El gato está descansando sobre la repisa. Siempre me mira fríamente; con su indiferencia me desnuda, me golpea, me humilla y me derrota. Me dirige un bostezo y se levanta perezosamente. Estira su cuerpo por unos segundos, mira al suelo y mide la distancia. Cae al suelo ágilmente en sus cuatro patas. Se dirige hacia mí con parsimonia irreverente, da vueltas alrededor de mis pies untando su piel peluda en mi pantalón. Quiere saber si soy realmente yo o no. Si acaso he sido suplantado o sigo siendo el mismo de ayer.
Da un brinco y sube a mis brazos, me ve una vez más con esos ojos grises, pero esta vez no lo hace fríamente, el deseo se dibuja en ellos como una llama ardiente entre pasión y lujuria. Él espera y espera, tiene paciencia infinita. Finalmente le acaricio con mi mano, le recorro el lomo lenta y suavemente. Cierra los ojos y se escucha un ligero ronroneo. Hastiado regresa al suelo con destreza. No lo vuelvo a ver por un rato.
Me siento más tranquilo y procuro no ponerme cerca de la repisa. Ha sucedido que al voltear me lo encuentro detrás de mí, y el cabello se me eriza, con su respiración cálida y húmeda en la nuca. Me ha hecho sentir su presa, me he sentido…, y ese miedo no me ha dejado mover. Me ve con esos ojos grises, y pienso si acaso será capaz de oler mi miedo, si puede llegar hasta lo más profundo de mi ser, y ver que el miedo de tenerle tan cerca crece a cada minuto. Finalmente ronronea, se lame los bigotes y se va. Siento que lo hace a propósito, que sabe que me tiene en su manos, y yo no puedo hacer nada. Si los gatos pudieran reír lo harían.
Voy hacia la cocina, buscando un pequeño tentempié. En el refrigerador lo mismo de ayer, un poco de lasagna de la última cena. Me lo meto a la boca procurando no pensar que fue de hace ya algún tiempo (no mucho quizá). El gato aparece una vez más, entra a la cocina lentamente. Ahora quiere comer. Nunca lo he visto correr, pero si lo he visto cazar a su presa. Me ha aterrado, sin piedad y misericordia de un zarpazo ha destripado un ratón. Tiene mucha paciencia. Un día esperó sentado mucho tiempo a un paso del agujero, sin quitar la vista, sin bostezar o hacer ruido alguno. Finalmente, el indefenso ratón asomó la cabeza y la perdió.
Tengo que abrir el refrigerador otra vez, la leche descremada es la que más le gusta. Sirvo la leche en su plato y a apunto de bajarlo al suelo, brinca sobre el mueble de la cocina. Me ha asustado, y parece que lo sabe, mueve la cola ligeramente encorvada hacia la izquierda. Con su extrema flexibilidad se mete entre el plato y yo. Comienza a beber, y por la posición no me deja mover, sus zarpas han quedado muy cerca del rostro. Ratones en almíbar.
El gato se vuelve a ir, apenas ha probado la leche y se dispone a marcharse. Antes de atravesar la puerta me dirige una mirada más antes de subirse a la repisa en la sala. Se me ha ido el apetito, se ha ido con el gato. Ratones al mojo de ajo.
Abro la ventana para que el viento de invierno me golpeé en la cara, me devuelva la vida que suelo llevar afuera del departamento, donde el gato no me acompaña. Dejo el plato en el piso, quizá se le antoje después.
Estoy cansado, cansado, muy cansado. El periódico sobre la mesa aún con grandes titulares no consigue que lo tome. La revista es lo mismo, las playas y las mujeres en la portada no son capaces de centrar mi atención. Quiero encender la chimenea, para que cuando Elisa llegue, la sala esté cálida y confortable. Pero si la enciendo no podré descansar mientras llega, tengo mucho sueño.
Si no fuera por mi novia, uno de los dos ya no estaría aquí. Me da miedo pensar que podría ser yo mientras la imagen del ratón muerto aparece súbitamente en mi mente. Elisa fue quien me regaló el gato, lo compró dos días antes de mi cumpleaños. Durante ese tiempo lo tuvo en su casa y yo nunca lo vi rondar por allí. Y es de suponer, no precisamente porque Elisa lo haya escondido, sino por el hecho que desde el primer día el gato me ha estado observando. Él es muy paciente.
