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El gigante mexicano

“En ese entonces había gigantes sobre la tierra,
y también los hubo después, cuando los hijos de Dios
se unieron a las hijas de los hombres y tuvieron hijos...”

(Génesis, VI)

Un día vimos aparecer por la Calle Real del pueblo a un grupo de gitanos, peculiar agrupación muy común por aquellas abandonadas regiones fronterizas. Eran tres hombres con pantalones de remaches, calzados de sandalias y con camisas de manta Venían acompañados de una mujer con una docena de collares de semillas de colores en el cuello, un chaleco bordado con pájaros exóticos en el pecho y cargando un niño en la espalda envuelto en una manta indígena. Aparecieron del lado del parque. Venía con ellos un hombre de inmensa estatura. Primero creímos que se trataba de una Gigantona como las que salen a las calles en las fiestas patronales, que de seguro andaba confundida de santo patrón, fecha y lugar. Sin embargo, se trataba, en realidad, de un gigante de carne y hueso con un gran charro mexicano en su cabeza. Vi que el grupo no traía el tradicional tambor para las coplas, ni el Pepe, el muñeco cabezón, compañero inseparable de la Gigantona. Aquel hombrón tenía una estatura de más o menos tres metros y medio, casi de la misma altura del palo de papaya de’onde la Manuelita Morazán, y sobrepasaba la estatura de Orest Hanson, que según Alberto Carazo, lector empedernido, afirmaba. con datos en la mano, que el hombre más alto del mundo era un sueco a quien llamaban el Hombre Jirafa, que en 1892 exhibía su inmensa humanidad y su cara de tonto por toda Europa. Había sido tan famoso el sueco que hasta apareció en una foto con el poeta Rubén Darío, según relata el escritor Augusto Monterroso en su cuento El Centenario.

En la medida en que venía subiendo el gigante, caminando a media calle, seguido de los gitanos aztecas y de una pandilla de chavalos que le tocaban los tobillos y le hincaban el culo con un palo para ver si era de verdad, el gigante se divertía curioseando los tejados de las casas, bajando pelotas de trapo, restos de barriletes, pájaros muertos, varillas de cohetes y rollos de mecates quemados de las bombas que no se había logrado llevar el último invierno y capeándose en todo momento de no quedar achicharrado en alguno de los cables de los postes de la luz eléctrica. Uno de los que venían con él traía al hombro en una jaula improvisada, un enorme pajarraco anciano al que llamaban buitre, que cabeceaba de sueño por el bochorno del mediodía, y que cuando aleteaba con sus desvencijadas y enormes plumas iba dejando un reguero de caspa y una tufalera a zopiloten pichón. Fueron a la Pensión de Chico Sena a buscar la posibilidad de hospedarse allí, pero se dieron cuenta que Felipe Reyes Manso, que era el nombre de pila del gigante, ni siquiera podía entrar en cuatro patas por la puerta. Fue entonces cuando observaron en la esquina de mi casa el rótulo pintado en letras rojas con bordes azules: Pensión y Salón Elsa, que permanecía colocado aún, a pesar de que habían pasado más de seis meses de haberla cerrado por “recomendación de sanidad espiritual...” como dijo el Padre Mejía Fajardo. cuando le advirtiera a mi mamá: “Cierre ese caramanchel si no quiere que su casa se le convierta en un burdel. Vea lo que le digo, clausure esa marranada de cuartería con nombre de Pensión, además le repito, no se me ocurre volver a hospedarme en un lugar donde no sé qué sueños escabrosos, ni que enfermedades exóticas pueden haber dejado esos caminantes y vagabundos que con el nombre de comerciantes pasan todos los días por estos desgraciados lugares.” Pero el hombre que andaba con la jaula del buitre jubilado y que parecía ser el administrador de la exhibición del Gigante Mexicano, puso en la acera de la Pensión Cena la jaula, cruzó la calle y fue directamente a solicitarle a mi mamá que le alquilara un cuarto para Felipe Reyes Manso y le dijo que si era posible también le alquilara la esquina de la casa donde estaba la sala, que era lo suficientemente alta como para exhibirlo un par de días y así sacar los costos de su breve estadía en el pueblo para continuar su viaje rumbo a Managua, donde iban a incorporarse al Circo Ruso que venía en un barco de California a Corinto. Mi mamá, que en esos días estaba pasando algunas calamidades y atravesando una situación económica un poco difícil, sin consultarlo con mi papá, que a esas horas apenas estaría saliendo de las oficinas de la Aduana en el Espino bajando en neutro en su moto Sundap la cuesta de Tapacalí para ahorrar combustible y sacando mentalmente las cuentas de cuánto nos iba a dar a cada uno si algún día se sacaba el premio mayor de la Lotería que jugaba religiosamente todas las semanas con el mismo número desde hacía más de veinte años; tomo la decisión, y entonces, le dijo mi mamá al empresario azteca: “Bueno, les alquilo la esquina y el zaguán en doscientos córdobas por tres noches y dos días, y ni una líquida hora de más...”, mientras se santiguaba al ver que se acercaba a la casa aquel hombrón que parecía un escobillón para limpiar los cielos rasos de las casas coloniales. Y pensó que el fenómeno aquel, a lo mejor hasta podría ayudar a la Alcaldía a colocar las nuevas bujías sin necesidad de poner las escaleras en los postes de las esquinas y a reparar el cielo raso de la Parroquia. Con un apretón de manos mi madre firmó el compromiso del alquiler y le dijo al empresario mexicano: “Por supuesto que ni yo, ni mi familia pagará un real por ver a este zancón, verdad?, sin imaginarse el cirquero que mi mamá estaba emparentada por lo menos con la cuarta parte de la población de Somoto.” Y además, le dijo: al pajarraco que tiene en esa jaula que le llaman buitre y que más bien le veo cara de quebrantahuesos, mejor se lo llevan al rastro a comer tripas de vacas, antes de que acabe con el gallinero de mi mamita...” El Gigante Mexicano se sonrió como baboso al ver la altura del cielo raso de la casa, y aprovechando para enderezar algunos de los cuadros de la pared, entró con su comitiva hasta el fondo del patio donde le acomodaron unas tablas con unos burros de madera como camastro y le hicieron una almohada con un saco de bramante lleno de borra de algodón. Con unas tablas improvisaron un cuartito sin techo, al fondo del patio, donde le instalaron un barril con un gran guacal para que se bañara. “Sus necesidades mayores las tendrá que ir a hacer al potrero más cercano...” le advirtió mi mamá al dueño de la maroma, imaginándose al gigante entrando con dificultad al excusado familiar de tres huecos. Pusieron sus grandes zapatones guindados en la puerta de la esquina de la casa con un rótulo que le encargaron al Alfredo Corrales que hacía los cartelones del Cine Iris:

