No temo la Muerte. Prefiero este hecho ineluctable
al otro que me impusieron el día de mi nacimiento.
¿Qué es la Vida? Un bien que me otorgaron a mi
pesar y que devolveré con indiferencia.
(Rubáiyát de Omar Khayyám)
El día amaneció gris y a través de la ventana se podía ver caer la nieve que difundía en la pieza del hotel un color mágico, en el que se desvanecían las paredes manchadas, adquiriendo una suerte de dignidad de obra de arte la horrible marina de mueblería colgada frente a la cama, a la que admiré como si se tratara de un Gauguin. De pronto, descubrí que no estaba solo y con fastidio me preparé para el inevitable diálogo con la ocasional pasajera de mediana edad que encontré no tantas horas antes en el bar del residencial y que luego de tres o cuatro whiskies y casi por inercia llevé a mi habitación para cumplir en forma cuasi chacarera con el deber del momento, mediocre proeza que inexplicablemente fue festejada con entusiasmo por esa mujer rubia, pálida y de lacia cabellera que dormía a mi lado y cuyo nombre me resultaba imposible recordar.
Miré el reloj y comprobé alarmado que eran las diez de la mañana y que al mediodía debía estar en el centro de esquí para asistir a la fiesta de inauguración de la temporada a la que había sido invitado, circunstancia que motivara ese viaje a Esquel realizado el día anterior en compañía de mi amigo el pintor a bordo de su deplorable Ford Falcon con el que casi nos matamos en la ruta cuando hizo una maniobra para evitar chocar contra una avestruz a la que igual impactó de costado y mandó a mejor vida para felicidad de las aves carroñeras.
Desperté a mi fugaz compañera, le dije algunas dulces palabras, la besé ligeramente en los labios, le sugerí que se vistiera y trasladara a su habitación "para evitar comentarios" y la despedí con la incierta promesa de volvernos a encontrar, que en ese momento ensayé como una mentira amable pero que se concretó durante las tres noches siguientes en las que, sin el freno inhibitorio del exceso de alcohol, pasamos momentos realmente placenteros.
Ya solo, hablé por teléfono con mi amigo que se alojaba en la casa de una antigua amante, con quién quedamos en encontrarnos una hora después y luego de los ritos matutinos, incluida la abundante agua caliente con la que inesperadamente el hotelero me gratificó esa mañana, bajé a la confitería donde bebí un buen café doble acompañado de tres escuálidas y pringosas mediaslunas de las que apenas comí una, cortando por la mitad las otras motivado por un sentimiento humanitario para con algún próximo cliente.
Mientras fumaba el primer cigarrillo de la mañana, observaba por la ventana la nieve acumulada que motivaba entusiastas comentarios de los pocos turistas presentes, contrastantes con la indisimulada irritación de los clientes locales para quiénes la nieve distaba de ser un motivo de alegría.
-Trastemont -casi me gritó un conocido que había entrado por una puerta situada a mis espaldas e inmediatamente se acercó a la mesa, en la que se instaló ante mi forzada invitación, atiborrándome de preguntas acerca de amigos comunes de Trelew, el estado de las rutas, la razón de mi presencia en Esquel, el clima en la costa, la actualidad política, la salud del gobernador, la evolución de la economía, el precio de la lana, los últimos cuentos del Moncho Freire (el mejor narrador de cuentos de gallegos del mundo) y un sinnúmero de cuestiones que ciertas personas creen equivocadamente que los periodistas conocemos y nos interesan. Mis respuestas, casi todas monosilábicas, no disminuyeron el entusiasmo inquisitorial del pedazo de plomo disfrazado de hombre al que soportaba estoicamente pero, caballero al fin, fingiendo interés como mandan las reglas de la buena educación. Desesperaba por encontrar una salida elegante cuando vi estacionar frente a la confitería el Falcon del maestro, lo que me dio pie para emprender la retirada que concreté previa seña al mozo para que pusiera la consumición en mi cuenta, la que se engrosó con el submarino y los tres sandwiches tostados que engulló entre pregunta y pregunta mi matinal torturador.
-Profesor -dije no bien me instalé en el auto- usted me ha salvado la vida, me ha rescatado de las garras de un monstruo -comentándole mi desdichada conversación con el impresentable personaje que violó mi intimidad mañanera.
-Licenciado -respondió- ya le he dicho que debería tirar a la mierda sus modales de señorito inglés, porque a esa clase de tipos se los raja sin contemplaciones, porque son boludos, nacieron boludos y morirán boludos. Además usted no es un político buscando votos para andar soportando a semejantes palurdos.
