Regresar a la portada
Las flores del tiempo de la lluvia
Kan Imix Che, hijo de hijos de la nobleza Tutul Xiu y sacerdote que escribe pintando, alisa el amate sobre la piedra, con el filo de la misma mano que sostiene el pincel, que moja en los cuencos con tintas negras como la noche, rojas de un rojo intenso, azules maravillosos, verdes y amarillos extraordinarios. Con una infinita dulzura dibuja los glifos que conforman la poesía que, hace días, escribe para la hermosa Yatziri, su flor de rocío, su doncella de luna, tocada de eternidad:
Aun cuando se marchiten
no morirán mis flores.
Piensa en ella y se iluminan sus ojos, y agradece a la diosa luna y al dios del cielo, y le promete a la Mujer Arco Iris dejar el libro en el templo de Ticul, para que los Hombres Sabios lo guarden en secreto de los hombres pálidos que vinieron con el sol, caminando sobre las grandes aguas.
Irán a visitar la casa
del ave de plumas de oro.
Kan Imix Che sabe que la mujer que ama y lo ama leerá su obra en el Templo Oculto y la sonrisa clara del rostro que lo deslumbra le llegará, llenándolo de alegría.
Se embriagarán
y volverán a nuestras manos.
Sabe que debería escribir sobre la grandeza de los dioses del Ma'ya'ab; guardar, para los que
vendrán, las relaciones de los hechos de los gobernates de su tiempo; registrar la malicia de
los hombres de piel como cadáveres, el dolor y la muerte de los suyos.
Las flores del tiempo de la lluvia,
fragantes flores.
Pero entiende, de manera clara, que la mejor manera de hablar de su tiempo y de su gente; que
la mejor forma de homenajear a los dioses; que el mejor testimonio de su época que puede dejar
escrito, es éste poema inspirado por Yatziri, la querida de Ix Chel, Señora del Amor; su
flecha radiante, su princesa.
abrirán sus corolas
donde anida el ave que te nombra.
Hoy es doce de julio del año del Señor de mil quinientos sesenta y dos, y en Maní arde la hoguera en la que se quema todo registro de la cultura maya; en el Auto de Fe con el que concluye el proceso de inquisición que inició Fray Diego de Landa. «Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena», dice el franciscano; mientras los hombres del Alcalde Mayor escarmientan a los señores de Pencuyut, Tekit, Tikunché, Hunacté, Maní, Tekax y Oxkutzcab, por su reticencia a abrazar la nueva fe y a olvidar a sus dioses paganos.
Que te pongan los collares
de flores del tiempo de la lluvia.
Hoy es el mismo día que también es diez Etz’nab Tzolkin, dieciséis Kumk’u Haab, y Kan Imix Che
está sentado, inmóvil, junto a quienes observan la hoguera. La expresión de su rostro es
indefinible y es la última muralla de orgullo que puede imponer a los extranjeros. Aguanta,
sin pestañear —ninguno de ellos lo hace—, los lengüetazos de fuego que le acarician el rastro a
pesar de la distancia que lo separa del centro de la plaza y la pira en la que arden toneladas de libros, figuras de los Señores del cielo, altares, estelas y vasijas. No puede respirar y algo como un puñal le atraviesa la garganta y lucha por no estallar en llanto. Sabe que del otro lado, hoguera de por medio, está Yatziri. No se anima a buscarla con la mirada, de pura vergüenza.
Sólo con nuestras flores
nos alegramos.
El poema está allí y se consume. Los pigmentos de las tintas colorean las llamas; y el humo se pierde en la dirección en que vinieron los hombres que ahora están borrando la memoria del Yucatán.
Sólo con nuestros cantos
muere nuestra tristeza.
Mi esposa. Mi mujer amada.
Kan Imix Che sabe que nadie nunca sabrá de ese amor que él creyó símbolo de su cultura y expresión de su historia y de sus dioses y que él morirá, que Yatziri morirá, que no habrá hijos e hijos de hijos que lo recuerden; que, de alguna manera, él y su esposa y su gente están muriendo en esa hoguera. Las llamas distorsionan el último y exquisito glifo del poema. Sus brillantes colores se confunden en un negro de humo que ahora es ceniza y ahora es nada.
Daniel Frini, Argentina © 2015
dfrini@gmail.com
Daniel Frini (Argentina, 1963), es Ingeniero mecánico electricista, escritor, poeta y artista plástico. Ha publicado varios libros de poesía, cuentos y microrrelatos, como Manual de autoayuda para fantasmas (Ed. Micrópolis, Perú), y ha participado en varias antologías. Colabora habitualmente en blogs, e-zines y publicaciones digitales y en papel. Integra el Grupo literario Heliconia y es coordinador del taller literario virtual Máquinas y Monos, de la revista digital Axxón. Ha ganado varios premios (Oveja Negra 2009, El Dinosaurio 2009, Garzón Céspedes 2012). Varios de sus relatos y poemas han sido traducidos al inglés, francés, italiano, portugués y uzbeko.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Mi relato “Las flores del tiempo de la lluvia” es el resultado, puesto en palabras, de la convergencia entre, por una parte, mi encuentro —grato por cierto— con algunos textos de poesía maya; y por otra, mi siempre renovada sensación, mezcla de horror y desasosiego, ante la destrucción de tantas bibliotecas de la antigüedad; ejemplificada en el Auto de Fe de julio de mil quinientos sesenta y dos, que llevó adelante el Obispo Landa en Maní, y que culminó con la quema de un gran número de imágenes, objetos sagrados y códices de la cultura maya. En el relato, trato de imaginar el impacto y el sufrimiento de los nativos ante las llamas que consumían su cultura; pues, para ellos, la literatura estaba al servicio de la religión; la misma escritura era sagrada y conocida sólo por unos cuantos hombres, por lo general sacerdotes. Para los mayas, los libros fueron objeto de veneración y daban sentido a la existencia de la comunidad; y los autores, anónimos todos, eran trasmisores de las voces de los dioses. En otro aspecto, el relato pretende celebrar la literatura y su relación con lo más sagrado de los hombres.
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar
Regresar a la portada