Despertarme de nuevo en la oscuridad del cuarto en medio del olor a alcohol y ungüentos de la noche anterior. Ganarle a las gallinas, a los pájaros, sentir el paso sigiloso del tiempo alejándose detrás de la puerta cuando abro los ojos. Hacer las cobijas a un lado y comprobar que el frío cuaja en un solo espasmo mi cuerpo, la materia gelatinosa de mis ojos que no ven. Incorporarme lentamente, respirar, poner los pies en el frío baldosín, pararme y moverme en el espacio referencial del cuarto sin tropezar. Recordar cómo lo hice ayer, y antes de ayer. Vestirme. Recoger el punzón sobre la mesa en el punto exacto donde sé que lo dejé anoche. Apretarlo en mi mano antes de guardarlo en el bolsillo de la chaqueta. Recorrer aquella distancia que separa la mesa de la puerta antes que la luz o un gallo me sorprendan. Abrir sin ruido, encontrar en la penumbra la silueta de las mesas colmadas de máquinas. Saberlas cubiertas de un aserrín viejo que sólo alcanzo a oler. Esperar sentado a que amanezca junto a la ventana de este cuarto desnudo, sin siquiera un calendario en la pared, ni siquiera una foto. No oír a los gallos, ni a los pájaros, despertarme con el ronroneo del primer bus que pasa. Verlo acercarse por la ventana. Salir. Cerrar la puerta con cuidado, sin hacer ruido. Subirme allí donde me conocen. No saludar. Permitir que el frío guarde mis manos en los bolsillos de la chaqueta mugrienta. Sentarme y apretar los ojos, apretar las manos, especialmente la izquierda, que no volveré a ver hasta la noche. Ni yo ni nadie. Recorrer el espacio como si nada, llegar a la décima, tener que soportar el peso de mi cuerpo con la diestra y casi caer cuando al balancearme aprovechando la inercia del bus me dejo descolgar bruscamente sobre el asfalto. Verlo alejarse echando humo antes de dar media vuelta y enfrentarme a la corriente migratoria de la calle, tropezar con las personas por no caminar con la cabeza en alto, mirar al suelo y sentir cómo poco a poco los transeúntes nos van abriendo paso, como ya casi nadie tropieza con nosotros. Detenerme. Alzar la vista. Comprobar que tengo hambre, que ya es tarde. Dar media vuelta de nuevo y caminar detrás de aquellos que llevaban tan bien abiertos los ojos. Arrellanarme dentro de esta chaqueta, sentir el frío achicharrarse en el espasmo de los músculos apretándose y encontrarme con el frío tacto del punzón en la palma de la mano, inmune a mi calor orgánico. Caminar despacio junto a la corriente migratoria mientras manipulo en el espacio reducido del bolsillo la posición del punzón y le doy vuelta cuidadosamente de tal manera que la punta filosa apunte hacia mi vientre, cuidadoso de no dejar ver a las personas del paradero esta maniobra, estas personas que se van acercando cada vez más con sus rostros helados. Enfilar la punta del punzón por en medio del roto que el bolsillo tiene y que permite que ya sienta su filo encima de la camisa. Caminar, acercarme, leer en los rostros que esperan y que de un momento a otro se contorsionan en una sola mueca y saltan como resortes llevándose consigo a los cuerpos. Ver cómo aquellas focas saltan. Apretar como nunca este pedazo de metal, asirlo firmemente y hundirlo bestialmente en la herida cubierta de gasa que cede y abre de nuevo su boca sangrienta, sentir la húmeda certeza de la sangre antes de colarme justo detrás del último pasajero en subir al bus. Sentir como la puerta se cierra furiosamente a mi espalda con un resoplido neumático. No oír las palabras de odio del conductor ni dejarme amilanar por su mirada, permitir que el mana me infunda valor. Bajar los ojos, aguantar y sentir cómo el conductor sigue su camino y no se detiene para bajarme a empellones. Hundir un poco mas el arma, balancearla hacia los lados mientras paso penosamente encima de la registradora y siento cómo los ojos se me van llenando de lágrimas. Ocupar mi puesto en la entrada del