Mi abuelo David era músico. Seducíase sin hablar; me
educaba en la moral de los acordes solidarios, la perennidad, la
indiferencia de los eslabones, sones, el eco, el ritual de la consumación.
Dicen que religión es el impulso a ligarte con un objeto
de deseo o devoción. Que es cada actitud que abre un canal
recóndito entre realidad y añoranzas, para religarte, reunirte
con la imagen mentirosa del espejo que no es.
El arpa sonaba permanentemente en aquel sucio santuario, detras de la cocina de la vieja casona; donde el abuelo David guardaba objetos inverosímiles que, se suponía, todos debíamos creer que el había utilizado alguna vez. Una sierra intacta aunque oxidada, un martillo de hierro, siempre los mismos dieciseis clavos tirados como al azar en que fueron dejados cinco eternos minutos atrás al ser interrumpida la tarea; un acordeón con el fuelle deshilachado, un banquito cómplice de carpintero sobre el que se apoyaba a la hora de rendir tributo a la libertad en los sonidos que despegaban de su arpa, desde aquel su armario encorsetado, sacro refugio en que el cielo se dejaba tañir por una inmensa devoción.
El arcoiris geminiano era nubes de pavor que inundaban la azotea suplicando, en nombre de los de más arriba, que el arpa los dejase por fin en paz, que no los convocara a las regiones de más abajo con un influjo que no podían resistir. Pero mi abuelo David insistía: ¿cómo vencer al Goliat de cada día sin los disparos certeros del arpa doblegándole hasta sumirlo en la profusa letanía del arrepentimiento sin final? ¿Cómo ejercer el sacerdocio sin altares, sin ofrendas, sin el lenguaje que utilizaba dios para hablarle, en el movimiento ligero de sus dedos?
He oído que el aprendiz de sabio tiene vedados los caminos de la profecía, que la divinidad queda reservada para la inocencia aunque aquélla pueda mirarla, contemplarla, analizarla, anhelarla, añorarla, instaurarla. He oído que Moises supo predicar la verdad y la belleza para su pueblo, mas hubo de subir desde la tierra hacia la profundidad con su mirada clavada en la belleza de unas mieles en que sus huellas jamás se marcarían.
Recuerdo a Tamara, la amada de David, horneando colores que saborearíamos cuando las religiones fónicas hubiesen agotado nuestras mas terrenas energías. La corona de Orfeo custodiaba entonces, hasta la siguiente oración, nuestros nombres musicales, y un arcilloso abuelo con su nieto se avenían a tomar del cáliz del mas acá, en los aromáticos platos que mi abuela ofrendaba a su dios amor. La sangre nos hervía entre ajos y claveles, té de rosas, almizcle silvestre y alcaparras de la huerta, ováceos alimentos que unían a las gallinas del maizal con su naturaleza primordial, carnes hábiles a la hora de humanizar los paladares nuestros, sonrisas al fin en que mi abuela Tamara, esposa y hasta madre quizá del soñador David, conversaba a su manera con los tornasolados acordes que alguna forma del destino había vertido para la eternidad entre sus senos.
Solo el palio nupcial redimió a mi ignorancia de comprender el maravilloso mundo de Tamara. Cardos, hojas de parra, pimientos rojos y verdes y sucios, paltas y guayabas y lechugas y la mar de frutos de la tierra, devenían semillas de celestialidad al paso de su arte y de sus manos; sabían a pociones lúdicas con que el universo este nos premiaba por resistir nuestra propia deificación, por conocer los caminos que no recorrería jamás una estatua de sal, por mayor Sodoma que hubiese sabido abandonar.
Tamara, a diferencia de mi abuelo David, jamás revelaba sus secretos. Eva, mujer como aquélla capaz de engendrar hombres entre los vértigos de su vientre, era también la Lilith hábil para medirse con demonios; virilmente inducía en nosotros un sentido práctico con el que los problemas de la vida se solucionaban meripopinícamente, sin llegar a desdeñar las largas horas que disfrutaba el arpa tocando su música en nosotros.