Pese a nuestra gran confianza y amistad, manteníamos con el Profesor cierto trato ceremonial, característico de algunos ambientes universitarios de La Plata a los que habíamos frecuentado en distintas y distantes épocas, que causaba gracia en una provincia en la que el tuteo era regla común entre amigos. También solíamos divertirnos utilizando en reuniones sociales la mayestática primera persona del plural, dialogando en un fingido pero creíble alemán o trenzándonos en violentas, agresivas y absurdas discusiones que motivaban la intervención alarmada de ocasionales acompañantes y que culminábamos con sonoras carcajadas e interminables brindis.
La Hoya, hacia donde nos dirigíamos, es una especie de anfiteatro natural situado a unos quince kilómetros de la ciudad, en plena montaña, al que se accede por un sinuoso camino de cornisa, por entonces en muy malas condiciones debido a los temporales, estrecho en parte y amojonado con curvas y contracurvas que requieren la máxima atención del conductor, lo que me causaba cierta aprensión cuando era otro el que empuñaba el volante.
Ya habíamos salido del pueblo y nos acercábamos a las estribaciones del cerro cuando de pronto el maestro detuvo el auto, recordando que se había comprometido a llevar a tres personas. Desandó el camino y estacionó frente a un hotel, donde nos aguardaban dos jóvenes y una mujer de aspecto extravagante, antigua amiga del pintor, quien anteponía lo cuantitativo a lo cualitativo en materia de relaciones íntimas. Luego de las presentaciones de rigor, partimos finalmente con destino al centro de esquí, trayecto que recorrimos en algo más de media hora sin novedades, a pesar de la calzada helada, las patinadas, las cerradas curvas y la acumulación de nieve que se acrecentaba a medida que ascendíamos por la montaña. La tediosa charla de la mujer, para colmo psicóloga, me liberó de decir palabra, circunstancia que aproveché para alimentar el espíritu con la sobrecogedora belleza del paisaje, relamiéndome además, de carne somos, con la anunciada "bagna cauda" que servirían después del acto solemne de inauguración de temporada que me había resignado a soportar.
Arribados al fin (nunca había utilizado antes el término con tanta propiedad), caminamos dificultosamente con la nieve a la altura de las rodillas hasta la hostería situada en la base del complejo y entramos en un ambiente acogedor, dominado por una amplia estufa en la que ardían alegremente los leños y las brasas en cuya cercanía buscamos alivio para nuestras ateridas extremidades.
-Maestro- dijo un vozarrón procedente de la barra. Se trataba del vasco Zubieta, un conocido de mi amigo que se estrenaba como concesionario de la confitería, quien se acercó portando en la mano un enorme vaso de trago largo lleno hasta el borde de whisky, que entregó con una respetuosa reverencia al pintor, gesto que rápidamente hizo extensivo hacia mi persona no bien percibió mi rol de acompañante o si se quiere acólito de quién, para el bolichero, oficiaría como una suerte de pontífice máximo de la ceremonia etílica que se aproximaba inexorablemente.
Los vasos se sucedieron y se vaciaron mientras llegaban las autoridades ilegalmente constituidas, encabezadas por el ministro, un calvo abogado de pocas luces con cara de prisión preventiva que se había encaramado en esa posición asistiendo regularmente a los cursos de "defensa nacional" que por entonces se dictaban en Comodoro Rivadavia y Trelew. Lo acompañaba el intendente, un ex teniente del Ejército que cambió las jinetas por el lecho conyugal de una rica heredo-habiente del pueblo, cuyo padre, un antiguo gendarme, también había trocado mucho antes el uniforme y los puestos fronterizos por varios campos y propiedades, braguetazo y casorio mediante. No faltaban los representantes de las "fuerzas vivas", a quiénes el Profesor calificaba como "la fuerza de los vivos", todos acompañados por los infaltables alcahuetes de turno y los inevitables colados. Firmes en sus puestos estaban el cura encargado de la bendicíon de práctica y tres o cuatro políticos radicales y peronistas que se animaron a asomar la cara porque después del desastre de Malvinas se avecinaban los tiempos electorales en los que reivindicarían sin pudor su condición de "luchadores de la democracia y enemigos militantes de la dictadura".
Mientras tanto, afuera cobraba intensidad la voladura de nieve, razón por la cual se decidió cancelar el traslado de la concurrencia a la plaza de ceremonias y realizar dentro de la confitería el acto de inauguración de la temporada de esquí, para lo cual los organizadores se vieron obligados a improvisar un mástil y colocar una pequeña bandera que nadie supo donde encontraron. Los integrantes de la banda de música de la policía, llegados para la ocasión, no pudieron entrar por falta de espacio y sin descender del ómnibus que los trajo de Rawson, emprendieron el camino de regreso. Decidióse entonces que el himno nacional se cantara "a capella", solución muy razonable en una provincia con fuerte tradicion galesa, raza cuya principal virtud es la pasión por los coros, infaltables en casamientos, nacimientos, oficios fúnebres, fiestas y reuniones de cualquier tipo y cuanta ocasión es propicia para que los rubicundos coreutas disparen sus voces con la áspera e incomprensible lengua emparentada con la que presuntamente hablaban Merlín, el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, aquellos que nunca pudieron encontrar el Santo Grial.
