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English love

El domingo vino M. No, no fue el domingo, fue el sábado, estaba comiendo con mamá (yo) y alguien echó algo debajo de la puerta. El perro negro, es un chow chow, aúlla y nos avisa que alguien ha venido. La muchacha recoge un papel y me lo da, será, me digo, uno de esos anuncios habituales, de los que hacen propaganda de un refrigerador, una venta de ropas navideñas, la instalación de un interphone. Lo veo, es un billete ¿amoroso? de M., sin lacrar, en papel corriente, con caracteres precisos, formales, impecables, letra clara, elegante, inglesa, denominada justamente así, caligrafía inglesa, lograda a base de paciencia, trabajada a pulso por las maestras-matronas de las public schools, armadas de reglas para castigar a los niños si no escriben con elegancia, absoluta limpieza y precisión (añoro una maestra así, basta con ver mi caligrafía para comprenderlo).

No le di mucha importancia, al leerlo vi que era una extraña declaración, bastante literaria y para colmo de males o de bienes, depende de qué lado se tome, aludía, como si lo conociera, a un libro de Graham Greene, Travels with my Aunt, y la dicha tía era igualita a mí, ¿no te lo habían dicho?, pues ¡claro que no!, cualquier semejanza con cualquier tía es pura coincidencia. Bueno, así las cosas, seguí comiendo, atenta al idilio frustrado de mis perros: ella es aún muy chiquita -aleonada, cariñosa, tragona-, él, negro, huesudo, despeinado, ella en celo, él, enamorado y, por desgracia, separados, como Tristán e Isolda: se miran, a través del cristal de la ventana, aúllan, rascan, se lamentan, me parten el alma. Miro el recadito, me da nostalgia, no encuentro nada parecido a una pasión romántica y sin embargo mis perros la están viviendo en carne y hueso. El recadito no sólo está escrito con una buena caligrafía inglesa sino que es de un inglés y par dessus le marché, espía, como Graham Green, viajero como Graham Greene, católico y literato como Graham Greene, distante, educado en Public School, en Eton y luego en Cambridge, naturalmente; habla con acento cerrado (aunque vive en México hace más de veinte años), las erres vocalizadas y aspiradas, apenas si mueve la boca cuando pronuncia esas palabras de amor, ¿son palabras de amor? ¿así las escribirá? ¿sin separar apenas la pluma del papel como pronuncia las erres? Bueno, vámonos con calma, en el billete se me anuncia que se me ama, bueno, no, nunca se menciona la palabra, el billete se la traga como él se traga las erres, pero se me pide que hagamos un viaje, se me asegura que se me guiará por los meandros laberínticos de mi propia ciudad y por lugares que seguramente no conozco, no lo dudo, pero debo confesarlo, me entra un poco de pánico, por eso de los viajes, por eso de la tía, por eso de la perfecta caligrafía inglesa.

Dejo pasar los días, y cuando por fin me decido y le hablo, no está. Le dejo un recado en el contestador y en la tarde me habla por teléfono, en un muy buen español. Me dice que vendrá por la noche, pero no está solo, se disculpa, viene con una famosa escritora inglesa, si no tengo objeción. No, puedes venir, si quieres, contesto. Mis perros siguen separados, tristes, la perra siempre en celo, con un celo joven, intacto, aún virginal. El perro le lleva tres años, pero también es virgen. Mientras hablo con M. por teléfono, los miro de reojo, entristecida, no me lo explico ¿es por que no vendrá solo? ¿por qué los perros también están tristes? Esa misma noche, tengo otra fiesta en casa del amigo mexicano de otra amiga inglesa de visita en México (nos adora, nuestro sol, nuestro mexican romance, el entusiasmo que despierta en la plebe, - ¿los albañiles? ¿los peatones? ¿los niños-fresa?).