David tañía entonces las cuerdas de su mujer, y el objeto de devoción ajeno a mi niñez incandescente se hacía otro, común a ambos, y tomaba posesión de sus miradas y de sus rezos y de sus besos, y la religión toda devenía alcoba por el ojo de cuya cerradura no lograba oír, yo, espía y traidor a la púdica sacralidad del ritual sublime, más que una música que parecía una insólita combinación de arpas y cacerolas, de la que no menos las unas que las otras parecían presentes y ausentes a una vez.
Barbas copiosas y años debieron pasar por mi mentón para que comprendiese la paz verdadera de David, mientras Tamara horneaba incansablemente arpas con que saciar su ansiedad de ser. Había un arte salobre en la gelidez de sus esperas sin final, en el gesto con que empuñaba los cántaros de miel para comparecer siempre ancla ante el altar de la liviandad. "Ayuda frente a él" es la traducción que más me gustó para el versículo del Génesis en que el Creador forma a Eva para paliar la soledad de Adán. Ayuda. Ancla. Morada, cobijo, útero recóndito del que saliste y al que por siempre anhelas regresar. Ayuda sabia que te recibe y ve por ti cuando tienes los ojos cerrados, como gustaba hacer David y preguntarle a Tamara que percibía en derredor.
Entre una y otra loma yacía una choza, en cuyo centro se erigía la inteligencia de Israel abarrotado de letras y números y signos y tinieblas y memoria, y colores de lo adverso a los que el óxido de los años iba tiñendo de perverso. Crepusculaban en la cabaña a cada hora soles ignotos, cuya sangre llovía bajo el alféizar haciendo brotar chispas que se disolvían en la soledad.
Israel combinaba letras y luces y carneros y poesía y videncia con el amor amante de su amada Dalila enamorada. Dalila barría concienzudamente las brumas que mi abuelo esparcía en derredor y sorbía los jugos que fluían entre las brisas de papel y las telas coloridas que pintaban la vida de Israel.
El éxtasis se sumía en mi abuelo y saltaba a través de sus pinturas hacia las tierras oleadas y esbozadas sobre la tela. Cada puerta llevaba el nombre de una letra de color, y entre todas gozaban la exclusividad de conformar un cosmos mágico y consistente que abarcaba el universo sin exceder los confines de la cabaña.
Justo antes de que Dalila cumpliese su designio, mi abuelo Israel logró pintar el arpa y saltar al tallercito, para tornar a una carne a mis progenitores sobre cuyo regazo encarné, luego de siglos de cultivar en vano el verbo escrito.
Y fue cuando escuché el arpa y vi las puertas, que aprendí del poder de la palabra, cuando la pureza de que adolezco se hace verbo en la voluntad de quien deviene creador. Nada peor para un fausto que ser ignorado por el diablo. Nada peor a saber que por saber demasiado has olvidado el sabor de lo que sabes, y no sabes a qué sabe cuanto sabes. ¡Cuán espantoso sufrimiento se necesita para derribar cada día los ídolos que la noche ha depositado en el espejo!
Daniel I. Ginerman, Montevideo - Uruguay © 1996
diby@multi.com.uy
Daniel I. Ginerman, uruguayo, ha realizado estudios rabínicos en Jerusalem, ademas de estudios e investigaciones en filosofía y letras. Ha ejercido por varios años la docencia, especialmente coordinando talleres de reflexión en el marco de programas de educación secundaria y terciaria, y ha trabajado en planificación de reformas metodológicas para la educación pública en Uruguay. Actualmente, se desempeña como periodista, colaborando con varios medios de su país en temas relacionados con la cultura, así como con el banco de datos de oportunidades de becas, subsidios y demás que administra. Sus principales referentes filosófico-literarios son, entre otros, Borges, Kafka, Aguinis y Jarry, en tanto su propia literatura busca simultáneamente el desahogo de una pasión irrefrenable y rescatar un poco de cosmos de en medio de su propio caos existencial.
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