Mientras se cumplía el acto protocolar, coronado por tres previsibles y tediosos discursos leídos, seguíamos acodados en el mostrador, ajenos a lo que ocurría en el abigarrado local, con los vasos bien provistos por Zubieta, incursionando en todos los lugares comunes característicos de circunstancias semejantes, en una ruidosa tertulia a la que se sumaron un par de colados y la psicóloga, que intentaba infructuosamente hacer interpretaciones profundas de nuestros disparates. Se suponía que yo había concurrido a realizar la cobertura periodística del acontecimiento para un diario de Trelew en el que trabajaba, pero en realidad había viajado para alejarme cuatro o cinco días de la aplastante cotidianeidad y no me interesaban los detalles de lo que allí sucedía, porque la nota la escribiría por la tarde a mi manera, es decir como se me antojara y ya tenía incorporado un modelo que habitualmente mejoraba lo que en realidad ocurría en esas ocasiones; notas que no importaban a nadie, no las leía casi nadie y a lo sumo servían para justificar los costosos avisos que colocaban los organismos oficiales para publicitar sus acciones.
De improviso se acercó un funcionario pidiéndome que dijese unas palabras en mi condición de decano de los periodistas presentes, que no pasaban de cuatro y eran agresivamente jóvenes.
-Déjese de joder, mi viejo, no ve que estoy charlando con los amigos- le respondí con una voz que seguramente delató mi incipiente borrachera y alejó al burócrata, frustrando su intento de quedar bien con la prensa.
El local, lleno de humo, se había convertido en un pandemonio donde pululaban, no solamente los asistentes al acto, sino también un puñado de turistas disfrazados de esquiadores, con abrigados ropajes en los que predominaban toda clase de colorinche que agredían mi conservador sentido de la estética en materia de indumentaria, forjado en la infinita gama de grises y azules que utilizé casi toda mi vida, hasta que mis hijos me persuadieron, no hace mucho, de usar "jeans", ropa informal, remeras con escuditos, calzado deportivo y otras prendas que hubiesen provocado la desaprobación de mi padre, que en ocasión de comprarme un traje de dudoso color allá lejos y hace tiempo, me miró despectivamente sentenciando que "el marrón no figura en el guardarropas de un caballero".
Había tanta gente, que quién oficiaba de maestro de ceremonias dispuso, previa consulta al ministro y al intendente, desalojar a los cinco o seis agentes de policía llegados para "garantizar la seguridad y la paz social", quiénes se dirigieron entre la nevisca y a los resbalones hasta la escuela de esquí, situada a unos cincuenta metros del lugar, donde confraternizaron con los colimbas, chóferes y operarios del complejo, inactivos por la forzada suspensión del servicio de aerosillas. Una fiesta aparte, seguramente más interesante que en la que me tocaba en suerte participar.
Mi amigo el Profesor es un tipo inteligente, divertido y ameno, pero es pintor y por lo tanto narcisista, como todos los pintores que en el mundo han sido, rasgo de su personalidad que se acentúa cuando tiene algunas copas de más y un auditorio dispuesto a soportar su protagonismo excluyente al que contribuyen su prominente apéndice nasal, sus poblados bigotes de mayor inglés, los gestos ampulosos, una voz que fluctúa entre el barítono aguardentoso y lo que podría haber sido el tono de un "castrato" y un notable desenfado al que casi todos aceptan porque "el maestro es así". Como su charla me resultaba un libreto conocido y la psicóloga había colmado mi paciencia con su insistencia en analizarme en posición erecta, me retiré del grupo y comencé a recorrer el salón donde, a pesar de los apretujones, se habían formado corrillos en torno de los personajes más expectables, a los que me fui sumando en un intento de vencer el aburrimiento que me hacía maldecir para mis adentros la nieve, el esquí, la presencia en ese lugar y mi falta de entereza para regresar a la ciudad caminando, a pesar de la distancia, el frio, el viento blanco y la carencia de abrigo apropiado para semejante aventura.