Me arreglo, cuido de no estar muy estridente, muy mexicana, no demasiado dressed up, ilumino discretamente la casa, espero, el idilio frustrado me entretiene, ahora está la perrita dentro de la casa; en el jardín, el perro. Los aullidos continúan, como mi espera... 7 y 10, aullidos, 7 y 25, aullidos, 7 y 43, aullidos, 7 y 50, el timbre. Llega, apenado, con él una inglesa gorda, despeinada, rubicunda, los senos le llegan hasta las tobillos -¿Travels without Maps de Graham Greene, negras desn udas, inglesas jardineras?- falda floreada de fondo indefinido, blusa azul, vestido ideal para un día de lluvia en Inglaterra y para trabajar con las rosas del jardín en un día lluvioso mexicano sin rosas: no vienen solos, aparece otra inglesa, de paso po r México antes de regresar ¿a Ecuador? ¿a Perú? ¿a Bolivia? donde su marido tiene un cargo oficial y a donde se dirige luego la señora gorda. Va vestida con los restos de una herencia victoriana, el pelo corto, peinado a la matrona, engominado, un sweater de cashmere azul marino, blusa blanca, perlas (cortas) al cuello (también corto), falda escocesa, verde, blanco, azul marino, zapatos mocasines con un pequeño tacón, acaba de regresar de Inglaterra, donde ha dejado a sus hijos en several public schools, según las edades; le pregunto ¿Cómo en las Torres de Mallory? sí, they're going to have a lot of fun. Han hecho varios hijos para mandarlos a la boarding school, para que aprendan a dejar recaditos con caligrafía impecable semejante al que me ha dejado a mí M., quien cuando entra aprovecha que las mujeres van caminando hacia la sala para darme un beso sorpresivo en plena boca. Luego, se sienta enfrente de mí con sus dos señoras típicamente inglesas, vestidas de manera diferente pero atrapadas por igual en la implacable pirámide de la lengua, en la pronunciación típica de la public school como me dirá varias semanas más tarde un escritor inglés al lado del cual ceno, sentado junto a su formidable esposa y a varios mexicanos que pronuncian el inglés a la desfachatada manera de los americanos que comen Kansas City Steak. M. toma un whisky en las rocas, la escritora va por su segundo whisky con un poco de agua fría, la otra toma un sherry, medium dry, hablamos de los hijos, de los suyos (los de la señora victoriana), de los míos que no soportaron los boarding school ingleses y al persistir en ese bajo continuo, ese murmullo imperceptible que pasa por los dientes entrecerrados, el del upper stiff lip (hombres y mujeres) mi inglés se va deteriorando, cada vez más, cada vez más un murmullo lastimero, perdido entre los aullidos continuos de los perros; me levanto, dejo en vilo la conversación, abro la puerta, dejo entrar al perro y, rápida, hago salir a la perra, disfruto melancólica de su amor frustrado, lo entono al ritmo del mío, cada vez más frustrante, tímido, callado. ¿De qué raza son? pregunta una de las dos inglesas, son chows, y luego encadeno rápido para colmar el vacío: ¿Quieren más sherry, más whisky en las rocas o con agua fría (aunque no tengo más que hielos y agua tibia)? La escritora empieza a hablar de animales, pero no de perros, menciona a las gallinas y a los gallos, habla de su sexualidad, su acento es tan perfecto, tan cerrado como el de M. o el de Lawrence Olivier. Ya no los comprendo, los desatiendo, escucho el lenguaje de mis perros, y atrapo una frase aquí, otra allá, la escritora clasifica, enumera métodos distintos para descubrir los géneros (gender) de los gallos, los de las gallinas: basta simplemente con meterles mano lo que llevan colgando entre las patas o entre las plumas y lo dice con solemnidad, con elegancia, con su impecable pronunciación y su falda floreada. De repente, de manera imperceptible, cambia la conversación, los perros se siguen mirando por la ventana, rascan, aúllan, y el perro en turno se frota contra mis rodillas, me rompe las medias; la señora de los senos caídos me pregunta con filosofía, con lógica clasificatoria, precisa, aristotélica, si mi Santiago es de madera o de cerámica, no sé muy bien, respondo, porque está estofado, es del siglo XVIII, eso sí, es de madera antigua, lo encontré en Antigua, Guatemala, sigo diciendo, al tiempo que bebo mi segundo sherry: Caemos sin sentirlo en una honda disquisición acerca de maderas, su calidad, sus vetas, sus colores, sus propiedades. La madera de cerezo es roja, digo, no, contesta la de la falda floreada, entonces la de cedro, tampoco, asegura. Estuvo en Nueva Inglaterra (ésta es la primera vez que viene a México, en realidad es la primera vez que pisa Sudamérica, a América ha ido muchas veces) y estuvo tomando un refrigerio (quizá whisky con agua) en una terraza maravillosa, remacha, como decía el Padre Bartolomé de Las Casas cuando no sabía cómo descri bir algo muy bello, algo extraordinario, le faltaba lengua para decirlo y usaba sólo la palabra maravilla como esta filósofa o escritora de los senos caídos que habla conmigo y con M. y con la otra señora inglesa posvictoriana, mientras mis perros enamora dos aúllan su frustración y los hijos de la esposa del funcionario se acostumbran al internado. La veranda o la terraza era de madera, de madera maravillosa, sin teñir, sin barnizar, solo pulida y su color gris, dice triunfante, como cuando la luna ilumin a algo y deja un rastro plateado, luminoso, así, igualita, era la madera, maravillosa, el cedro -insiste exultante-, no es rojo, es gris, gris acerado, argentino. Un silencio largo. M. no habla, los perros parecen resignados, la señora de los hijos instal ados en several public schools sorbe su tercer sherry, yo me sirvo otro, le sirvo más whisky -débil- a la inglesa que ama las maderas y las clasifica como seguramente clasificará los lenguajes y las razas humanas. Yo me maravillo cuando empieza a h ablar de maderas que no se pudren; alzo la vista y veo las vigas podridas, apolilladas de mi techo, y al maravillarme caigo en la imitación más servil de la inglesa cuando a mi vez imito al Padre Las Casas o a Colón maravillados ante el paisaje americano, o ante la inocencia paradisiaca de los indios, y hasta oigo a las termitas destruyendo las maderas corrientes de las vigas de mi casa que parece antigua pero que no lo es. La conversación vuelve a languidecer, me he perdido en el color de las maderas, en la corrupción que las amenaza: la conversación se deteriora, interrumpida de repente por un aullido lastimero, ahora es la perra la que está dentro de la casa y el perro en el jardín, M. tartamudea, arrastra las erres, mejor dicho, ya lo he dicho, se las traga, como yo quisiera tragarme a las termitas antes de que destruyan todas las vigas de mi casa, y anonadada por ese pensamiento, los aullidos, el tercer sherry muy dulce, el acento murmurado, la corrupción, pierdo totalmente el hilo. M. se levanta, se disculpa por haber llegado tarde -es ya un mexicano cualquiera-, o uno de los empleados que en los altavoces de la estación de Paddington, Victoria o Liverpool Street vociferan sus disculpas, avisando que el tren de las 5 en punto de la tarde no llegará a las cinco en punto; aprovecho el instante preciso en que M. se disculpa y se acerca a la puerta flanqueado por sus formidables inglesas para reiterarles la invitación a la fiesta de mi propia inglesa, la grandota, la muy simpática y alivianada güerota c on piernas de obrera, perfecto acento de public school y gran sentido del humor (inglés). No, me dicen, les parece impropio caer así nada más, sin invitación, en una fiesta, prefieren irse a cenar, ¿no quiero ir con ellos? nnno, gracias, es tarde, no podría soportar una conversación interminable sobre maderas, la lluvia, o el sexo de las aves ¡no, mil veces no!; los acompaño hasta la puerta, la escritora se detiene ante la escultura de mi ángel de la guarda, la observa con cuidado la toca ¿de qué m adera es?, de pino vulgar, respondo, y por ello se corrompe. El idilio entre mis perros sigue en la misma proporción, el mío termina así, entre los colores y la corrupción de la madera y un beso soslayado, a media puerta. Le hablo a M. al día siguiente, m e ha dejado muy frustrada, acaricio el papel (revolución, obviamente, sin grabar), no contestan en su casa, hablo al día siguiente, tampoco me contestan y durante varios días permanezco perpleja, incapaz de descubrir el simple y elemental misterio del col or de la madera y el rostro del amor inglés, soy un remedo simple y obtuso del infalible Watson sin Sherlock Holmes.

