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La Estefanía

Sueño frecuentemente que camino alrededor de mi sombra y, asimismo, con esa cuerda que aparece sobre la taza del wáter.

Entonces, en el mismo momento en el que advierto la cuerda, caigo en la cuenta de que llevaba un tiempo perdida. Este sueño, noche tras noche, todas las putas noches, me da los buenos días con la distinción del bigote tieso de una rata, pero ahí no acaba la cosa. Desde un resquicio de mi mente surge la imagen de una cuerda muy diferente que viene a sustituir a la primera visión. Distinta porque se me antoja más habitual; radiante, asalta mis sentidos; bajo su influencia se abren los poros de mi piel y percibo una adherencia semejante al bochorno de un verano pegajoso.

Al comparar ambas cuerdas es palmario que ha transcurrido un tiempo considerable entre ellas. Pareciera que una grasa se hubiera concentrado alrededor de la cuerda más familiar hasta acabar formando una espesa capa que la cubre en su totalidad. Una capa que ha ido confiriéndole un tono gris, cuya contemplación me llena de un regocijo inusitado, de home sweet home, sin saber muy bien por qué.

Tras el sueño, cuando abro los ojos por la mañana, lo primero que alcanzo a hacer es pretender buscar la cuerda sobre la mesita de noche. Deseo apretarla con todas mis fuerzas y comprobar in situ si entre el detritus se puede exprimir algo de vida. Siempre fracaso en mí intento y no es porque mis dedos se muevan con la soltura de unos tentáculos amorfos y flácidos. Simplemente la cuerda nunca está. Me despierto todos los días pensando que va a estar, pero la cuerda no estuvo ayer. La cuerda no está hoy. La cuerda no estará mañana. Nunca está.

Es cuerda porque ata. Alma ata, podría hasta la de Trump o la de Torrebruno y, desde luego, la de la Estefanía, aunque ella se dejaría atar con el ímpetu de un huracán degradado a tormenta tropical; cual elefante que caminase hacia atrás sobre una escoba de papel.

“Nada puede atar con mayor vigor que una mecha de pelo reconvertida en cuerda grasienta y seca para cazar hormigas”. Esto me lo insinúa el enterrador en el sueño, sin mover los labios y con un sombrero que le tapa los ojos.

La Estefanía me quiere atar desde un foso que flota sobre cenizas de mandíbulas de hormigas.

“Ate usted a la Estefanía antes, no vaya a ser que ella se adelante con sus huesos de polvo para arrancarle una mecha de pelo a usted. Las hormigas han venido para quedarse”. Esto también me lo comunica el enterrador sin ojos, con la boca cerrada.

Durante la cremación yo observé, observo y observaré una hormiga. Escribo el pronombre ‘yo’ porque me consta que solo yo vi a la hormiga. Solo una y nada más que una. Yo. La hormiga camina sobre el ataúd donde reposa la Estefanía. Por el enterrador sé que quiere a la Estefanía. El brillo de su cabecita se detiene cada instante en constante búsqueda; lágrimas esparcidas sobre el ataúd atraviesan cada pequeño resquicio con el objeto de derramarse sobre los sellados ojos de la Estefanía. Quiere penetrarlos. Abrirlos. El enterrador me susurra que la hormiga desea convencer a la Estefanía de que no llega tarde, que está allí para ella, que su encuentro no está truncado. El enterrador me da la espalda y me transmite: “A todos se nos acerca un insecto para anunciarnos el gran secreto de nuestras vidas. Debemos estar despiertos para advertirlo y actuar en consecuencia. No hacerlo supone desviarnos del sentido de la vida”. Cuando llegó el insecto de la Estefanía ella ya había caído. No se sabe quién de ellos dos había llegado tarde. Desde luego yo no estoy dispuesto a demorarme más.

No importa que se me vea tembloroso al acercarme al ataúd con los ojos agonizando por no sucumbir entre lágrimas. Tampoco importuna que estruje la hormiga con mi dedo índice contra la madera del ataúd. Seguidamente, abro la mano de la Estefanía y cuidadosamente sitúo restos de hormiga en la palma; mis dedos ágiles se tornan en tijeras que seccionan diligentemente un mechón de pelo de la Estefanía.

El homenaje es perpetrado: soñar el sueño de la cuerda cuerda. Las veces que haga falta.

La Estefanía ata. La hormiga ata. La Este ata a la hormiga. La hormiga ata a la Fanía. Yo quiero ser atado por la FaníaEste y por el enterrador. Yo quiero ser atado por la hormiga. De este vínculo de apegos miserables me nutro. Con mi dentadura putrefacta arrojo esputos de sangre todas estas mañanas hambrientas; entumecido por los golpes que me propina el recuerdo del mechón de pelo de la Este, reconvertido en cuerda cuerda para cazar hormigas.

Reflexiono en torno a las palabras del enterrador; envidiable vínculo es el de la hormiga y la Estefanía. Están destinados a conocerse y por mis cojones que así va a ser. Esto no puede quedarse así. De rositas no, es que no. Yo me adelanto, yo sé más, en sueños yo soy y el destino no, yo los uno, los vinculo.

Ahora que la Estefanía yace junto a su insecto, ambos calcinados en la gloria bendita de su relación, a mí no me queda más que rogar acercarme más a ellos cada noche. Es por ello que el sueño me despierta todas las mañanas cual eructo producido por un gazpacho hastiado de ajos. Con la mecha de la Estefanía yo debo cazar hormigas. No hay más. Cuantas más hormigas atrape más me acerco al insecto y a la Este en el plano de los muertos y, estoy convencido, en el plano de los vivos. Solo yo en el universo tengo la responsabilidad inmensa de vincular ambos planos y procurar que un representante del cuerpo de la Estefanía, es decir, una mecha de su pelo, se impregne de hormigas todos los segundos, horas, días, semanas, meses, años que a mí me queden de vida.

Me acuesto al encuentro de la cuerda cuerda para cazar hormigas.

Gabriel Garrido Parent, España © 2019

gagapa@hotmail.com

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Gabriel Garrido Parent es licenciado en periodismo y trabajó en el Reino Unido en varios medios de comunicación, antes de adentrarse en el mundo de la educación. Actualmente se dedica a la enseñanza de inglés en una Universidad en Madrid. En sus ratos libres escribe y compone música.

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