En el primer grupo de personas al que me acerqué, el ministro monopolizaba la atención de un par de representantes de las "fuerzas vivas", una educadora y un oficial de policía, disertando acerca de la "importancia geopolítica y estratégica" de La Hoya, a la que calificaba de "bastión de la soberanía nacional en una zona de frontera codiciada por una potencia extranjera a la que no voy a nombrar pero que todos conocemos". De pronto advirtió mi presencia y apelando a mi supuesto criterio de autoridad me interrogó:
-Trastemont, ¿concuerda usted con mi opinión acerca de la trascendencia de La Hoya para la defensa de la Patria?
-Por supuesto, doctor -le respondí-; creo que inclusive deberíamos fortificar este lugar y colocar artillería y hasta misiles en los cerros circundantes para poder batir al enemigo cuando decida atacar nuestras posiciones.
-Pero mire que yo estoy hablando en serio -replicó algo molesto por mis palabras y mucho más por la carcajada que se le escapó involuntariamente al policía.
-Yo tampoco hablo en joda -le dije enfáticamente-, fíjese que hace rato que estudio estas cuestiones porque, como decía Clemenceau, la guerra es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de los generales. Creo sinceramente que usted, un hombre tan versado en esta materia, debería ser promovido a ministro de Defensa de la Nación.
Me separé del ministro y sus acompañantes, encaminándome hacia otro sector de la confitería donde el intendente, con aires de padrillo en celo, conversaba con tres vistosas turistas francesas que no entendían absolutamente nada de lo que decía porque no dominaban ni remotamente el castellano. Me sumé al grupo haciendo gala de mi penoso francés de L'Alliance que me convirtió en el centro de atracción de las mujeres, lo que motivó el repliege del jefe comunal, resentido por mi inesperada aparición. La charla con las mismas se tornó rápidamente tediosa por las dificultades idiomáticas que finalmente superamos dialogando en un inglés tarzanesco pero comprensible, pero pronto perdí todo interés cuando me enteré que sus respectivos maridos, que habían optado por intentar pescar truchas en un río cercano, se reunirían con ellas por la noche en el hotel donde se alojaban, con lo que se disiparon mis fantasías eróticas de participar de una "menage a quatre" o, al menos, vivir una aventura junto con un par de amigos, para lo cual contaba "a priori" con la colaboración del Profesor, siempre listo para tales faenas y el Negro Durán, un campeón para esas lides.
Muy cerca de la estufa, se hacinaba otro grupo de seis o siete personas que escuchaban atentamente las explicaciones que brindaba el jefe del regimiento local acerca de las causas del penoso resultado de la reciente guerra de las Malvinas. El militar, haciendo gala de una iniciática jerga profesional, abundaba en palabras tales como estrategia, táctica, logística, repliegue, intensidad de fuego, abastecimientos, vectores, distracción, cobertura aérea y fuego naval que, en última instancia, tendían a justificar el accionar de su fuerza, cargando las tintas sobre una presunta mayor responsabilidad de la Armada en el desenlace del conflicto.
-Los "blancos" se cortaron solos como de costumbre y guardaron sus barquitos frente a la costa. Yo tengo un pariente que es marino, al que hace rato no le paso bola, pero cuando lo vea le voy a decir que se metan el portaviones en el culo -dijo con voz castrense el teniente coronel, un morocho corpulento y bigotudo que se lamentaba que no lo hubiesen destinado al frente de batalla "para cagar a tiros a esos ingleses de mierda". Resultaba evidente que el alcohol también había hecho efecto en nuestro héroe, quién, alardeando de sus ancestros guerreros, agregó:
-Si yo hubiese estado al frente de una unidad, no me hubiera rendido en la puta vida y de ser preciso, lo habría arrestado a ese pelotudo de Menéndez para seguir combatiendo a lo macho, como lo hizo mi tatarabuelo en Cepeda, cuando con diez soldados pasó a deguello a más de cien mitristas.
Como el discurso del hombre había derivado en una disparatada arenga que parecía no tener fin, me alejé del grupo y me puse a charlar con el cura, un enjuto salesiano que había sido misionero en el Congo en la época de Lumumba y la guerra civil y que permanecía solitario frente a un amplio ventanal contemplando la persistente nevada que seguramente le recordaba su Piamonte natal. La figura del buen sacerdote irradiaba tanta paz y armonía que me vi tentado de solicitarle confesión, sacramento que dejé de recibir a los diez años cuando el abominable párroco de mi pueblo, un gallego desdentado y maloliente, me interrogó con lascivia acerca de si me masturbaba, pregunta que me indujo a practicar prematuramente el onanismo, con el consiguiente complejo de culpa y los periódicos examenes de las palmas de mis manos para comprobar si no habían salido los pelos que, según se decía por entonces, aparecían como consecuencia de ese placer solitario.
El cura, apenas advertido de mi presencia a su lado, me dijo con voz bien templada y con las dulces inflexiones características de su lengua materna:
-Vea usted, Trastemont, cómo se manifiesta en todo su esplendor la grandeza del Señor, a quien podemos sentir aquí más cercano, en este ambiente tan puro e incontaminado.