Hoy Viernes y mañana Sábado:
Gran presentación del grandioso y único espectáculo del hombre más grande del mundo
Felipe Reyes Manso“El Gigante Mexicano”
Sólo dos días. No se lo pierda..!
Entrada General: C$2.00
Todo niño mayor de diez años paga como adulto.
Niños menores de 9 años: C$1.00
No hay entradas de cortesía.

Se organizaron tres tandas: 6:00, 6:30 y 7:00pm. Cada visita duraba aproximadamente de quince a veinte minutos. La gente entraba y miraba al inmenso dundo que sentado en una mesa, sonreía como un niño y saludaba como en cámara lenta con la boca espumosa y la mirada vidriosa por tanta pastilla que le daban para mantenerlo despierto “Quiúbole mis cuates!”, saludaba. Algunos se atrevieron a tocarle las manos y los anillos de plata de Taxco con incrustaciones de jade y a jalarle los pelos rubios como de cabuya de sus enormes brazos para comprobar que no eran falsos. Los maromeros mexicanos ofrecían postales autografiadas del hombrón. Primero me dio miedo, luego risa y después lástima. El empresario organizó una venta de tacos que le quitó la clientela a la fritanguera de la esquina de la Chepita Valle, y fue tan exitosa, que la Panchita González le pidió la receta para incluirla en el menú de su Pensión y comidería. Los niños lloraban al verlo, y sobre todo, cuando al inmenso ropero humano se le ocurría cantar alguna ranchera y su voz de trueno hacía cimbrar la armazón de la casa de taquezal. Cuando me tocó el turno en la fila, me reconoció como el hijo de doña Elsita, “Qué pasó manito...?” -me dijo y me dio la mano. Sentí sus enormes dedos de olotes, y al sonreirme me mostró sus impresionantes dientes como las teclas del acordeón del tocador de mazurcas Mundo Sandoval.

