Ni siquiera las encontraba en la guía de colectivos.
Era mi primer puesto de trabajo y no podía mantenerme tranquila ni por un instante. Aún no tenía mi título. Estaba en trámite, y para mí era como sentirme docente a medias. Me había recibido en agosto, para más datos el veintitrés y, al día siguiente del asueto por el día del maestro, me llamaron del distrito de San Justo para ir a cubrir una licencia de tres meses.
Finalmente encontré las calles. Pertenecían al partido de La Matanza y tenía que tomar el 49, ramal Olleros. Todos nombres raros para mis 18 años, casi 19, que jamás habían salido de Caballito, el centro, Belgrano y el club.
El viaje era tan largo que debía almorzar alrededor de las diez y pico y luego prepararme para los casi sesenta minutos que me separaban de mi destino.
No me faltaba nada. Llevaba la sabiduría recién adquirida en el profesorado y mis mejores notas, más el honor de haber sido abanderada con el mayor promedio en el acto de finalización de la carrera.
Soberbia aparte, emprendí mi viaje.
Y llegué. La escuela estaba en el medio de una zona casi despoblada y parecía un edificio a punto de derrumbarse, sin embargo entré y, con toda soltura, me anuncié: “Soy Margarita Ruiz, la docente que necesitan para cubrir la vacante.”
Recuerdo que la portera me miró con cara de pocos amigos , me examinó de arriba abajo y me dijo que la siguiera, que me llevaría con la directora.
Cuando llegué a la dirección me encontré con Yolanda. Era una mujer de unos cincuenta años, morocha y regordeta, sentada tras un escritorio atiborrado de papeles que necesitaban ser ordenados con urgencia. Ella se puso rápidamente de pie para saludarme:
-Soy Yolanda, la directora de este establecimiento. ¿Vos sos la maestra para segundo?
Le contesté que sí y que esa era la primera vez que trabajaba como docente.
Se rió y me deseó suerte.
-¿Trajiste el guardapolvo? Así empezás ya mismo. Dejame los papeles que te dieron del distrito y, mientras trabajás, te voy ingresando al plantel. Te toca el aula más linda de la escuela. Es la que da a la calle y los chiquitos son muy buenos, tranquilitos.
Ese último comentario me calmó bastante, debo admitirlo. Saber que los nenes eran tranquilos y no animalitos escapados del zoológico, apaciguaba un poco mis nervios. Sin embargo mi cuestionamiento apuntaba a lo didáctico a aplicar todo lo que había aprendido y que tan fresquito llevaba en mi cabeza.
Los corredores me parecieron eternos hasta que llegamos al salón de mi compañera de segundo “B” que estaba con el que sería- a partir de ese momento- mi grupo de alumnos.
Yolanda me presentó ante los nenes, les dijo que conmigo iban a aprender mucho, que aprovecharan que tenían una maestra muy jovencita que se podía agachar para leerles un cuento, cosa que su directora viejita ya no podía hacer, puesto que su columna no se lo permitía. Luego me miró y me dijo que tratara de aprender todo lo que pudiera de esta experiencia, que seguramente sería inolvidable.
Corría el año ’83. El fin de la dictadura y el comienzo de la democracia. Ya se avecinaban las elecciones presidenciales. Serían en diciembre. Recordé que con el 49 había pasado por enfrente del “Olimpo”, el centro de detención clandestino del Proceso, cuna de la intolerancia y de la incomprensión.
Los vientos democráticos comenzaban a hacerse sentir y yo, dando clase en Humaitá y Altolaguirre.
En eso apareció. Se asomó a la ventana, empezó a mirar a todos los chicos y, a los gritos, saludó:
-¡Hola, Cami! Acá está mamá, eh?.
La nena la saludó y sus compañeros también. Yo la saludé con cortesía pensando que luego de ver a su niña seguiría con sus actividades. Me equivoqué. Y cuánto.
Puse en la pizarra una serie de problemas para resolver y Nelly- pues ese era su nombre- comenzó a gritar: ¡Es de más... el primero es de más!¡ Camila, hija, es de más!
Mi asombro no tenía límites. Pero tampoco me parecía apropiado que fuera a decirle a Yolanda que no podía solucionar esta irrupción, así que me acerqué suavemente y le dije a la señora que se fuera, que no interrumpiera la clase porque los nenes se dispersaban.
Me pidió disculpas y se retiró.
A la salida, la divisé a lo lejos, apartada del grupo de madres que generalmente se encuentran cercanas a la puerta, y me acerqué a ella para dejarle claro el motivo de que se fuera de la ventana, porque sentía que, ante su invasión, había sido muy dura con ella.
-No hay problema, maestra. No voy a ir más.
Creo que me emborraché con el olor a vino que despedía su aliento. Sin embargo, recordé que cuando había aparecido temprano por la ventana, estaba sobria.
