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El gordo de los boleros

Sí, es cierto que una noche Márquez le llamó gordo mugroso; que allí en el bar de Diez de Julio estábamos sus amigos, y que él asumió el insulto sin replicar, con esa humildad de los que se obligan a mirar la vida desde abajo. Que para humillarlo le negó una cerveza y todos los presentes nos reímos con esa estupidez que aflora cuando el trago corre de prisa. Reímos por costumbre, ya que de simpatías por Márquez ni hablar. Nadie aprecia a un cerdo que vende cerveza aguada y más encima se siente poderoso, dueño del lado oscuro de sus clientes. Por costumbre, sí. El Gordo con su panza desmesurada, sus mofletes sudorosos y su repentina tartamudez ha sido desde siempre el mejor blanco para nuestras bromas. Es que nosotros somos así. De tanto cuidar las esquinas se nos ha ido agriando la leche. Entonces, no es sorpresa abusar del Gordo ni tampoco que él, como esa noche, se quedara seco de palabras al ver que desde la barra lo observaba la linda Carlita Pulido, la morocha que Márquez contrató de cajera y que a más de uno de nosotros le remueve los sesos, aunque en público se opine que la mina no da para tanto y que más nada es la novedad. Claro que el Gordo no piensa igual, ya que la mentada Carlita llamó su atención desde la primera noche que la vio tras la registradora, vestida con una minifalda amarilla que permitía aquilatar sus piernas delgadas y su trasero plano, insignificante. Lo cierto es que nadie se dio cuenta de la ira del Gordo, y si ahora la recordamos es porque al día siguiente él lo comentó con nosotros, cansado de ser el cero más cero del barrio y de trabajar como esclavo para reunir los cuatro veintes que sus padres le exigían llevar a casa. De algún modo, y sin que eso sea fundamental, lo de Márquez despertó su resentimiento. Más por la oportunidad que por lo dicho, ya que lo de mugroso no era tan grave. Gordo ya le decían en la escuela, y mugroso, todos lo somos en este barrio. Unos más, otros menos, según la época o la fortuna. No hay más que pensar en Márquez, tan feliz por la mañana y ahora, serio a más no poder, incapaz de entender lo que ocurre a su lado, aunque sea el mismísimo protagonista. La verdad es que lo del Gordo venía de antes. Tal vez desde que supo que no todos usaban sus mismas zapatillas raídas y que eso que salía en las revistas pirulas era verdad. Existían los Mercedes Benz, la ropa elegante, el copete fino y las minas rubias que sentían un profundo desprecio por los obesos. Lo señaló la mañana que le despidieron del supermercado donde trabajaba reponiendo mercadería. "Nosotros estamos al otro lado de la vitrina" dijo, luego de probar la cerveza que le compramos para levantarle el ánimo. Desde ese día se sintió parte de una desgracia común, se unió más al grupo y llegó al bar siempre de los primeros. Se sentaba junto a la barra y se dedicaba a mirar a la Carlita Pulido. Triste, jugaba con una moneda que jamás salía de los bolsillos de su pantalón. Sí, el Gordo se puso resentido. Y no era para menos. Si hasta las putas de San Camilo le hacían el quite aquellas noches en que aparecía con billetes tan legales como los nuestros, ganados en el Persa de Bío Bío, vendiendo lo que alguno de nosotros robaba por la noche. Cuestión de suerte. Detalles de su existencia que se los contamos para que usted sepa y no vaya a escribir mal de él. Porque es bueno que entienda que la Carlita Pulido cuece algunas habas en este guiso. Se lo decimos nosotros que somos sus amigos, que crecimos con él desde la infancia y compartimos sus momentos de gloria. ¡No ponga esa cara! El Gordo tuvo su instante glorioso. La tarde en que ganó un concurso de boleros en Sábados Gigantes. Lo vimos en la tele del bar. Cantó uno que nadie conocía de nombre, pero que sin duda estaba dedicado a la Carlita Pulido. "Usted es la culpable de todas mis angustias, de todos mis quebrantos", decía al comienzo. Se la cantaríamos completa, pero el ánimo no da, y para ser honrados, él que cantaba bien era el Gordo. Con un poco de ayuda podría haber sido como el Zalo Reyes, al que una vez oímos cantar en una fiesta que organizó la Municipalidad antes de una elección de diputados. Pero, eso es harina de otro costal y nosotros estábamos en el asunto del concurso. Cantó una vez y lo seleccionaron. Enseguida compitió con otros dos participantes. Uno era un tipo viejo y algo amanerado. El otro, moreno y de su edad. Apostamos a este último y nadie pudo creer cuando el Gordo sacó esa voz que no le conocíamos. Una voz clara, exacta en el decir o susurrar de cada verso, capaz de estremecer al amante más esquivo. Si nosotros tuvimos dudas, el público del programa, no. Lo aplaudieron a rabiar y de no ser por el animador, lo sacan en andas. Después del programa llegó en un radio taxi que le pagaron los del canal. Vestía la camisa roja y el vestón blanco que le habían regalado los auspiciadores. Y además traía dinero. El suficiente para pedir una ronda de cerveza para nosotros, sentirse el dueño del bar por una noche, y cantar de nuevo el bolero junto a la registradora de Carlita Pulido, la que entonces ya había recibido la primera carta del Gordo. Carta que escribimos recurriendo a la página sentimental de La Cuarta, y que la muchacha tuvo la mala ocurrencia de mostrar a Márquez, tal vez porque le tenía miedo o porque eran ciertos esos rumores que hablaban de noches en que la Carlita no se iba a su casa. Como sea, el resultado fue más o menos el mismo. Márquez le tomó