Los vio acercarse. Reían, cogidos de la mano. Se detuvieron y él la enlazó con su brazo derecho. Ella musitó algo a su oído y él levantó la mirada hacia lo alto del edificio.
-¿Ahora? -preguntó.
Ella colocó la mano sobre su cuello en una caricia leve y sus ojos brillaron.
-¡Claro! -exclamó-. Ahora.
Él continuó mirándola y sus ojos brillaron también. La cogió de la mano y entraron en el amplio portal.
El hombre que vendía periódicos los siguió con la mirada. Luego alzó la vista hacia lo alto del edificio. Se detuvo en un rótulo de letras azules: "Pensión Palacio" y entonces sintió envidia. No solía hacerlo. No envidiaba, tampoco amaba, ni deseaba siquiera. Era algo que había decidido hacía ya mucho tiempo: anular sus sentimientos. Lo había decidido cuando comprendió que había dejado de formar parte del mundo, porque al mundo ya no le interesaba contar con él, pero aquellos chicos le hacían sentir envidia. Venían de vez en cuando y entraban con la alegría en los ojos. Él los imaginaba ocupando un cuarto en la pensión. Veía sus caricias, inexpertas todavía, el descubrimiento de los cuerpos jóvenes, la vivencia de las sensaciones nuevas. Le hacían recordar las siestas en los campos, cuando el sol caía a plomo y los cuerpos pesaban. Las gavillas amontonadas y la sombra sin un soplo de aire. Y la Antonia en sus brazos, ¿o él en los brazos de la Antonia? Los cuerpos juntos, sudorosos. La sangre ardiendo. La Antonia lo quería, tenía las carnes prietas, el rostro arrebolado y los ojos castaños, como la miel de brezo. Pero él no la quería, solo la deseaba en las siestas sofocantes del estío.
El semáforo coincidía con la entrada del edificio, una interesante construcción, casi un palacio, de estilo modernista rematada por una cúpula cubierta con tejas de cerámica verde brillante. En algún tiempo había sido una residencia familiar. Ahora albergaba oficinas institucionales y en las dos últimas plantas una pensión. Por las tardes, las oficinas estaban desiertas, solo las recorrían las limpiadoras, que también se ocupaban del portal y las escaleras, pero en la pensión siempre había movimiento. Los viajeros llegaban en autocares, o en taxis. Las maletas se amontonaban en el amplio portal y los chicos de la pensión las subían en el montacargas. Las personas tenían que subir por la escalera circular, mirando con gesto de cansancio la gran claraboya que coronaba el hueco central y que llenaba de luces de colores las paredes pintadas de blanco. Era un tributo a la belleza del inmueble, ya que los propietarios, una antigua familia que de su abolengo conservaba poco más que los brillos del linaje, se habían negado a modificar la estructura para poner un ascensor que cumpliese con las normas.
El hombre que vendía periódicos se había acomodado a aquel espacio que tenía muchas ventajas. Durante la mañana, vendía algunos periódicos a los funcionarios. La cercanía del mercado hacía que algunas mujeres incluyeran la publicación, que se llamaba "La calle", en su carro de la compra. Y estaba la gente que acudía a la iglesia cercana y los huéspedes de la pensión. No era un mal sitio. Además, el portal, muy amplio y en semipenumbra, le había dado cobijo algunas noches, hacía algún tiempo, antes de que decidiera dejar de sentir cuando pensaba que refugiarse en el alcohol valía para algo.
El sol se iba ocultando dejando un baño de luz rojiza sobre los tejados. Había aumentado el tráfico. El hombre sabía la hora, aunque hacía mucho tiempo que no llevaba reloj. Estaban cerrando las oficinas. Lo veía en la gente que llenaba las aceras, con las espaldas encorvadas, a pesar de haber usado las sillas ergonómicas, y los ojos mustios, después tenerlos durante varias horas fijos en las pantallas de los ordenadores.
-¿Es así?
Se sorprendió. Era una voz dulce. La miró sin comprender. Ella tenía un euro en la mano y el periódico en la otra. Cogió el euro y la vio marchar. La siguió con la mirada. No era como la chica de antes, que era muy joven. Ésta tenía un cuerpo fuerte, abundante de caderas. Llevaba una falda larga, rematada con un volante, que se movía con asimetría, porque la mujer cojeaba ligeramente. La chaqueta oscura ponía un toque sobrio a la figura. Se fijó en el pelo rojizo que imitaba el sol del atardecer veraniego.