El rapto de misticismo del anciano, fuera de lugar en un sitio tan poco apropiado, me llevó a tratar de cambiar de tema, interrogándolo sobre la situación de los indígenas a los que visitaba asiduamente en el interior del Chubut, intento infructuoso ya que, sin inmutarse, prosiguió hilando sus pensamientos.
-Una noche, estando prisionero de los rebeldes congoleños -expresó- cuando creía inminente mi muerte, tuve la visión de una montaña nevada y azotada por un temporal, que nunca pude borrar de mi memoria. Yo creía que se trataba de un recuerdo infantil, pero justamente hoy, contemplando el panorama desde esta ventana, advierto que esa visión fue una señal del Altísimo, porque esa imagen es la que estamos viendo en este momento. Usted es la primera persona a la que puedo contar ésta experiencia extraordinaria que me tiene perplejo y maravillado desde hace casi media hora -me dijo beatíficamente para volver a encerrarse en un mutismo que no me atreví a interrumpir. Nunca volví a ver al religioso, que murió pocos años después en olor de santidad, aunque espero encontrarlo algún día en el Canon de los Santos.
Me encaminaba nuevamente hacia la barra cuando advertí que Zubieta me hacía señas desde la puerta de la cocina para que entrara en su "sancta santorum" vedado al común de los mortales. Así lo hice y me encontré nuevamente con el Profesor, dos conocidos del pueblo amigos del concesionario y la pegajosa psicóloga, quiénes se aprestaban a dar cuenta de una "bagna cauda" que humeaba en una olla de hierro colocada sobre un calentador de alcohol y rodeada de platos rebosantes de vegetales prolijamente cortados y varios tenedores de mango largo indispensables para el sabroso y delicado ritual.
Como se sabe, aunque quizá usted no lo sepa, la "bagna cauda" es una especie de salsa caldosa originaria de la región alpina italiana, elaborada con crema de leche, anchoas trituradas en un mortero, ajo y algún otro ingrediente a gusto del cocinero, que se sirve en un recipiente conservado caliente mediante un mechero a alcohol, debiendo introducir los comensales pequeños trozos de vegetales crudos ensartados en largos y finos tenedores, que se retiran cuidadosamente y se ingieren. Algo parecido a la manera de servir la "fondue" de queso o la "fondue bourgignon" de los franceses, variante esta que en realidad es una chanchada porque se trata simplemente de aceite caliente en el que se fritan trozos de carne cruda, lo cual siempre me resultó repugnante por el desagradable olor que inevitablemente impregna el ambiente y la ropa.
Parece ser que la intención de los organizadores era ofrecer una "bagna cauda" a todos los invitados, pero cuando el vasco Zubieta supo de la gran cantidad de asistentes, se negó rotundamente a cumplir el pedido aduciendo la falta de elementos indispensables y el caos que podría llegar a ocurrir si se derramaba alguna de las ollas calientes. En consecuencia decidió servir un telúrico locro para todo el mundo, cocinado en una marmita de campaña prestada por el Ejército y colocada debajo de un tinglado situado al costado de la planta baja de la hostería. No obstante, preparó una "bagna cauda" para regalarse discretamente con un puñado de allegados en el recoleto amparo de su cocina, entre los cuales me contaba por mediación del Profesor y al que inesperadamente se sumó el ya nombrado Negro Durán, un entrañable amigo "feo, panzón, guitarrero y peronista" como el mismo se definía, que no obstante era el terror de los maridos de una vasta zona de la cordillera patagónica por su increíble capacidad de seducción que lo llevaba a coleccionar mujeres ajenas como si fuera un filatelista acumulando sellos postales.
Luego de un efusivo abrazo con el que celebré la presencia del Negro, dediqué mi atención a la esperada "bagna cauda" y luego de examinar los vegetales dispuestos, protesté de viva voz:
-Se olvidaron del cardo, y sin cardo una "bagna cauda" no tiene gracia.
-Licenciado -me contestó respetuosamente el Negro Durán-, no rompa las pelotas, dónde quiere que consigan cardo en Esquel y en invierno.