Con mi imaginación de niño pensé que a aquel gigante, Dios, seguramente no le pudo encontrar un Angel de la Guarda de su tamaño, y me fuí a refugiar al lado de mi madre que estaba asombrada por la cantidad de gente que llegó del Ocotal: los Lovo, los Jarquín, los Vílches y los Gadea; de Estelí: los Floripe, los Rodríguez, los Castellón, los Pinell, los Castillo, los Briones y los Pereyra; de Condega: los Baldovinos; de Pueblo Nuevo: los Midence, y hasta del otro lado de la frontera con Honduras los Turcos del Almacen York de San Marcos de Colón y el Administrador de la Aduana, para ver al fenómeno que aunque nada tenía que ver con Los Mejía Godoy, todo el mundo creyó, con la fama de maromero que desde entonces tenía mi padre, que se trataba del primer espectáculo internacional que la familia presentaba. Mi tío Hernán Padilla, que medía seis pies y pico, le dijo con su vocerrón de tartamudo: “Jo jo jo jodido amigó, tre tre, tremenda tranca, es, este, es usted. ”. David Ocampos, decidió suspender la función del Cine Lux, y mi papá, le reclamaba a mi mamá por no haberle hecho caso a la recomendación de mi tía Chila, que, experta en negocios, préstamos, empeños, trueques y cambalaches, le había hecho, para hacer un mejor arreglo con los maromeros aztecas con un porcentaje sobre las ventas de los boletos. A los dos días, después del tremendo éxito de las presentaciones de Reyes Manso, y luego de cancelar los doscientos pesos por el alquiler de la esquina y el zaguán; se fueron los tres hombres, la mujer con su niño a tuto y el Gigante Mexicano en el Bus Toledo que salía a las 5:30 de la madrugada rumbo a la capital.

Todo el pueblo fue a ver a Felipe Reyes Manso acomodar la jaula del buitre entre los canastos de verduras, las valijas y los sacos de granos encima del bus. Y como sin mayor dificultad se encaramó para viajar acostado en una cama improvisada de maletas. Dijo adiós con sus grandes manos agitando su charro negro y el gentillo en el parque aplaudimos al inolvidable personaje que nunca más volveríamos a ver. El bus se perdió en una nube de polvo al final de la Calle Real, quedando un charquito de nostalgia en los ojos de los niños y un tufo a zopilote que nunca le pudo quitar mi mamá al zaguán de la casa. Cuando llegó el invierno y sacamos los zancos, nos acordamos del Gigante Mexicano, y con nuestros primos los Padilla, lo remedábamos, poniéndonos a horcajadas sobre los hombros del otro y vestidos con los pantalones y los zapatos de mi tío Hernán.

Muchos años después, leyendo La Prensa en la barbería de Tabo Morazán, vi su retrato dibujado a lápiz y una breve biografía en la Sección Aunque Ud. no lo crea, de Ripley, que decía: “Felipe Reyes Manso, originario de Monterrey México, mejor conocido en el mundo artístico como El Gigante Mexicano fue el hombre más alto del Continente Americano. Murió en la Ciudad de Las Vegas, Estados Unidos, donde tenía el original y exclusivo espectáculo musical que lo había hecho famoso en Nueva York, titulado El mundo de Gulliver en el que compartía escenario con un mariachi de músicos liliputienses que era una novedad. Las canciones que lo hicieron famoso en este espectáculo de humor, música y de grandes proporciones, fueron el vals ranchero Ando volando bajo, y el bolero cubano Bájate de esa nube -seguía diciendo el pequeño reportaje. Falleció a la edad de treinta y cinco años, después de haber recorrido exitosamente América Latina Estados Unidos y Canadá. Su enfermedad del desarrollo caracterizado por un crecimiento excesivo, incontrolable e irreversible, popularmente conocida como gigantismo lo condujo irremediablemente a la muerte. Su inmenso ataúd fue construido por un carpintero especializado en embalar piezas de dinosaurio para los museos más famosos del mundo, pues todos sus amigos se opusieron a que lo incineraran, para que su cuerpo regresara a la tierra con el mismo tamaño que Dios, infinitamente sabio y justo, por alguna razón había decidido darle. Sus restos mortales fueron conducidos al Cementerio Latino de Los Angeles en el furgón del Royal Dumbar Circus, al no encontrarse ninguna limusina ni carruaje de caballos para trasladar el cuerpo de semejante difunto...”

Se especula, hasta el día de hoy, entre los artistas de Las Vegas quienes siempre le manifestaron un cariño tan grande como él mismo, que varias semanas después de haberle dado cristiana sepultura le seguía creciendo el cuerpo. Lo único que en verdad nunca le creció, según el informe oficial del médico forense, el último en revisarlo para determinar las causas de su muerte y realizar el acta de defunción, fue su pequeño sexo y su dulce corazón de niño.

Luis Enrique Mejía Godoy, Nicaragua © 2010

luislucy@cablenet.com.ni

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