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La fuerza

Augusto dormía medio arropado en la desarreglada cama. El día se estiraba hasta llegar a ese punto en donde un antes o un después marca la diferencia entre una larga y fructífera mañana o un fugaz e improductivo período que corre febrilmente a encontrarse con el mediodía: eran las nueve.

Levantó la cabeza, miró el reloj y se recriminó ese dejarse llevar por la modorra, que es un poco morir a pedacitos durmiendo en extremo. Pegó la frente contra la almohada, cerró los ojos y pensó en el encuentro que tendría que afrontar dentro de poco. Vinieron a su mente aquellos dos rostros, que reflejaban una inocente apariencia pero, en el fondo, ocultaban a dos caprichosos verdugos capaces de socavar, a fuerza de torturas, la más fuerte y templada personalidad.

«¿Qué diferencia puede haber entre el tormento físico y el síquico?… El físico puede ser intenso, pero se sufre por tiempo limitado; el síquico, en cambio, te mantiene en una tensión permanente, y no permite vivir en paz por tiempo indefinido…» Y así seguía Augusto rumiando, tumbado bajo el peso de su flácido cuerpo y su tambaleante moral.

Faltaba una hora para la cita. Sabía bien que había muchas posibilidades de salir menoscabado en su orgullo, abatido o, si acaso la suerte le sonreía, no terminaría humillado por las antojadizas pretensiones de los dos que no sabían de límites, que no resistían un no por respuesta y desconocían el freno que la prudencia y la ética dicta a los ciudadanos de la polis. «Estamos en el siglo veintiuno. Hace mucho que la civilización abandonó la barbarie», se repetía mentalmente.

Caviló, sin encontrar respuesta, en la posibles causas que permitían la existencia de un poder permisivo y protector detrás de cada una de sus acciones —las de ellos—, el celestino tutelaje ante el voluble comportamiento de los demonios en ciernes, la alcahueta aquiescencia de la autoridad ante sus desmanes sicológicos. Tantas veces hubiera deseado vengarse desaforadamente de ellos, amarrar a esos dos con fuertes sogas, desfogar su furia hasta verlos implorando perdón, darles una inclemente lección de respeto, convertir su frustración en fusta lacerante…, pero algo muy poderoso lo impedía; una fuerza constituida frenaba los impulsos que batían dentro de él.

—Por Dios, hoy no puedo llegar tarde —dijo a media voz mientras, desde la almohada, miraba el reloj de soslayo. Las manecillas indicaban las nueve y veinticinco, y debía llegar a las diez. El encuentro, por duro que fuera, era inapelable.

Salió a toda prisa de la cama tumbando los libros que había sobre ella. Entró a un baño alumbrado por la mortecina luz de un polvoriento bombillo. Mientras abría la ducha, volvía el familiar hormigueo en el estómago, que se asomaba ante la noción de la cercanía, del amontonamiento de los minutos. Pensaba en el sentimiento de frustración que ya presentía ineludible.

Era fanático del box, por lo que no pudo evitar comparar la rudeza de un boxeador con la que él debía desarrollar al enfrentar los constantes golpes, no en contra de su cuerpo, sino de su dignidad.

Sintió cómo un intenso calor se difundía sobre su piel y cerró violentamente la llave de la ducha. Alejó su cuerpo de la trayectoria del agua. De nuevo, pero ahora con precaución, abrió la espita para percatarse de que sólo unas gotas calientes daban sobre los dedos de su mano. El agua que se había liberado era la poca estancada en las cañerías.

—¡Otra vez a bañarse con perolito! —profirió dándose un golpe sobre un muslo mojado.

Destapó el tobo que estaba en un rincón e introdujo una pequeña lata de sardina (de esta forma rendía eficientemente el agua). El frío líquido que le caía era como una pared de hierro que golpeaba su espalda, pero no tenía otra alternativa; le disgustaba que los que pasaran cerca de él tuvieran que alejarse, discreta o indiscretamente, por el olor de las excreciones acumuladas en la piel desde el día anterior.