Abrumado por la impecable lógica de mi amigo, la única persona a la que le permitía ciertos excesos verbales característicos de su personalidad, me dediqué a la tarea más importante del día, la ingesta de vegetales remojados y calentados en la "bagna cauda", acompañados por un excelente Cabernet-Sauvignon de Río Negro y trozos de sabroso pan crocante. Mientras acometía la gratificante empresa, casi pinché con el tenedor la cabeza de la psicóloga, quién, a raíz de su torpeza, había perdido varios bocados en la salsa y trataba de buscarlos con su pinche, acercando peligrosamente la enrulada y teñida testa al borde de la cacerola para intentar ver mejor, lo que empañaba sus anteojos empeorando la situación. Alarmado ante el riesgo inminente de que sus babas fueran a parar a la olla, la llamé y le presenté al Negro, quedando mutuamente fascinados e iniciando una melosa plática que alejó a la mujer de la fuente de mis desvelos y que culminó muchas horas después, según supe, en una cabaña que mi amigo poseía a la salida del pueblo, camino a Trevelín, identificada en el frente por un soez "graffiti" que quizá algún marido agraviado había pintado amparado por la oscuridad de la noche.
La buena nueva de que había cesado el temporal y que el cielo comenzaba a aclararse, traída a la cocina por uno de los integrantes de la brigada de mozos que servía el locro en la confitería, me levantó un poco el ánimo, decidiendo abstenerme de seguir bebiendo porque el pronunciado estado etílico del Profesor que, con el infaltable vaso de whisky en la mano relataba ahora sus aventuras en México, me hacía suponer que inevitablemente debería hacerme cargo del volante en el viaje de regreso. El mozo, un simpático nativo de la isla de Chiloé, había traído varios platos soperos con el telúrico cocido y sus correspondientes cucharas para la "élite" que manducaba en la cocina, pero cuando me disponía a probar el dudoso manjar, descubrí algunos trozos de tripa gorda mezclados con el choclo y los escasos vestigios de chorizo, lo que me hizo desistir del intento por la irresistible repugnancia que me provocaban y aún me provocan las vísceras de los animales.
Siempre supe que mi incapacidad de comer chinchulines y de jugar al truco y la falta de pasión y militancia futbolera me segregaban de la argentinidad, circunstancia dolorosa a la que trato de paliar con fervor tanguero, el culto a Gardel, el mate amargo y los recurrentes, frustrantes y frustrados intentos de sumarme a posiciones políticas populistas, severamente cuestionadas por un implacable censor interno racionalista, analítico y a la vez escéptico que me impide persistir en tales empresas, en las que el espíritu crítico y la libre confrontación de ideas son consideradas como abominables herejías. Pero como soy ortodoxamente enemigo de toda ortodoxia y fanático adversario de todo fanatismo, puedo considerarme después de todo un buen hijo de la Patria, porque al menos soy fanático de algo y ortodoxo en mi heterodoxia.
La reunión comenzaba a declinar y los asistentes aguardaban que las máquinas viales despejaran de nieve los tramos más peligrosos del camino para emprender el regreso, tarea que al parecer estaba próxima a concluir, cuando me decidí abordar al Profesor para tratar de convencerlo, sin que lo considerase una ofensa, de la conveniencia de cederme el manejo del Falcon, argumentando que "un artista de su categoría debía liberarse de tarea tan villana y que yo me ofrecía respetuosamente a oficiar de chófer del maestro para que así pudiera contemplar sin distracciones las bellezas del entorno, captando la esencia de un paisaje extraordinario que podría plasmar luego en el lienzo con los rasgos expresionistas que lo caracterizaban, dando vuelo a su paleta ruda". Mi discurso no pareció convencer al amigo, quién a pesar de su tremenda borrachera adivinó mi intención de mandarlo a dormir la mona al auto y conducir con tranquilidad hasta el pueblo. Masticando cuidadosamente las palabras dijo entonces:
-Mi estimado Trastemont, usted cree que estoy borracho y en realidad tiene miedo de bajar conmigo. Yo le aseguro que usted está más borracho que yo y por supuesto lo relevo del compromiso de acompañarme. No hay problemas, igual seguiremos siendo amigos, porque soy muy comprensivo de las debilidades de la gente.
-Usted se equivoca y me ofende, Profesor -mentí-. Yo con un amigo voy hasta el fin del mundo, porque un amigo es un amigo, así que disponga nomás, que yo lo acompaño aunque sea la última cosa que haga en la vida.
Como la suerte estaba echada y por amor propio no podía volverme atrás, coroné la tarde ya avanzada con una par de tragos y me dispuse a buscar a los amigotes del Profesor con los que habíamos venido poco antes del mediodía desde Esquel. A la psicóloga la eliminé de la partida porque minutos antes se había embarcado con el Negro Durán en un desvencijado Torino color azul eléctrico y partido con destino incierto. Los dos sujetos, así pasé a calificarlos, desertaron del viaje aduciendo distintas y falsas razones y en consecuencia me apuré a movilizar al pintor porque el crepúsculo se aproximaba y deseaba al menos viajar con luz, para reducir, aunque fuese en parte, el riesgo que estaba dispuesto a afrontar, no por valiente sino por cierto fatalismo que siempre signó mi vida.
