En la infancia los extraños nos son prohibidos por temor al dolor. Y suelen ser esos extraños quienes develan historias que pintan el alma. Este relato no se origina desde las historias de antaño que cuentan los abuelos. Quizá sea mi resistencia al canon por develar sucesos de personajes permeados por este mundo chambón y jodido. Un mundo que nos enseña a desconfiar hasta de nuestra propia sombra, de ese otro que tiene tanto por decir; de ese decir que tanto me apasiona en ires y venires.
Y en esos ires y venires conocí al extraño. Un extraño que desde la primera conversación logró toda mi atención, atención que siempre he dado a aquellas situaciones que logran romper con mi monótona vida. El extraño, que tiempo después me enteraría de que su nombre era Agustín, me abordó en el parque de los novios, al preguntarme la hora de ese viernes lluvioso y sombrío en el que faltaban diez para las cuatro y, como siempre, mi manía de llevar libros para evadir ruidos hizo que el extraño empezará hablar de sus años de bohemio en el centro de la ciudad, de su amor por el inolvidable Andrés Caicedo y ese existencialismo que poco a poco culminó con su vida. Agustín, quien ahora era mi amigo e hizo que ese viernes fuera mágico, un hombre que hablaba con tanta propiedad de la literatura, la música, la pintura y el cine, años atrás estuvo involucrado en la delincuencia; a sus 17 años mi adorable extraño ya sabía lo que era sobrevivir en las calles de Bogotá, al pertenecer al hampa, ese hampa que lo convirtió en padre no una sino cuatro veces, intentando un porvenir para esas vidas que no pidieron llegar, conoció el mundo de las drogas y la violencia intrafamiliar, en esa impotencia de no lograr lo que tanto añoró de niño, y en ese bifurcar de caminos del que tanto habla mi amado Borges se perdió para encontrarse una mañana con el espejo.
Esa mañana mi extraño amigo descubrió que habían pasado treinta años de desaciertos; era tiempo de cambiar y convertirse en un resiliente. Y la biblioteca Luís Ángel Arango sería la primera en ser testigo de ese cambio, llevaba asistiendo nueve meses, en los que conoció a un Neruda soñador, a una María Luisa Bombal que se extinguió en el alcoholismo esperando el premio nacional de literatura chilena, a un Cortázar que veía a Buenos Aires desde París, a un García Márquez que dejó el rastro de su sangre bajo la nieve, a un Benedetti intentando hacer una tregua entre Laura y Martín, a un Andrés Caicedo que se le fue la vida diciendo viva la música. Fueron tantos genios los que descubrió Agustín que ahora su vida giraba en torno a esa biblioteca, en la que una noche de septiembre conoció a Lucía.
Lucia era una apasionada por los libros, la música, el cine, la educación, el teatro y las tardes de lluvia. A sus treinta años no sabía lo que era tener un amor que la hiciera olvidar los principios que le habían inculcado desde niña en su familia y en la iglesia a la que asistía. Agustín, desde que fijo su mirada en aquella pequeña y dulce mujer, no pudo concentrarse en sus lecturas como lo había venido haciendo meses atrás; se decía una y otra vez que tenía que hablarle, saber quién había detrás de esa apasionada lectora. Así, pasaron los días y mi extraño aún no encontraba la forma de abordar a la bella Lucía, pero cuando se está destinado a estar no hay nada que lo pueda detener.
Esa tarde en la cafetería de aquella biblioteca que había venido siendo cómplice de sus miradas, Lucía se acercó a la mesa de Agustín con la excusa de preguntar sobre el libro que se hallaba en la mesa. Agustín atónito no podía creer que aquella mujer con la que llevaba soñando desde hacía un mes estaba frente a él, su voz y toda ella; era como su sueño la había recreado.
Ese fue el comienzo de las conversaciones que tiempo después se trasformarían en un amor sin límites. Sí, mi querido extraño se había enamorado perdidamente de esa lectora compulsiva que tenía una particularidad; amaba a Agustín pero el amor de su vida era Dios y no le fallaría aunque esto implicara dejar de lado a mi amigo, a mi extraño. Era tan grande el amor que los dos se profesaban que decidieron jugársela por un nosotros, al comienzo esta historia de altos y bajos estuvo en la cima, en el clímax dirían los amantes clandestinos.