Elisa le puso nombre y no recuerdo cual fue. Nunca lo he llamado por su nombre, siempre se aparece cuando menos me lo imagino. Cuando lo evoco en mi mente siempre es "el gato". Elisa nunca lo ha notado, y al gato también le es indiferente. Poco antes de que Elisa llegue la mirada se le torna suave y cálida, sale de donde se encuentre y se coloca a unos pasos de la puerta. Elisa abre la puerta, y el gato comienza a ronronear. Elisa, me observa, me sonríe, me guiña un ojo, y me manda un beso. Después de eso, se agacha y toma al gato en sus brazos, le acaricia hasta el cansancio del gato.
Siempre recibo a Elisa con una sonrisa, aun en mis peores días. Tomo su saco y lo cuelgo en el perchero, le doy la mano y la acerco al calor de la chimenea. Algunas veces nos hemos acostado al pie del sofá; nos abrazamos en un beso prolongado como si tuviéramos la vida por delante, mientras la música suave se escucha por toda la sala. Me gusta verme en sus ojos, tienen el brillo de las estrellas. Tienen la inmensidad del mar y así me siento. Sin saber en qué momento, el gato aparece en medio de los dos, y antes de que pueda hacer algo siento su piel sobre mi mejilla. Elisa ríe, mientras lo reprime cariñosamente, y la inmensidad es de él.
El gato se queda entre nosotros hasta que Elisa se va, después de habernos terminado una botella de vino y una buena cena mandada pedir. Cuando ella se va, todo vuelve a la normalidad. El mismo gato con su mirada y su hastío.
Está noche Elisa vendrá a cenar. Aun faltan dos horas para que llegue. Entro al cuarto y el gato está acostado sobre la cama. Podría haber jurado que hace un minuto estaba sobre la repisa. Me ve entrar y justo cuando me empiezo a quitar la corbata, se levanta perezosamente, se estira desde la cama al suelo y sale a meterse donde yo no lo veo. Sé que puedo descansar una hora, a las 8:00 puedo pedir la cena y prepararme. Con este pensamiento me empiezo a sumergir entre la bruma de los sueños, los recuerdos. Antes de perder la conciencia, veo la puerta abierta, siempre la cierro, tengo que pararme…
Siento la respiración cálida y ligera sobre la cabeza, se me ha erizado el cabello. Me da miedo. El ratón no quiere salir. Veo el reloj y son las 8:15, aun faltan 45 minutos para que Elisa llegue. No me quiero mover, no quiero ni respirar, no quiero asomar la cabeza. ¿Cuánto tiempo podré estar inmóvil?
¿Elisa, dónde estás?
Guillermo Soto, México © 2001
samarkanda@mexico.com
Guillermo Soto nació en Mexico. Sus inclinaciones han sido muy diversas a lo largo de su vida. Le interesa la literatura, música; siendo la primera la que mayor ha desarrollado debido al tiempo que consume en otras actividades. Considera que la literatura es un medio muy útil para transmitir sentimientos ya que también las palabras permiten un sin número de significados de acuerdo al texto (escritor) y el contexto (lector-escritor). La mayoría de sus trabajos se distinguen por un final inesperado, que abarcan desde miedo o asombro psicológico hasta anomalías en la vida cotidiana. También sus textos comienzan normalmente con una ambiguedad sobre el sexo de la persona que narra la historia. Sólo es hasta la parte del desarrollo y/o final que se da una visión definida del protagonista, dejando jugar al lector con su propia psicología.
Lo que el autor nos comentó sobre el cuento:
Este cuento nace, como muchos otros, de la asociacion de ideas propias y ajenas. El cuento se
había ido formando lentamente durante los tres últimos años. Nunca tuvo un final definido hasta
comenzar a plasmarse en papel y tinta. El cuento está lleno de símbolos desperdigados aquí y
allá, que representan los miedos y frustaciones, valores e ideas, seguridades y anhelos de una
persona algo común. Existe un intruso que entra a SU vida, a SU hogar, a SU relación, y segun
el protagonista, el va siendo relegado a un segundo plano por el intruso, hasta convencerse que
una batalla no declarada se está llevando acabo, y sólo habrá un ganador al final.
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