La desconcentración estaba en su apogeo y la mayor parte de los asistentes se dirigían a sus respectivos vehículos que se encontraban en la playa de estacionamiento con las visibles huellas del pasado temporal de nieve, lo que dificultaba caminar, limpiar los parabrisas y lunetas y maniobrar los autos para iniciar el empinado descenso por el riesgoso camino que, afortunadamente, ya estaba despejado por una motoniveladora que acababa de llegar y cuyo conductor fue vivado como si fuese el libertador de una ciudad sitiada.
Nos aprestábamos a hacer lo mismo, para lo cual atravesamos el salón con el Profesor flanqueado por dos mozos precedidos por Zubieta, con el propósito de evitar que el artista diera con su humanidad en el suelo. Yo seguía a la comitiva mientras saludaba con pequeñas inclinaciones de cabeza a los circunstantes, que se me ocurrían testigos de una ejecución en San Quintín contemplando a los reos encaminarse hacia el patíbulo. Varios se ofrecieron a transportarnos, incluido el intendente y el teniente coronel, quién hasta propuso ordenar a "un personal" que condujera el Falcon, a lo que me negué amablemente aduciendo que tal ayuda podría causar un ataque de ira del pintor, con consecuencias insospechables para su equilibrio emocional.
-Como usted desee -dijo el militar, medio mamado como casi todos los presentes- este es un país libre y cada cual puede hacer lo que se le canta. Eso sí -acotó- reconozco que usted es un hombre valiente y lo invito, si es que llega sin novedades, a cenar mañana en el casino de oficiales del regimiento.
Esas palabras, con sabor a elogio póstumo, me trajeron a la mente imágenes de algunos momentos críticos de mi vida en los que me involucré y pude superar, no por corajudo, sino por irresponsable, circunstancia que estaba a punto de repetirse y que me hizo lanzar una carcajada, diciéndome a mi mismo: después de todo qué carajo pierdo, si estoy podrido de la rutina, del periodismo, de los directores semianalfabetos, de la autocensura, del exilio interior, del fracaso de mis ideales juveniles y del miedo a los dentistas; tal vez el cura tiene razón, Dios existe y quizá me ayude ahora a salir de esta mierda.
Llegamos por fin al auto con grandes dificultades, incluída una patinada en la helada escalera de acceso al edificio que me produjo una humillante caída con el consiguiente enchastre de mi impecable sobretodo gris, que quedó a la miseria y, lo más terrible, la burla del Profesor, quién sentenció: "Ya se lo dije, usted está más borracho que yo", con lo que quedó cancelada definitivamente cualquier posibilidad de hacerme cargo del volante.
La partida fue bastante complicada por las dificultades del pintor para encender el motor y maniobrar en la playa, pero finalmente emprendimos la marcha y nos dirigimos en descenso hasta la primera curva, donde el vehículo hizo un trompo que lo dejó con la cola asomando a un considerable precipicio, percance ante el que atiné a decir "¿Quiere que siga manejando yo?". El maestro, a quien el susto le disipó la curda como por arte de magia, respondió: "De ninguna manera Licenciado, le aseguro que llegaremos bien en menos de media hora".
Así fue y a poco de haber transcurrido ese lapso, me encontraba ante la puerta de mi hotel, donde debía acometer la tarea de escribir la crónica, lo que hice no bien me introduje en la habitación y me instalé frente a la Lettera 22 que siempre formaba parte de mi equipaje, a la que martillé impiadosamente hasta completar las dos cuartillas de rigor que nadie leería y que me demandaron apenas un rato de esfuerzo para encuadrar la nada en el antiestético modelo periodístico de la pirámide invertida, como lo aconsejan las normas de estilo de los áridos cursillos de ADEPA y de la SIP a los que nunca asistí pero conocía de referencias. Rápidamente bajé a la conserjería, le pedí a un empleado que mandara la nota por telex al diario, le di unos pesos y me dispuse a dormir una tardía siesta, que se prolongó hasta la diez de la noche, cuando la llamada del teléfono me volvió a la realidad.
Era el Profesor, quién me recordó que estábamos comprometidos a una cena misógina con varios próceres del pueblo en "L'Arc de Triomphe", un buen restaurante atendido por un señor de corta estatura, cuya mujer hacía maravillas en la cocina, lo que tornaba soportable el mal genio de su marido. Mientras me duchaba por segunda vez en el día, contrariando mis más inveterados hábitos, repasaba mentalmente las opciones entre la trucha al roquefort, el lomo a la pimienta, los escalopes al Marsala con papas a la provenzal o los champiñones rellenos, cuando recordé con admiración la causa del pésimo carácter de los petisos que con tanta gracia explica Rabelais en "Garagantúa y Pantagruel". Dichos sujetos, escribía el creador del francés literario, tienen el corazón muy cerca del culo y en consecuencia los "humores" que se generan en el orificio anal inficionan al más noble de los órganos, ocasionando el permanente estado de irascibilidad que los caracteriza.