Fue a vestirse. Devoraba un pan mientras chupaba dos naranjas cortadas a la mitad. Eran las nueve y cuarenta y cinco, y sólo le quedaban quince minutos para enfrentar lo inevitable. Mientras deglutía el último bocado de pan, vio el calendario colgado en la pared. Confirmó la fecha: treinta y uno. Reflexionó que para la mayoría un fin de mes era la muerte de una agonía, pero también el estiramiento de un suplicio repetido cíclicamente hasta el cansancio, hasta que la fuerza del ser se agostara y en la fase de la decrepitud se echara a morir en un asilo, en la indigencia callejera o en solitaria inopia frente a un viejo y amado televisor. «Vivir por cuotas… Todos viven esperando cada quince y último su mendrugo de billetes. ¿Quién habría inventado el dinero? Qué fuerza. La estúpida fuerza que mueve al mundo…»

 

Debió tomar un taxi para acudir con el menor retraso posible. A esas horas de la mañana las calles estaban más vacías que de costumbre, así que llegó apenas dos minutos tarde. Pagó al conductor, bajó y se apresuró hasta una casa de alto enrejado negro. Tocó el ruidoso timbre de chicharra y se deleitó pensando que les habría dado un buen susto a los de adentro. Un zumbido indicaba que se había abierto la puerta eléctrica. Entró, la cerró tras de sí y se desplazó por un estrecho camino. Al llegar a la entrada principal, una mujer de cabello corto y aspecto masculino lo recibía. Augusto mostró la meliflua sonrisa, dobló ligeramente la cabeza…, se sintió estúpido.

—Buenos días, señora Magali, —dijo en un tono de voz descendente, casi británico.

—Buenos días, profesor. Pase que ya le llamo a Albertico y a Teresa. ¡Niiiños, llegó el profesor de matemáticas!

Luis Natera, Venezuela © 2003

luisnatera@hotmail.com
luis_natera@cantv.net

Luis Natera nace en 1968 en Valencia, Venezuela, donde reside actualmente. Desde el momento en que llega a sus manos una colección de cuentos de Julio Cortázar, queda impresionado por la forma tan vital en que el lenguaje es utilizado por el autor. A partir de ese momento, se motiva a escribir poesía en un principio, pero siempre con la idea de hacer narrativa. Dentro de sus primeros relatos está El líder, el cual elaboró con pocos recursos técnicos y guiado por la intuición. Este joven narrador considera que “cuando se tiene el germen de un cuento y se posee la suficiente paciencia y tenacidad para desarrollar la técnica adecuada, la forma siempre será perfectible.”
El género cuentístico le resulta fascinante por la intensidad que puede contener en un pequeño espacio, y lo compara con un quasar* porque “en la brevedad de un cuento puede haber suficiente energía como para que se expanda de manera imperceptible e implacable en la mente del lector que esté en sintonía con tal relato.”

[*quasar: cuerpo celeste de pequeño diámetro y gran luminosidad que irradia energía en cantidades superiores a las que podrían explicarse por fenómenos nucleares u otros conocidos.]

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
En La fuerza narro el conflicto entre las actividades que normalmente se tienen que hacer por necesidad y el tener que prolongarlas en el tiempo porque la situación económica impide su abandono. El personaje del cuento, Augusto, entiende perfectamente su situación y, al final, en un gesto de rebeldía “a medias” dobla ligeramente la cabeza, lo que equivale a decir que se subordina un poco a la fuerza que él mismo desdeña, pero acepta como necesaria. Lo que le causa mayor ansiedad es que, pese a que llega a sentirse estúpido ante la situación, termina consintiéndola. En todo el mundo hay gente que se enfrenta a tal dilema, por lo que creo que el relato posee un matiz universal.
Por otro lado, se hacen patentes los sentimientos del personaje hacia la forma en que muchas veces se educa o, mejor dicho, no se educa dentro de la familia.
El origen del relato es tanto vivencial como derivado de la propia observación de la angustia de gente que no hace lo que realmente desea en la vida, sino lo que les ha sido impuesto sutilmente por la sociedad.

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