Al día siguiente, Nelly se asoma de nuevo y mira el pizarrón. La consigna que estaba en él escrita era la de completar unas oraciones. Los chiquitos trabajaban pacíficamente.
Nelly miraba a Camila y al resto de los chicos... y también a mí. Pero no intervino en la clase. Se quedó mirando calladita. Sin embargo me acerqué, la saludé y me quedé plantada delante de ella para que tomara la iniciativa de irse sin necesidad de que yo se lo pidiera. Me miró y se fue sin decir ni mus.
Los días subsiguientes siguió pasando exactamente lo mismo, con la diferencia que cada vez que yo la miraba, ella se agachaba para ocultarse. Pero yo veía sus cabellos, la parte superior de la frente y, sobre todo, sentía su mirada de ojos pardos posados en mí. Y me molestaba.
Fui durante el recreo hasta la Dirección para hablar con Yolanda. Le conté lo que venía ocurriendo desde hacía un tiempo, pero ella no pareció darle importancia al tema. Me dijo que la tolerancia era un preciado don, que aceptar las diferencias...Me di media vuelta y marché, ofendida, para el resto de recreo que aún no había concluido. Durante una hora libre que tuve, fui nuevamente a la Dirección a hablar con Yolanda, pero ella, esta vez, me hizo sentar.
Me preguntó cómo estaba con el grupo y cómo seguía mi relación con Nelly.
Le conté que todo seguía igual con ella, que no se iba y que yo me sentía muy incómoda.
También quiso saber si ella interrumpía el trabajo de los chicos y si Camila había bajado su rendimiento desde que su madre venía a visitarla . Le comenté que Cami seguía siendo tan buena alumna como siempre , que Nelly sólo había intervenido el primer día, pero que después no lo había vuelto a hacer ,pero que yo no soportaba la mirada constante de la mujer, que su presencia me molestaba porque toda la tarde se plantaba en la ventana.
Yolanda me miró con ternura y me dijo:
-Nelly es alcohólica. No bien deja a Camila en la Escuela, corre para la fonda a tomar unos vinos. No tiene trabajo. El que tenía lo perdió por el vicio. Sin embargo me decís que toda la tarde se queda sin interrumpir mirando a su hija desde la ventana...¡Ay, piba, cuánto te perdiste de ver! Mientras Nelly mira a su hija ,no toma. A vos te molesta esa mirada constante, pero qué bien le hace a Camila ver toda la tarde que una mamá sobria quiere estar presente mientras su hijita aprende...
No dije más. Me fui avergonzada del despacho porque había hecho pesar mis intereses por encima de los de Camila, porque ni Piaget ni Freud ni Cols, me abrieron la mente de la forma que Yolanda lo hizo. La escuela quedaba en Humaitá y Altolaguirre. No recuerdo el nombre ni el número, pero sí que tenía como directora a esta mujer a la que abracé el día que terminé mi suplencia porque me había dado una inolvidable lección.
Era diciembre. La democracia había ganado. El viento se iría llevando lentamente el autoritarismo y la intolerancia y todo aquello que implantó en una generación entera... en aquella que sobrevivió... y Yolanda había participado en derramar su brisa dentro de mí.
Graciela Simari, Argentina © 2007
degraciela@speedy.com.ar
Graciela Simari, nacida en Buenos Aires, Argentina, es docente, Analista Transaccional, estudiante del último año de Counseling, pero por sobre todo, es docente.
Narra con un estilo sencillo anécdotas de su quehacer profesional y de la vida cotidiana.
Tiene como puntales literarios los relatos de Marcela Serrano, Ángeles Mastretta y Rosa Montero.
Publicó varios artículos en Educ.ar de Argentina sobre Resiliencia y trabajos de clase para acercar a los niños al placer de la lectura. Ofició de Jurado para el concurso “Investigación y Letras por el Desarrollo Humano” en la Asociación Mexicana de Resiliencia, Salud y Educación (Amerse).
Actualmente dicta clases para alumnos de enseñanza primaria apostando siempre a la Educación como andamiaje imprescindible de la Sociedad.
Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
“Humaitá y Altolaguirre” narra la primera experiencia áulica de una docente recién recibida que va a cumplir con una suplencia en una escuelita sita entre las calles mencionadas en el título del cuento. En su propia omnipotencia cree que “todo lo sabe” y que es ella la que va a “enseñar” a los demás, cuando circunstancias inesperadas le juegan la más satisfactoria de las pasadas: Margarita Ruiz, la maestra, será la que se descentrará de su lugar del “saber” y se convertirá en la alumna. Será ella quien se lleve de esta experiencia el más profundo aprendizaje marcado a fuego por la intervención de la Directora de la Institución, quien oficiará de referente significativo para esta joven maestra.
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