Cambió de posición, apoyando el pie derecho en la pared, y miró los periódicos que estaban en el suelo. En realidad, por mucho que se disfrazara, aquella era una forma de pedir limosna. ¿Qué le importaba a la gente aquel periódico? Los vio pasar. Hombres con gesto duro y paso rápido, mujeres de ojos tristes, cargadas con bolsas de plástico, parejas mayores, cogidos del brazo, pero con miradas distantes, como si viviesen vidas incompatibles. Niños correteando por el medio. Uno se detuvo, lo miró y se pegó a la pared intentando imitar su postura.
-Niño, ¿qué haces? -la voz de la madre irritada- ¡Jesús, qué ocurrencia!
Y el pequeño alejándose, haciendo un gesto de burla al hombre, que modificó de nuevo su postura.
De pronto, la tarde se detuvo. Y ocurrió. Un golpe seco, rotundo, el chocar de un cuerpo contra el suelo. Un alboroto de cristales rotos, que sembraron la escalera de colores. Los pasos del chico bajando las escaleras de dos en dos y el crujido de los cristales que rompían bajo sus pies. Y el grito haciendo eco en el hueco del portal y la escalera.
-Noa, mírame. Noa, despierta. Noa, vuelve.
El hombre de los periódicos entró apresurado, pero, se mantuvo a distancia. Miró la claraboya y vio el cielo. Ya no estaba el escudo con el león rampante. Solamente quedaban varillas de plomo rotas y algunos vidrios medio desencajados. El centro había caído todo, con el cuerpo de la muchacha.
El hombre se estremeció. No había oído ningún grito y sin embargo, la chica tenía que haber gritado. Había cuatro pisos de distancia, pisos de techo alto. Ella tenía que haber gritado, pero él no la había oído.
El chico se puso en pie. En la escalera, los rostros asustados de dos limpiadoras y una muchacha con uniforme azul marino y una placa en el bolsillo izquierdo: "Pensión Palacio".
-¿Qué miran? -gritó el chico- ¡Coño! Hagan algo. ¡Llamen a una ambulancia!
El hombre que vendía periódicos dio dos pasos atrás y pegó su espalda a la pared. Sintió frío, un frío profundo que le venía de dentro. Había reconocido el rostro del muchacho. A ella no, a ella no podía reconocerla porque la blusa le cubría el rostro y su cuerpo parecía muy pequeño sobre las grandes losas de mármol.
-¡Claro! Ahora -había dicho ella.
El hombre recordó los ojos brillantes y la sonrisa prometedora.
-¡Joder! -pensó-. ¡Joder!
Cuando llegaron los de la ambulancia, había mucha gente en el portal. Se abrieron paso, separaron al chico, que tenía los ojos desorbitados, y rodearon el cuerpo. El hombre del periódico se acercó y puso su mano sobre la espalda del muchacho, que temblaba, pero él no se enteró.
La policía llegó cuando estaba oscureciendo. A través de la claraboya, en el cielo limpio de nubes, un círculo pálido se incrustaba en el azul. En el contraluz de la puerta estaba la gente inmóvil y un murmullo, como de colmena se adentraba en las sombras. Alguien encendió los apliques de la escalera y la lámpara de bronce y todo se tiñó de un amarillo pálido y triste.
Una mujer, con un mandil blanco, hablaba entre sollozos.
-Venían muchas veces. Yo los había visto, cuando subía a tender la ropa. A la terraza se puede subir porque ahora no hay portera y porque la puerta no tiene llave. Yo no les decía nada porque me parecía que no hacían daño. Se querían. Hacían sus cosas encima de las baldosas rotas y luego se sentaban, pegados a la caseta de la maquinaria del montacargas y hablaban.
El hombre de los periódicos presionó más sobre la espalda del muchacho.
-La claraboya estaba protegida -seguía diciendo la mujer-, tenía una red metálica por encima, pero estaba muy oxidada. Yo, por si acaso, no me acercaba.
