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Hilos

Heredé el oficio de mi padre. Soy la única mujer sastre que hay en este lugar; de hecho, el único sastre, pues nadie más se dedica a este oficio. A falta de madre, siempre estuve muy apegada a mi padre, que le cosía la ropa a casi todos los hombres de aquí. De pequeña llegaba corriendo de la escuela para ayudarlo. Por las noches, al terminar de leer, pasaba por el taller de costura y acariciaba las telas con mucha suavidad; temía molestarlas, o que después alguien se las pusiera y sintiera que yo las había tocado.

Todo empezó por “Manuela, sujétame los alfileres. ¿Cómo luce el señor Luciano, Manuela? Señor Luciano, fíjese que es la opinión de una mujer, téngala en cuenta”, bromeaba papá. Luego “Manuela, ya está cortado el traje del señor Alfonso, hilvánalo por favor”.

Así pasaron los años, cortando, cosiendo, sin conocer otro roce que no fuera la aguja, los alfileres, el hilo...

Un día, mientras montaba el molde del señor Lorenzo sobre el lino, mi padre me dijo: “Por cierto Manuela, el señor Lorenzo me ha pedido casarse contigo. Es un buen hombre y puede mantenerte, creo que debes aceptar.” Sin levantar los ojos de la tela, le contesté: “solo si me deja seguir siendo sastre.”

El señor Lorenzo aceptó. Cierto que es un buen hombre, si eso se le llama a no pelear, no golpear y traer comida. En la cama solo he sentido asco de esa mole que me aplasta contra el colchón y me hace hijos sin parar. Un día me preguntó “¿no te gusta, Manuela?” Yo me encogí de hombros. Nunca más preguntó pero siguió haciéndomelo y haciéndome hijos.

Mi padre falleció y quedé a cargo de la sastrería, tenía que hacerlo todo, desde proponer los tejidos hasta cobrar el servicio.

De todo el proceso, desde que recibo la tela hasta que la cuelgo en el perchero, lo que más disfruto es hilvanar. Desenrollar el hilo, cortarlo con mis dientes, y pasar la lengua por la punta para ensartar la aguja, son uno de los mayores placeres que conozco. Solo cuando le preparo la ropa a Lorenzo uso las tijeras para cortar y el ensartador para la aguja, con nadie más. Saber que caminan, que duermen, que viajan, que sueñan, bordeados de hilos que han pasado por mis manos, por mis labios, me hace amar mi trabajo cada día más.

“Un día tendrás que cerrar, Manuela,” dice Lorenzo con sorna, “ya eso no se hará más, lo veo venir”.

“Moriré antes de que eso llegue aquí, Lorenzo,” le contesto disimulando mi furia.

A veces, cuando estoy planchando la ropa terminada, lloro por tener que quitar los hilvanes, pero siempre dejo algunos, donde apenas se note y donde más feliz pueda estar.

Hoy es noche de sábado y vendrán a probarse como tres clientes, es el único día que tengo para eso. Lorenzo no me permite entallarle a ningún hombre si él no está delante y cuando único le conviene es el sábado por la noche. A mí me parece bien, así lo disfruto mucho más, tenerlo sentado enfrente leyendo el periódico, mientras yo digo: “suba los brazos por favor,” o “voltéese, ahora abra las piernas, ¿cómo se lo siente?” Y oír que me digan “perfecto Manuela, usted es la mejor, con esta ropa siento como si volara...”

Ana Núñez González, Canadá, Cuba © 2009

anynunez@gmail.com

Ana Núñez González nació en la Habana en 1971. Es Licenciada en Derecho por la Universidad de la Habana y egresada del Centro de Formación Literaria "Onelio Jorge Cardoso" de la misma ciudad.   Sobre el cuento confiesa que le gusta leerlos, escribirlos y vivirlos. Ha publicado cuentos en Cuba, Brasil y España. Actualmente vive y trabaja en Canadá.

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