Y sí, lo estuvo, pero recordemos que nuestra querida protagonista tenía un amor sin fronteras por Dios. Aquella noche en que Agustín le habló de sus deseos incontenibles de hacerle el amor, el rostro de Lucía se pintó del más tierno carmesí, acompañado de un palpitar que nunca su corazón había sentido. En aquella mujer se había incendiado un volcán que no encontraba manantial para refrescarlo, Mi extraño insistía una y otra vez en sus deseos de que fuesen uno solo. Lucía, quien también deseaba ser suya, le recordó que al pertenecer a su iglesia no podría intimar con ningún hombre a menos que este fuese su esposo.
Esa noche ella le preguntó a mi extraño si estaría dispuesto a ser su esposo y de esa forma poseerla. En medio del llanto, Agustín alzó su mirada y le dijo: “Lucía, es cierto que te amo como nunca pensé amar a una mujer. Antes de ti hubo varias pero ninguna lleno mi corazón de paz como tú. Nunca he creído en el matrimonio como la afirmación del amor, el amor no puede ser medido por nada, es un arte. Y creo que no estás dispuesta a vivir en el arte porque tus prejuicios, tus miedos y el amor sin control que tienes hacia Dios, anulan el amor que dices tenerme”. Ella lo miro entre lágrimas a los ojos, tomó sus libros y se fue…
Al día siguiente, mi extraño corrió a la biblioteca a buscarla y Lucía no fue. La incertidumbre de no volver a verla se había apoderado de Agustín, quien decidió no pasar el día no con sus amigos los libros, que le recordaban su ausencia, sino con la música de Vivaldi, que le hacía pensar que ella jamás se había ido. Esa noche alguien golpeó fuertemente la puerta, mi extraño bajó rápidamente las escaleras con la esperanza de que Lucía estuviera ahí; para decirle que su amor era más grande que cualquier religión.
Al abrir la puerta no estaba la mujer que lo había cautivado, encontró una carta que se dispuso a leer en el sofá donde tantas veces leyeron juntos, donde tantas veces la besó. Abrió la carta y enseguida reconoció la letra de Lucía, un frio y un fuego se apoderaron de su cuerpo, se decía “no debo leerla, quizá Lucía querrá que la espere para leerla”. Se acercó a la ventana y ya faltaba un cuarto para las diez de aquel miércoles de granizo, y se dijo “ella no vendrá es mejor que lea la carta…”
La carta tenía impregnado la fragancia a jazmín que usaba Lucía, ella sabía que su aroma siempre lo enloqueció. Y su carta decía:
“Querido Agustín: eres una gran persona, me has hecho sentir lo que a mis treinta años jamás había sentido, varias veces en tus brazos dejé de ser una chiquilla y fui mujer, tu mujer. Pero mis miedos, mis prejuicios y mi amor desmedido hacia Dios como bien lo dijiste, no permitirán que tu vida y la mía sean arte, quiero que sepas que mi amor por ti está más vivo que nunca, pero bien sabes que jamás fui egoísta.
He decido alejarme de ti, porque no puedo condenar a mi cadena de miedos a tu corazón y tu cuerpo libre que tantas veces soñé tener en plenitud. Sé que preguntarás el porqué de mi cobardía al no hablarte de frente; no podía hacerlo. El temor a que me tocaras y acabara rendida a tu ser me obligaron a usar a este medio, nuestro último medio para decirnos adiós. Quiero y te suplico que sigas siendo ese hombre de lectura, de interrogantes, de sueños y libertad del que me enamoré y sigo enamorada. Tu Lucía, la que siempre orará por ti.”
Al terminar de leer la carta, mi querido extraño no pudo contener sus lágrimas, llamaba a Lucía a gritos, deseando que ella estuviera ahí y le dijera que eso había sido un mal sueño. Duró una semana sin salir de su casa. A la semana siguiente se propuso recorrer todos los lugares que había frecuentado con ella, quería despedirla en medio del arte.
El último lugar que faltaba por frecuentar fue la biblioteca donde la vio por vez primera; allí le dijo cuanto la amaba y cuanto la odiaba por alejarse de él, cómo la música, el cine y la literatura de aquellos genios no podían parar su llanto por su despedida. Le recordó que ahora no sólo era ella la que había decidido alejarse, él también lo hacía en medio del fango donde ella lo había dejado. Empezaría nuevamente a caminar, a ser resiliente como ya lo había sido una vez, pintaría en cada muro su nombre como una señal de que ese nosotros se desvaneció en el aire.
Entendió que alejarse no es sinónimo del fin, era un nuevo comenzar para un errante, para un taciturno como él. Cuando nace la luz del día sabe que Lucía, su Lucía, le enseñó a alejarse para volverse a encontrar.
Yessika Rengifo, Colombia © 2015
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