bronca y comenzó a joderlo por el puro gusto de darse importancia. Pero el Gordo parecía hecho de madera dura, y además, estaba el éxito. Durante dos meses cantó en boites de mala muerte, y su foto se iluminó en vitrinas de San Diego al sur. Hasta que su estrella se apagó y nadie vino a preguntar por él, y el concurso pasó a ser parte de las historias increíbles del barrio. Aparentemente no sintió el fracaso. Sus energías estaban concentradas en ubicarse junto a la barra y mirar a la Carlita que, de más está decirlo, no le prestaba la más mínima atención, y sólo de vez en cuando le decía algunas palabras como para avivarle la ilusión. Y eso que a él le parecía normal pudo arrastrarse por meses, sino fuera porque ahí estuvimos nosotros decididos a mover una pieza más del juego. El Gordo recibió una carta de Carlita Pulido en la que se mostraba ardiente y "dispuesta a sobrepasar los prejuicios de la época y el destino". Frase esta última que copiamos de una revista del corazón que encontramos en la peluquería y que nos pareció apropiada para remecer el ánimo del Gordo, al que imaginamos aparecer en el bar dispuesto a recorrer el camino más recto entre la Carlita y sus deseos. Pero, no fue así. Le dio por la poesía y la responsabilidad. A la poesía se acercó a través de un amigo suplementero y miembro de un ateneo de poca o ninguna memoria, y con su ayuda le escribió tres cartas apasionadas en una misma semana. Y por la responsabilidad conversó con un tío lejano y se consiguió pega de mozo en un restaurante de Las Condes. La combinación de trabajo e inspiración parecía conducirlo al éxito, o al menos eso era lo que él pensaba cuando por la tarde pasaba frente al bar, sin detenerse en su habitual cervecita del relajo y las buenas noches. Sí, sólo de paso. Dejó de aparecer por el bar durante quince días y concurrió a su trabajo con la puntualidad de los Omega. Después de eso vino la caída. Igual que una ola, lo vimos tocar el cielo, y enseguida, cuando nos preparábamos a celebrar, se quebró en mil pedazos. La verdad es que debimos advertirle el asunto de las cartas. La Carlita se las pasó al Márquez y éste se encargó de leerlas a voz en cuello la noche que el Colo Colo ganó la Copa Libertadores de América, y en el bar se encontraban hasta los muchachos abstemios del Ejército de Salvación. Incluso las hizo correr entre nosotros para certificar que la letra era auténtica. Todos reímos esa vez, menos la Carlita que de algún modo se la ingenió para adivinar el final de la historia, y a pesar del colorete y el carmín de los labios, adoptó en su rostro el tono pálido de los gatos asustados. Uno de nosotros quiso anticiparse a los acontecimientos. Sugirió conversar con el Gordo, y si bien todos estuvimos de acuerdo, nadie se ofreció para hacerlo. Decidimos montar guardia, con tan buena disposición que el día que regresó al bar estábamos todos presentes, ebrios y olvidadizos. Traía la derrota pintada en el rostro. Entró con lentitud y cuando vio que tras la caja no se encontraba la Carlita Pulido, avanzó hasta la mesa más apartada del bar. Lo seguimos. Pidió una cerveza, se secó el sudor de la frente y como si acabase de inventar la pólvora, dijo lo que ya sabíamos con precisión: "la vida es una mierda". Y luego se explicó. Lo habían sorprendido aligerando el contenido de los platos que debía servir, y del descubrimiento al despido, sólo había mediado una sarta de insultos que, bien pensado, se merecía por glotón. Escuchamos la anécdota y supusimos que las cosas se darían como de costumbre. Y durante algunos días fue así. El Gordo triste, las cervezas, el resentimiento. Y aunque sea duro decirlo, una vez más nos equivocamos. Esta tarde él apareció por el bar a la hora habitual. Nos saludó sin decir palabra y nos fue mirando con rencor uno por uno. Alguien le había soplado lo de las cartas y deseaba escuchar una explicación. Nosotros se la dimos, y él, de pura amistad nos creyó. Se pusieron cervezas en la mesa y se conversó de fútbol, minas y malas ondas. El Gordo se veía un tanto bajoneado. Quieto de palabras y de sonrisas. Como que algo en su interior le empezó a funcionar en un orden diferente al habitual. No supimos entenderlo, y las cosas sucedieron de pronto, inesperadas. Se puso de pie y ocupó con su humanidad el centro del bar. Los parroquianos se quedaron en silencio, masticando el asombro. "Voy a cantar para la Carlita", dijo. El silencio se hizo doble y todos miraron a la muchacha, enrojecida tras la registradora, sin capacidad de decir nada, sólo de dar unos pasos que la aproximaron a Márquez, él cual la acogió con un cálido abrazo. "Para que nadie tenga dudas" dijo a voz en cuello el cantinero, y lo vimos abandonar su puesto junto a la barra, acercarse al Gordo y gritarle en su cara que era un mugroso. Que nadie cantaba en su bar y que mejor fuera pensando en otro sitio a donde ir a criar sus borracheras. La respuesta del Gordo fue un resumen de sus iras. Alguien dice que intercambiaron insultos en voz baja. Que se mentaron las madres o algo así. A nosotros no nos consta. Estábamos en una esquina apartada y la bronca nos pareció irreal, de farsa o película mexicana. Observamos al Gordo sacar una pistola del 22, una matagatos que le dicen, y cuando Márquez intentaba una sonrisa, le disparó en el pecho. La clientela se hizo humo rápidamente, salvo nosotros, la Carlita, y el Gordo, nuestro Gordo que se quedó mirando a la muchacha desde el rincón más triste del bar. Lo demás, usted lo sabe: nadie quiere a los gordos.

