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Fotosensitividad

Era sábado en la tarde y la resolana del otoño me había provocado una pequeña pero molesta jaqueca que deambulaba de mis sienes a la nuca; así que me encerré en el cuarto con las persianas cerradas por aquello de la fotosensitividad (me dijo el Dr. Urdiales que así se llama mi manía de no soportar la luz cuando me duele la cabeza). Ahí estaba con la languidez de la tarde, cuando llegó Martina llevando unos chocolates que rechacé y unos girasoles tan vivos que llenaron en un instante toda la habitación. Los puso al lado de la cama. Los observé fijamente unos 30 segundos, eran hermosos, prácticamente brillaban. De pronto, comenzaron a marchitarse como si se robaran mi languidez, para terminar de morir en el justo instante en que se me quitaba la migraña.

Una semana después, pasé por la tienda de mascotas, solo para distraer la jaqueca y matar el tiempo (irónica expresión dado el resultado). Uno de los conejos, se acercó al frente de su vitrina, forzándome a mirarlo fijamente. Al cabo de medio minuto, luego de algunas convulsiones, estaba muerto. Murió ahí, frente a mis ojos, llevándose la migraña.

Estos sucesos me parecieron no más que un par de desafortunadas casualidades macabramente divertidas. Era como si mi cabeza hubiera tomado la vida de los girasoles y el conejo, para deshacerse del dolor.

Hoy me dio de nuevo la cefalea. En estos días en que el cielo se cierra, la humedad me entra por los oídos; el reflejo del sol en las nubes se me cuela por los ojos y la frecuencia de las migrañas aumenta irremediablemente. Estoy en casa de la tía Lulú. Me invitó a merendar porque mañana cumple 85 años y me pareció que sería de muy mal gusto llamar para cancelar sólo por un dolor de cabeza que, aunque agudo, me da tan seguido, que ya debería haberme acostumbrado.

Estamos en la sala tomando café con galletitas: Lulú, Mamá, Doña Elvirita, mi prima Josefa y yo. La tía cuenta una de sus historias de juventud, y aunque siempre las he disfrutado, esta vez sólo consigo mirarla fijamente para que no se dé cuenta de que lo único en lo que estoy pensando es en cuánto me duelen las sienes y en cómo le caerían bien a esta sala unas cortinas más oscuras.

La tía Lulú tose... tose.... tose más fuerte, se arquea hacia delante, se cae del sillón y sigue tosiendo. Mamá y Josefa se levantan asustadísimas y tratan de ayudarla a incorporarse. Mi jaqueca comienza a desvanecerse mientras Lulú sigue tosiendo de rodillas en la alfombra sostenida por los brazos. Yo observo la escena paralizada, y pienso en los girasoles, el conejo, la migraña que se va, la tía Lulú. Ahora pido ¡no! Suplico en silencio que me vuelva el dolor, lo hago con más fuerza de la que nunca usé para pedir que se me quitara. ¡Ruego! La tía tose, mamá grita, Doña Elvirita se persigna, yo levanto los ojos, vuelvo a suplicar al cielo que se cuela por el tragaluz, y en un tosido singular y magnífico, una galletita con nuez sale disparada a toda velocidad de la boca de Lulú mientras el sol pega en mis pupilas devolviéndome el ansiado dolor. Podría asumir que, de habérseme quitado la jaqueca, la tía nunca hubiera llegado a sus 85 o puedo concluir que la resolana que entró por el tragaluz reavivó la migraña y que Lulú simplemente debió sopear esa galleta en el café como todas las anteriores.

De cualquier manera, lo más prudente es encerrarme sola y a oscuras cuando siento que viene el dolor... Por aquello de la fotosensitividad.

Laura L. Aldana, México © 2006

lauraletaldana@hotmail.com

Laura Leticia nació en 1968 en Montemorelos NL México (a 70 Kms de Monterrey, la capital del estado), donde estudió hasta la preparatoria, mudándose a Monterrey para hacer sus estudios de Ingeniería en Sistemas Electrónicos en el ITESM. Ha ejercido su carrera desde 1990, desempeñándose actualmente como agente libre para la programación de controladores industriales.
Siempre ha gustado de revolver la imaginación con la realidad para narrar y comentar simples sucesos de la vida diaria. Desde el día que puso en papel esta revoltura, no ha podido dejar de hacerlo.
Se sabe neófita. Se siente, más que empírica, intrusa en el medio de la narrativa, por lo que trató de acallar su conciencia tomando un par de talleres de redacción que sólo empeoraron su vicio de contar y su culpa de irrumpir.

Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
Este cuento, nace como varios otros de lo que imagino cuando tengo una de esas jaquecas que no se quitan con nada. Tratar de describir el dolor, imaginar sus causas e inventar formas de controlarlo, es uno de los mejores analgésicos y tranquilizantes que he descubierto.

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