Se llevaron el cuerpo de la chica y después se llevaron al muchacho, rígido, andando como un autómata, sin palabras, sin expresión en el rostro. La mujer subió las escaleras, enjugándose los ojos con una punta del mandil blanco. Y el resto de la gente también fue esfumándose en las sombras. El hombre del periódico dejó el portal con las manos en los bolsillos, los puños apretados y un gesto de impotencia en la mirada. En la puerta, una muchacha de pantalón vaquero lo abordó.
-¿Usted pudo verlo? -preguntó.
El hombre vio su cuaderno y el bolígrafo en sus manos y el hambre de noticias en sus ojos y la impotencia se volvió rabia sorda.
-¿Y qué esperas ver en la ciudad?
La voz de la Antonia resonaba todavía en sus oídos, pero no recordaba su respuesta. Daba igual. Había dicho algo para salir del paso, porque él no pensaba ir a la ciudad en busca de nada, sino huyendo de la opresión que lo ahogaba, del amor de la Antonia, de la mirada recelosa del padre y de la sonrisa cómplice de la madre. Él no amaba a la chica, pero sobre todo, odiaba la idea de quedarse en el pueblo, donde todos lo miraban al pasar, desde las ventanas entornadas y donde ya no tenía nada, salvo el recuerdo de sus padres y un pedazo de tierra en el que mal cabían los tres eucaliptos que había plantado con su padre cuando era niño.
La Antonia le dijo que estaba embarazada y sus palabras fueron como rejas entre las que sintió que se ahogaba. Por eso huyó, aquella misma noche.
-No pude verlo -respondió a la chica-, estaba en la calle, vendiendo mi periódico.
-Pero, ¿los conocía? Dicen que venían muchas veces. ¿Los había visto antes?
-Yo estoy en la calle -dijo el hombre-, no me fijo en los que entran y salen.
Ella guardó el cuaderno y el bolígrafo y se fue.
La calle había quedado desierta. El hombre, recogió los periódicos y los colocó cuidadosamente en un rincón del portal, cerca de la puerta. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de punto y sacó un puñado de monedas. Era poco dinero, había muchas de las negruzcas, que apenas tenían valor. Se dirigió a la puerta, pero lo detuvo la voz de una de las limpiadoras.
-Ramón, ¿pudo verla?
La esperó. Tenía los ojos enrojecidos.
-Los vi entrar -dijo él-, pensé que iban a la pensión, como siempre.
-Nunca fueron a la pensión -dijo ella-, iban a la terraza. Y no eran ellos solos. Suben por la noche. Se drogan y hacen todo eso que parece que tienen que hacer los jóvenes. Yo se lo dije a mis jefes varias veces. Les dije que tenían que poner una puerta, que no estaba bien que la gente entrara en el edificio como Perico por su casa. Y también les dije que la terraza era un peligro. Pero, dijeron que era cosa de la Comunidad. ¿Y ahora? ¿También será cosa de la Comunidad?
-Ahora, pondrán la puerta -dijo el hombre resignado.
-Pero a ella no le valdrá -dijo la mujer-, ni a su hija.
El hombre la miró sorprendido.
-¿La conocía? ¿Cómo podía tener una hija? ¡Si era una niña!
-Sí, una niña -rezongó la mujer- una niña que había vivido ya más que usted y yo juntos. Yo la veía subir y bajar con el muchacho, y me hacían gracia. Me parecían felices, viviendo eso que decían mis muchachos hace unos años, el aquí y ahora. Ellos dicen que hay que vivir hoy, porque sabe Dios lo que ocurrirá mañana, pero yo digo que el mañana será siempre una consecuencia de lo que hagamos hoy.
La mujer hablaba apresurada, contenta de que el hombre la escuchase. Las palabras resonaban en el portal mal iluminado. El hombre la interrumpió.
-Pero, ¿de verdad, tenía una niña?
-La tenía, sí -respondió ella-, y la quería como una buena madre, pero nadie le había dicho que tenía que elegir, y que la historia había de repetirse.
La mujer se detuvo y miró al hombre. Bajo la luz macilenta le pareció que la escuchaba interesado.