pasillo y apoyarme en el respaldo de la silla izquierda. Empezar. Comprobar que hoy la voz la tengo como todos los días mientras me oigo decir la retahíla de siempre. Esperar que la voz se me entrecorte y las lágrimas se deslicen por mis mejillas. Mirar a las personas miserablemente. Notar cómo las palabras agrietadas se van alzando por encima del sonido del tráfico y de la música del bus. Recordar lo del accidente. Contarlo todo, que no tengo plata para enterrarla. Lo de siempre. Notar cómo la sangre en mi flanco hace que las miradas aumenten y se cristalicen. Comenzar la ronda. Llorar. Producir lástima. Dejar el punzón en paz. Dar las gracias mientras camino balanceándome hacia la puerta. No poder controlar este dolor que me lacera como un fuego. Alcanzar en un movimiento rápido el timbre. Oscilar como un pez en esta pecera llena de caras flotantes cuando el bus frena. Bajarme. Llorar. Buscar una cafetería diferente a la de ayer mientras espero que la sangre se endurezca. Entrar sin llamar demasiado la atención, sentarme, pedir algo de comer, algo que llene mis tripas de perro. Comprobar que no sangro más y limpiar el punzón rotándolo dentro del bolsillo. Salir y recuperarme sintiendo cómo el viento que corre encerrado por las calles me estalla en la cara y se lleva mis últimas lágrimas, dejándome lívido como un fantasma. Caminar antes de coger dos o tres buses mas, dependiendo de la herida. Buscar cafeterías para el día siguiente. Comer. Darse cuenta que el día se está acabando cuando el crepúsculo me sorprende. Caminar un poco más hasta la farmacia. Comprar gasa, alcohol y antibióticos. Salir sintiendo la mirada del empleado a mi espalda. Caminar. Tomar el bus de regreso sintiendo el cansancio de mi brazo derecho al subirme. No pedir. Sentarme en cualquier sitio y limpiar de sangre el punzón con el sudor de la mano. No dormir. Ver acercarse por la ventana el barrio, las calles, la cuadra, aquella puerta que guarda mis máquinas. Bajarme justo enfrente de esa puerta. Abrir. Cruzar el umbral del taller. Ver las siluetas que me esperan. No detenerme solo hasta la entrada de mi cuarto, allí frente al lugar donde duermo. Sacar lentamente la mano izquierda del bolsillo y mirar cómo empuña fuertemente todavía el punzón. Empujar la puerta con las dos manos, dar un paso que me devuelva a ayer, no permitir que las penumbras se alcen accionando rápidamente el interruptor eléctrico que me descubre un cuarto macilento, un olor a hospital que se me pega a la nariz y que cubre como niebla la cama desordenada, la ropa usada tirada por el piso, un olor que me envuelve a medida que avanzo hacia el fondo y que finalmente reconozco como mío cuando veo la gasa usada del día anterior desparramada alrededor de su retrato caído, rodeándole el rostro y escondiéndole los ojos en una monstruosa mortaja que yace allí, al lado del punzón que he acabado de dejar en su sitio.
Diego Javier Bustos, Colombia © 2002
dbustosd@hotmail.com
Diego Javier Bustos es Colombiano. Tiene 23 años. Actualmente cursa el último semestre de la carrera de economía en la Universidad Nacional de Colombia. Es colaborador de la revista literaria Teta al Ojo, que auspicia la misma universidad. Su afición por la literatura le viene desde niño y ha escrito varios cuentos aunque sin publicar ninguno.También le atrae el cine por las posibilidades narrativas que ofrece y por poseer una métrica diferente a la del lenguaje escrito.
Gasa surgió en primera instancia como una idea de guión para un corto en video en un curso de producción que tomé.El juego de encubrimiento que implica el comportamiento patológico del protagonista se prestaba -pensé- para un tratamiento narrativo interesante. El proyecto nunca se llevó a cabo (pues el grupo eligió otro) y yo conservé la idea hasta que un día escribí el cuento tal como se presenta.
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