A la semana siguiente ceno con otro escritor británico famoso, ha recibido muchos premios, hasta el Nobel: departimos, bebemos, la conversación deriva hacia la literatura, alguien le pregunta si conoció a T. S. Elliot. Más o menos, contesta, una pausa y agrega: compartimos la misma editorial, y una vez en un cocktail donde coincidimos durante una hora habló solamente de paraguas.

Mis dos perros ya están de nuevo juntos, se muerden, se olisquean, se lamen, están felices. Guardé el recadito entre mis pañuelos. No he vuelto a saber de M.

Margo Glantz, México © 1992, 1997

Margo Glantz nació en la Cuidad de México. Es ensayista, narradora y traductora. Obtuvo las maestrías en letras modernas, historia del arte y teatro en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y el doctorado en letras en la Universidad de París La Sorbona. Junto a su trabajo como profesora en distintas instituciones, ha ostentado importantes cargos oficiales: directora general de Publicaciones y Bibliotecas de la Secretaría de Educación Pública, directora de Literatura del INBA y agregada cultural de la Embajada de México en Inglaterra.

Ha publicado antologías, crónicas, biografías, traducciones e innumerables ensayos. Obtuvo el premio Magda Donato en 1982 por Las genealogías y el Xavier Villaurrutia en 1984 por Síndrome de naufragios. Sus obras de ficción incluyen una n ovela, Las mil y una calorías (Premià, México, 1978), y dos colecciones de cuentos: Doscientas ballenas azules (La Máquina de Escribir, México,1979) y Síndrome de naufragios (Joaquín Mortiz, México, 1984).

Margo Glantz fue visiting professor en Princeton University durante la primavera de 1997 y fue entonce cuando contribuyó con este cuento para Proyecto Sherezade.

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