-Un día me la encontré llorando, aquí mismo, casi donde está usted ahora, pero acurrucada en el suelo. Me acerqué a ella y cuando le pregunté lo que le ocurría me despachó con un exabrupto. Pero luego se vino a razones y acabó contándome cuánto quería al chico, ése que estaba ahí, como un pasmadote, con los ojos como platos. Pero él le ponía pegas, por la niña, claro, que era de otro que estaba en la cárcel. ¡Qué vidas! ¡Y con sólo dieciocho años! Pero ella era huérfana. Su madre también la había tenido siendo una cría y luego se había marchado. Nadie la había vuelto a ver. Ahora, la pequeña la tienen los abuelos. Quizás -y la mujer apretó los puños con rabia sobre los ojos para liberarlos de las lágrimas-, quizás para ellos la muerte de la chica sea una liberación.
El hombre que vendía el periódico permaneció en silencio. Vio el cuerpo menudo de la mujer que cruzó la calle apresurada, con el semáforo en rojo, y luego se adentró en el portal mal iluminado y subió despacio las escaleras, sintiendo crujir algunos cristales bajo sus zapatos, a pesar de que los chicos de la pensión habían barrido las escaleras. Dejó a la derecha la última puerta y siguió subiendo un tramo de escaleras. Cruzó un hueco sin puerta y se adentró en la terraza. Había varias cuerdas de tender la ropa. Tenía al alcance de su mano las tejas de cerámica verde, pero la cúpula no era tan hermosa como le parecía desde abajo. Todo tenía un aire de abandono, de suciedad. Se acercó a la claraboya. Se estremeció al ver la distancia hasta la luz difusa del portal.
-¿Y qué esperas ver en la ciudad?
La voz de la Antonia en sus oídos. A su alrededor, los altos edificios con sus ventanas iluminadas y el sonido lejano del tráfico. Y, sobre él, el cielo con una luna inmensa que se le antojó triste. Echó cuentas. Quizás el hijo de la Antonia tendría la edad de la muchacha. Se detuvo. No, no, era algo menor. ¿Y los eucaliptos? ¿Extenderían sus ramas fuera de los linderos de su terreno? ¿Y la Antonia?
-¿Y qué esperas ver en la ciudad?
El hombre que vendía el periódico en el semáforo pensó que ya lo había visto todo en la ciudad. Y consideró que a lo mejor no era malo reconocer que se había equivocado. Sopesó el contenido de su bolsillo y recordó el exiguo saldo de su libreta azul. Percibió el olor casi olvidado de la tierra recién labrada y, con cuidado, se encaminó hacia el hueco sin puerta que lo llevó de nuevo a las escaleras. Las bajó despacio, con una mueca en los labios que se parecía a una sonrisa.
Rosario Barros Peña, España © 2002
rosbap@correo.cop.es
Rosario Barros Peña es española, licenciada en Psicología por la Universidad de Santiago de Compostela (España). Durante veinte años ha compaginado el ejercicio de la psicología con su trabajo de Funcionaria, lo cual supuso un antes y un después para sus trabajos literarios. De joven publicó dos novelas cortas y un conjunto de cuentos. Recibió la flor natural en dos certámenes de poesía y escribió artículos y relatos en revistas y en la prensa de su ciudad. Hace dos años dejó su trabajo en la Administración para volver a escribir. Tiene predilección por el relato corto, porque prefiere captar solo instantes en la vida de las personas. En el año 2001 llevó el segundo premio en el Certamen Literario "Valle de Punilla". En septiembre de este año llevó el segundo premio en el IV Concurso Literario "Los Juegos Florales" de City Bell con un relato titulado “Al Alba”. La mayoría de sus relatos los tiene en páginas literarias de Internet, aunque sueña con publicarlos en papel. Acaba de terminar una novela. Le gusta viajar y conoce casi toda Europa y el Norte de África. Disfruta con la lectura, la pintura, la música y charlando con los amigos.
Lo que la autora nos contó sobre el cuento:
El cuento "El hombre que vendía periódicos en el semáforo" nació de una noticia periodística. La muerte de una muchacha cayéndose desde la terraza de un edificio. Intenté contar la historia de la chica, pero el hombre testigo del accidente se apoderó de la narración, y lo hizo para que no resultara inútil la pérdida de una vida. Es un relato al que tengo especial cariño.
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