Bajé de la habitación y me disponía a encaminarme hacia el restaurante cuando advertí en la confitería contigua a la recepción a mi ocasional compañera de la noche anterior, virtualmente borrada de la memoria, quien al verme agitó una mano y ensayó una encantadora sonrisa que me indujo a acercarme a su mesa para saludarla. Me senté, comenzamos a conversar y su charla resultó tan agradable, seductora y a la vez sedante que decidí desertar de la tenida gastronómica en "L'Arc" con el Profesor y sus cofrades e invitarla a comer algo liviano sin movernos del lugar, sabiendo que finalmente la jornada culminaría en forma placentera, lo que efectivamente ocurrió sin sobresaltos, contratiempos ni urgencias compulsivas.
Avanzadas las horas y después de informarse de mi actividad laboral a raíz de la presencia delatora de la Lettera en la mesa de la habitación, Virginia, tal era su nombre, dijo con admiración:
-Tenés una hermosa profesión; qué vida tan interesante y aventurera la de los periodistas; seguro que nunca podés aburrirte con ese trabajo.
No quise defraudarla y durante un rato alimenté su imaginación con historias ficticias de entrevistas nunca realizadas a grandes personajes de nuestro tiempo e imaginarias acciones heroicas en distintos frentes de batalla. Para qué perturbar su inocente percepción de una falsa realidad, por otra parte compartida por la mayoría de la gente y contarle la verdad, la miseria de esta profesión, la frustración de saber siempre más de lo que se puede decir o publicar, lo que ni siquiera conocen o no quieren conocer los jueces y los fiscales, la inevitable relación con dirigencias mediocres y corruptas y el mito de la libertad de prensa. Recordé a mi admirado Khayyám y le dije dulcemente:
"Si injertaste en tu corazón la rosa del Amor, no fue inútil tu vida. Tampoco si trataste de oír la voz de Dios. Y, menos aún, si con sonrisa ligera brindaste al placer tu cáliz".
Luis Montalto, Argentina © 1997
lmonttw@internet.siscotel.com
Luis Montalto es un periodista argentino que vive desde hace más de dos décadas en Trelew, ciudad de la Patagonia, con más de treinta años de ejercicio profesional, que lo llevó a ocupar cargos directivos en varios diarios de ese país y a incursionar en radio y televisión, medios a los que, según afirma, "detesta cordialmente" porque "su oficio es escribir y Dios no le ha conferido el don de la elocuencia". Especializado en temas económicos, también ha tenido algunas experiencias en la cátedra universitaria, actividad para la que -admite- no tiene vocación ni paciencia. Lector infatigable, confiesa su admiración por Chesterton, Oscar Wilde, Borges y los clásicos y afirma que por una lamentable deformación profesional (la síntesis y la economía de lenguaje), difícilmente podrá escribir una novela, genero al que califica a veces de "hojarasca que suele abultar y engordar una historia o un relato que cabe en un cuento" y en otros casos "de "puzzle" de cuentos armados trabajosamente por un excelente o un mediocre artesano". No ha publicado su producción literaria (cuentos y poesías), porque entiende que "el mundo está abrumado por tantos libros prescindibles...", aunque reconoce que la fascinación por Internet y el "espacio virtual" lo ha inducido, en esta ocasión, a vulnerar su regla.
Comentario del autor sobre "Fiesta en la Montaña":
El relato, un día vacío en la vida de un hombre vacío, combina experiencias reales con ficciones y se sitúa en un momento muy particular de la Argentina, en el invierno de 1982, a poco de concluir la Guerra de las Malvinas y en plena retirada de la dictadura militar que gobernó en ese país entre 1976 y 1983. La acción transcurre durante toda una jornada en un centro de esquí de la Patagonia y entrecruza raudamente las vidas de distintos personajes, algunos de ellos arquetípicos, que en sí mismos constituyen historias apenas insinuadas pero fácilmente previsibles, individuos cuya condición humana tiene validez universal. Las citas de Khayyám no son casuales, ya que la inicial trata de traducir el "clima" social de aquellos momentos en la Argentina, en tanto que la que cierra el texto puede entenderse como un llamado a la esperanza. El cuento sugiere huellas y pistas, una suerte de mensajes encriptados que quizá sean fácilmente aprehensibles por lectores argentinos, aunque probablemente pasen desapercibidos para personas de otras latitudes.
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