Yo no podía disimular mi alegría. ¡Por fin sería protagonista de una aventura real, no de las que me inventaba todas las tardes en el vaivén del sillón! Esta vez iba a desafiar a fuertes vientos, atravesaría lluvias torrenciales y salvaría a Liza. Ya me sentía en los hombros de la gente que me aclamaba: “¡Claudio!”, “¡Claudio!”, “¡Claudio!”, cuando mi hermana me llamó.
Estaba con su barrigota de nueve meses al lado de la abuela que se había apoderado del sillón, ¡mi sillón! Eso era lo único que me molestaba: abuela espetada allí horas muertas, hablando de lo cómodo que era, que si la madera era fuerte, que si su color marrón era bonito, ¡lo mismo de siempre! Y en ese día, mis esperanzas por adquirir buena suerte y poderes especiales en la mecedora eran nulas, ya que de no ser abuela sería otro miembro de la familia porque estaban todos. ¡Bueno!, casi todos, porque el abuelo hacía unos meses que se había ido al cielo. Así que me lo imaginaba junto a Papá Dios, soplando, soplando y soplando para que el “fenómeno atmosférico” –así decía el señor de la tele- no nos hiciera daño.
Carmen me dijo que Papá necesitaba mi ayuda. ¡Wao! ¡Entre tanta gente, Papá me solicitaba! De seguro era para algo que sólo yo podía hacer. Esto comenzaba bien, pensé. Lo encontré martillo en mano, mientras tío Heriberto y Roberto, el esposo de mi hermana, aguantaban un pedazo enorme de madera que cubría toda la ventana. La importante misión a la que estaba destinado fue sujetar una bolsa llena de clavos.
Cuando terminamos, habíamos cubierto la casa como Mamá hace con mis pantalones cuando se rompen, parchos por aquí, parchos por allá; lo único que éstos eran de madera.
Liza me observaba desde el segundo piso de su casa, yo le sonreía. En realidad era lo que siempre hacía cuando ella estaba cerca. Apenas le pude decir adiós porque comenzó a lloviznar, y Tío, tan exagerado como siempre, me haló por un brazo.
En casa, Papá se despedía de todos. ¡Hasta del bebé que estaba a punto de nacer (solía hablarle a la barriga de mi hermana)! Mamá le insistía que se quedara, pero Papá le respondió que era su deber, ya que de ocurrir alguna emergencia en el pueblo... y mamá no lo dejó terminar; se fue llorando al cuarto. Cuando Papá llegó a mí, dijo en voz alta que yo cuidaría de toda la familia, y me dio uno de esos abrazos que duran varios segundos. Con la capa, el casco y las botas de bombero en los brazos, vi a Papá por última vez.
La noche había sido larga y no había pasado nada, sólo una llovizna de esas que ni siquiera sirven de excusa para no ir a la escuela. Lo que sí, era que hacía mucho viento, mucho, pero Abuela, que se mecía y mecía en el sillón, todavía se quejaba del calor; estaba echando el cuento de que había soñado con el abuelo la noche anterior.
Tío Heriberto parecía un zombie frente al televisor. Aún no se explicaba como un fenómeno de tal naturaleza podía variar tanto de velocidad, primero a doce millas, luego a nueve y, en el último boletín, a seis millas por hora, por lo que todos los pronósticos acerca de la hora de llegada eran descontinuados una y otra vez.
Mamá y Roberto atendían todas las boberías de mi hermana, que cuando no tenía sed quería una almohada más rellena, o, si no, un sobito porque le dolía la espalda. Yo estaba aburridísimo de escuchar a la abuela, afortunadamente me envió a la cocina a que le buscara el frasco rosa en el que tenía las píldoras para la presión. Aproveché ese momento para invitarlos a todos (a Mamá, a Roberto, a Tío Heriberto...) a un partido de monopolio: nadie quiso, así que terminé cerca de ese caballero que para las chicas es irresistible, y le hice la invitación. Como era de esperarse, la imagen en el espejo contestó lo mismo que yo. No sé cuánto tiempo había pasado, pero en el instante que a mi otro yo le salió un doble seis que lo llevaría directito a mi hotel en el Paseo Tablado, escuché los gritos de mi hermana y a mami repitiendo: “¡Rompió fuente! ¡Rompió fuente!”