Ramón Díaz Eterovic, Chile © 1999

rdiaze@inp.cl

Ramón Díaz Eterovic nació en Punta Arenas, el año 1956. Vivió en Punta Arenas hasta el año 1973 y desde ese año hasta la fecha reside en la ciudad de Santiago. Ha publicado los libros de poemas: El poeta derribado y Pasajero de la Ausencia; los libros de cuentos: Cualquier Día, Atrás sin Golpe y Ese viejo cuento de amar; y las novelas: La ciudad está triste, Solo en la oscuridad, Nadie sabe más que los muertos, Angeles y solitarios y Correr tras el viento. En 1996 recibió el Premio Municipal de Santiago por su novela Angeles y solitarios y en 1995 el Premio del Consejo Nacional del Libro y el Fomento a la Lectura, por la misma novela. Ha recibido más de veinte premios nacionales e internacionales y sus cuentos han sido incluídos en una docena de antologías publicadas en Chile y en el extranjero. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile durante los años 1991 a 1993. Su novela Correr tras el viento fue finalista del Premio de Novela Planeta Argentina.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Este cuento, como la mayoría de los que he escrito, nació de ese ejercicio de permanente fisgón que considero inherente al acto de escribir. Alguna vez, bebiendo cerveza con mis amigos en un bar, me llamó la atención la figura de un hombre gordo que cantaba boleros, con especial sentimiento. Era un parroquiano más de los que estábamos en el lugar. La imagen de ese sujeto quedó grabada en mí, y tiempo después, emergió en una historia que, como todas mis historias, se instaló entre mis obsesiones, hasta que la convertí en un texto. Posteriormente, invitado por una editorial a participar en una antología de cuentos sobre el alcohol y borracho, agregué algunos elementos al cuento original y entregué la versión definitiva, publicada en el libro Relatos y Resacas de la Editorial Planeta, Chile.
Una de las cosas que intenté en este cuento, además de contar una historia, fue trabajar con un narrador que fuera colectivo, lo que me pareció era una manera de acentuar la traición de la que es objeto el gordo por sus amigos.

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