolf, R.L. Stevenson y E.A. Poe entre otros. Le gusta el cine de autor y toda manifestación artística, porque entiende el arte como una reinterpretación de las diferentes realidades. En las tardes de invierno nada le hace más feliz que las tertulias con amigos para "arreglar el mundo", acompañadas de una taza de buen café. Desde hace un año asiste a talleres de escritura creativa.

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