Todos corrimos al cuarto y por lo menos yo no vi nada roto. Mi hermana estaba cubierta de sudor. Su respiración y los quejidos eran tan ruidosos que me recordaron una pequeña locomotora que tuve una vez. Entonces, oí que la abuela se iría a calentar agua y comencé a celebrar. Ya me encaminaba triunfante al sillón cuando ¡zas! se fue la luz. Regresé como pude al cuarto –gateando-, no porque tuviera miedo sino porque tenía que proteger a los míos, tal como me lo había encomendado Papá; de allí no me moví hasta que Tío llegó con la luz temblorosa del quinqué.
Carmencita estaba puja que te puja y gritaba: “Papito Dios, no me dejes!” Mi cuñado, con rostro que mostraba más dolor que ella, le agarraba las manos, y en el preciso momento en que abuela llegaba con el caldero lleno de agua, el bebé asomaba la cabeza toda engrasada, como si hubiera estado arreglando un carro. Era ahora o nunca, y salí corriendo, pero, sin lugar a dudas, no era mi día de suerte: ya Tío estaba en el sillón.
Cerca de la medianoche, la porquería de huracán (porque había sido más flojo que un gallo manilo) por fin hizo que la ventolera, los truenos y la lluvia se dejaran sentir, por lo que nos vimos obligados a abandonar el balcón, en ese instante Abuela llegó y le dijo a Tío que fuera a conocer a su nuevo sobrino. Ella, feliz, volvió al sillón sin importarle la bofetada de agua que el viento, con su aullido de lobo y lamento de fantasma, nos daba. Lo que todavía me sigue rompiendo la cabeza, fue ver lo molesta que estaba por el calor, ¡si el aire era tan fuerte que la jamaqueaba! “Abuela”,le dije, “vamos a la sala”, pero ella se limitó a señalar la casa de madera en la que nadie vivía y, después de un largo silencio, me preguntó si veía la cruz blanca y brillante que flotaba. Yo miré y miré y no vi absolutamente nada. Abuela estaba loca, concluí, y me fui a ver al llorón de mi sobrino.
El bebé era feo. Bueno, para mí todos los bebés son feos, pero los demás lo encontraban bonito. Mi hermana lo tenía en sus brazos; Roberto parecía uno de esos payasos a los que nunca se le borra la sonrisa, y Tío, que siempre daba jerigonza de cualquier tema, opinaba sobre lo mucho que se parecía a Papá cuando era bebito. En eso Mamá me llamó para que sacara a Daya de la cocina y la acomodara en otro lugar. La encomienda no fue fácil, pues esa perra era tan juguetona que apenas dejaba que uno se moviera. Y de aquí en adelante todo sucedió tan rápido...
Los gritos desconsolados de tío Heriberto se escucharon por toda la casa. Estaba gimiendo encima de la abuela, que ya no se mecía. Cualquiera hubiera pensado que se había quedado dormida: tenía la cabeza caída, pero su ropa estaba todita empapada. El tío una y otra vez pegaba su oreja al pecho, le tomaba la muñeca y sus sollozos eran cada vez más fuertes. Todos lloraban, hasta creí escuchar un ladrido triste de Daya. Y pensar que yo fui el último que te vio con vida, abuelita.
Fue difícil convencer a Tío de que soltara a la Abuela. La calle se había inundado y el agua estaba entrando a la casa. Mamá había decidido que nos moviéramos a casa de Liza -¡en hora buena!- y había que actuar con ligereza. Así que tío Heriberto amarró a la Abuela al sillón, le dio un beso en la frente y le pidió la bendición.
