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En el mismo lugar, a la misma hora

No levantes los ojos para mirarlo todo, como si en todo aún estuviera.
Vicente Aleixandre

Juan y Marcela fueron compañeros de estudio desde primer grado y siempre recordaban aquel día que cada uno llegó de la mano de su madre, con el guardapolvo blanco el de ella, con las tablas bien marcadas, y el de él con los botones cruzados; los dos se miraron y fue como grabar un futuro, un acuerdo de amistad firmado con la mirada, porque desde ese día fueron inseparables. A pesar de que muchos se confundieron, no fueron novios; conocieron el amor cada uno por su lado, en distintos momentos y de distinto modo. Compartieron salidas, fiestas de familia, vacaciones. Compartieron dolores y tristezas. La fuerza de uno levantaba al otro; de esa manera llegaron juntos a la meta: se recibieron. Cada uno eligió caminos distintos, ella quería ser médica, él abogado. Durante un tiempo se siguieron viendo todas las semanas, se encontraban los viernes a las siete de la tarde en el barcito de la esquina del colegio, a ninguno le quedaba cerca de su casa, pero era el bar donde se habían juntado durante los cinco años de la secundaria, para estudiar, festejar, llorar y hasta para ratearse. Cuando pasaron tres o cuatro meses, las actividades de cada uno los llevaron a verse cada quince días y un tiempo después se veían cada mes, se hablaban menos por teléfono y compartían menos momentos. Un día, los dos llorando, llegaron a la conclusión que sus vidas se separaban cada vez más y llegaron a un acuerdo: cada uno haría su vida, pero si uno de los dos necesitaba algo del otro, iría a ese bar a las siete de la tarde y se sentaría a esperar al otro hasta las ocho de la noche, pensando como resolver el problema; si el otro no llegaba, sería porque Dios no quiso que así fuera, pero no debía ser motivo de enojo o reproche. Se despidieron con un beso y con la consigna clara: "el lugar y la hora".

Apenas pasaron seis meses cuando Juan se enteró que su novia se iba con la hermana a Europa; una mezcla de bronca, tristeza y depresión lo llevaron hasta el bar; era un jueves, se sentó en la mesa de siempre a las siete de la tarde en punto y esperó, mientras tanto se hizo un planteo del panorama; cerca de las ocho, se dispuso a partir, habiendo comprendido que si su novia estaba dispuesta a marcharse, era porque no lo quería lo suficiente; se fue pensando en lo que haría y no en que su amiga no había estado a su lado en esta ocasión.

Un año después, fue Marcela la que se sentó en la mesa de siempre a las siete en punto, quería contarle a Juan que estaba por ir a terminar sus estudios a EE.UU. pero tenía miedo de viajar sola, de equivocarse. Mientras esperaba pensó que si preparaba el viaje por una agencia, la esperarían tanto en el aeropuerto local como en el de destino y, contenta con la decisión, a las ocho se marchó.

Pasaron veinte años, Juan había parado en el bar varias veces, antes de casarse, cuando estaba a punto de comprar la casa, cuando se quedó sin trabajo, el mismo día que se separó de su mujer y un día antes de irse a vivir con su único hijo a Mar del Plata. Marcela había estado cuando volvió de su viaje con un Master en la valija y una hija en la mano; nunca se casó, la crió sola; también estuvo cuando su hija enfermó gravemente, cuando falleció su padre y el día antes de irse con su hija a un pueblito de Córdoba. Juan volvió a visitar a su familia y llevó a su hijo al bar, le contó la historia de esa mesa y le confesó que siempre había estado enamorado de Marcela, pero nunca se lo dijo porque no quería destruir la amistad que tenían; no pudo disimular la lágrima que le cayó por la mejilla y su hijo lo abrazó, dejándolo llorar en su hombro. Al día siguiente, por esas cosas de la vida, Marcela entró en el bar con su hija, le contó la historia y, por esas estupideces del destino, le contó que nunca se había casado porque esperaba a que Juan se lo propusiera y que antes de irse a Estados Unidos, llegó a ir una semana seguida a ese lugar para encontrarlo y se resignó pensando: "Dios no quiso".

Doce años después, Juan leyó en el diario que la Dra. Marcela Benítez había fallecido en un accidente; la noticia le cayó muy mal, entro en un pozo depresivo y un mes después murió; su hijo se consolaba pensando "Dios los quiso juntos", volvió con sus abuelos y una tarde, por casualidad, frente al bar, miró la hora, dieciocho y cincuenta y siete, miró la mesa, estaba vacía, fue hasta la esquina para hacer tiempo, volvió, miró el reloj que marcaba las diecinueve, entró y se maldijo: le habían ocupado la mesa, una chica como de su edad lloraba sobre una pila de papeles; Juan se acercó y sin dudar le preguntó: ¿Cómo se llamaba tu mamá?

La chica se asustó y estaba a punto de contestarle una barbaridad, pero lo miró a los, ojos y cambiando de actitud le dijo:
-Marcela, y tu papá, ¿cómo se llama?
-Juan -dijo él, al tiempo que se abrazaron y se besaron, como si se conocieran de toda la vida.

Rubén Ernesto Saura, Argentina © 2018

rubensauraescritor@gmail.com

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