Cuando salimos, parecía que íbamos en una de esas procesiones religiosas en la que los viejitos, a duras penas, llevan la imagen en sus hombros; es ésta, Roberto y tío Heriberto apenas podían con el viento que casi les quitaba de las manos el colchón en el que iban mi hermana y su bebé con tres sábanas más. Mamá tenía un bolso con ropa en un brazo y a mí me agarraba con el otro. Todo era tan divertido: sentir los goterones en el rostro y verlos hacer agujeritos en el agua que les llegaba a ellos a la cintura. Nuestra velocidad no era muy lenta ya que una tabla o plancha de zinc nos podía caer en la cabezota. Ya estábamos llegando a casa de Liza cuando –tal y como lo tenía pensado- me le escapé a Mamá, y grité: “¡Daya! ¡Oh, Daya!” Y con el agua hasta el cuello regresé a mi casa, solté a Daya de la pata de la mesa, y vámonos que es tarde. En el balcón quise pero no me atreví a mirar a Abuela.
Sólo me faltaba un escalón, un escaloncito para llegar. Liza me miraba con admiración. ¡Wao! ¡Arriesgar su vida por salvar a la perrita!, pensé que ella pensaba, por lo menos hasta ese momento. Pero no sé por qué rayos tuve la mala pata de tropezar no sé con qué... y fue precisamente ella, ¡Liza!, la que evitó que yo tragara más agua, y hasta hay quien dice que mi perra Daya la ayudó. Desde ese momento me oculté en el lugar más recóndito de la casa, y le pedía a Papá Dios que abriera la tierra para que me tragara.
En la casa de Liza estaban pertrechados casi todos los vecinos, ya que era la única casa en el vecindario con dos pisos. Yo no sé nada, nadita de construir casas, pero algo malo pasaba en aquélla que se estaba inundando de arriba hacia abajo: de la escalera que conducía a los cuartos el agua bajaba como en cascadas. Entre todos tuvimos que hacer una cuadrilla de emergencia con mapos, pedazos de tela y cubos. Yo estaba con Liza llevando cubos vacíos de un lado a otro. Era una labor de equipo que parecía que nunca iba a acabar.
Tío Heriberto tenía uno de esos paños, y secaba el agua que se filtraba a través de la única ventana que no estaba cubierta cuando vio algo que le pareció familiar y que se iba con la corriente de la inundación. Casi se tira del segundo piso de no ser porque Liza, Roberto y yo lo sujetábamos. A nuestras espaldas se formó un caos de gritos y sollozos, y yo me olvidé de Liza y lloré con todas las fuerzas de mi alma, mientras aguantaba el brazo de mi tío y veía como se alejaba mi Abuela.
Al que no pudieron detener fue a Papá, que desde el techo de la estación de bomberos (para ellos fue más problemática la inundación) reconoció de inmediato a la Abuela. Los otros bomberos le dijeron a Mamá que ellos también se lanzaron, sin embargo, no pudieron hacer nada por su compañero, que sí había podido llegar al sillón, pero que rápidamente se convirtió en un punto cada vez más pequeño en el horizonte.
Ahora estoy aquí, desde el mismo lugar en el que vieron a Papá y a la Abuela alejarse hasta desaparecer. De eso han pasado varios años, y es mi sobrino, el que nació en medio de los ventarrones, y el pobre que lloró más por su nombre (una combinación del de Papá, la Abuela y el huracán) que por la primera palmada, el que está alegre y emocionado ante esta nueva situación.
Yo, por mi parte, espero; sigo esperando para ver si con el viento, la lluvia y la inundación, regresan Papá y Abuela en el sillón.
Carlos Esteban Cana, Puerto Rico © 2010
cfenixcana@yahoo.com
Escritor y comunicador puertorriqueño. Creador del boletín En las letras, desde Puerto Rico. Fue fundador de la revista de creación y colectivo Taller Literario. Se ha desempeñado como Coordinador Editorial para el Instituto de Cultura Puertorriqueña, así como Coordinador de Medios para El Sótano 00931. Colaboró junto a Julio César Pol, Loretta Collins y Nicole Delgado en la antología Los rostros de la Hidra. Una muestra de su narrativa y poesía se encuentra disponible en diversas publicaciones cibernéticas.
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