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Identidad

Bajó del tren y en forma mecánica se miró los zapatos. Estaban impecables aunque ese brillo satisfactorio duraría poco. En cuanto caminara unos metros, el polvo de las calles de tierra los dejaría opacos como en los viejos tiempos. Suspiró sin querer, pensando en la mirada de reprobación de su padre. Creía haberlo superado, sin embargo, bastó poner un pie en ese lugar, oler el aire seco, escuchar el silencio espeso que casi dolía en los oídos, para que en su cabeza todo volviera a ubicarse en el mismo sitio. Todo, sus miedos, su bronca contenida, el miedo al fracaso y, por fin, las ganas de irse, como en ese mismo momento. Ganas de darse vuelta y correr hasta la estación como ya lo había hecho una vez.

—¡Arreglate la corbata! ¡Ponete derecho! ¡Lustrate los zapatos! ¡Mirá lo que parecés!

Una tras otra las frases caían como sonoras cachetadas sobre su espíritu apocado.

—¡Esas son cosas de mujeres! ¡Dibujar, perder el tiempo, así no vas a llegar nunca a nada!
—¡Trabajar, romperte bien el lomo como yo, eso es lo que tenés que hacer!

Se fue, un día no aguantó más y se fue. Corrió hasta la estación, se subió al tren que ya se había puesto en marcha, y se bajó en la ciudad. Apretaba bajo su brazo la carpeta azul como si en ella llevara la vida. En realidad era la vida, la que él quería, lo único que le importaba era lo que guardaba allí. La escondía en el ropero de su pieza para que él no la encontrara. Y sólo eso se llevó, la carpeta y los viejos lápices gastados.

Al final de la calle se veía la silueta de la casa, erguida, tozuda como su dueño. Recién cuando estuvo más cerca pudo ver las grietas, el moho, la pintura descascarada. Antes no era así. Él, su padre, Antonio, la blanqueaba con puntualidad todas las primaveras. Pintaba las persianas, las puertas, la verja, hasta dejarlas impecables. A fuerza de ser barrido hasta el cansancio, en el patio de atrás no crecía ni un miserable yuyo. La casa desentonaba con el resto del pueblo por esa extrema prolijidad casi irreal; no porque los demás no se ocuparan de sus casas, sino porque era una tarea ardua y casi inútil intentar que el clima no dejara sus secuelas. Cuando en la primavera el paisaje comenzaba a pintarse de verde, solía soplar un viento seco que levantaba nubes de polvo que se depositaban sobre todas las cosas. En el otoño llegaba la época de las lluvias y con ellas las inundaciones, entonces la humedad hacía estragos, brotaba de los pisos y de las paredes manchando los esfuerzos y las blanqueadas, crecían las napas y las chacras se convertían en lodazales. En invierno el frío era intenso y constante, entonces había que recurrir a las viejas salamandras o los hogares de leña para tratar de entibiar las enormes habitaciones heladas. El resultado era humo, cenizas y más humo. Todo se impregnaba de ese olor, la ropa de cama, los viejos roperos, todo. Si llovía mucho, el barro entraba por la puerta, como un visitante molesto, transportado por los dueños de casa y por las visitas. En fin, el trabajo era interminable, todo costaba mucho esfuerzo y las voluntades a veces flaqueaban y terminaban por acostumbrarse a convivir con el polvo, el barro y la humedad. A Sebastián no le molestaban esas cosas, pero “él”, en cambio, no las soportaba. Cuando lo recordaba después de haberse ido, ya en la ciudad, no dejaba de preguntarse por qué vivía todavía allá si no estaba a gusto. Al contrario, era evidente que detestaba ese lugar y sus incomodidades. Parecía hacerlo por una especie de desafío a sí mismo que se había impuesto vaya uno a saber por qué. Tenía que permanecer en ese pueblo, no importaba el precio que tuviese que pagar y, evidentemente, el precio era alto, no ser feliz, no tener un solo día de alegría. Quizá simplemente pretendía mantenerse inamovible, detenido en ese lugar, por la simple razón de haber decidido un día vivir ahí. Esa era su característica y de lo que se vanagloriaba; cuando tomaba una decisión, era para siempre.

Tal vez, por eso descargaba contra él, contra su hijo, toda la furia contenida por su frustración y exigía una conducta que no estaba dentro de las capacidades de Sebastián lograr algún día. No era fuerte, no lo había sido nunca. No por lo menos como lo pretendía “él”. Mimado por su madre, malcriado según el padre, ella fomentaba sus inclinaciones artísticas y siempre encontraba la manera de que eludiera las tareas que Antonio le mandaba. Así, cuando ella murió, se quedó muy solo y desprotegido, como desnudo en el medio de una tormenta; y esa tormenta era el carácter insoportable, los mandatos, los reproches, las críticas de “él”. No lo llamaba por su nombre, tampoco le decía papá, era “él” a secas.

Se quedó un largo rato parado frente a la casa, tratando de descubrir algún rastro de esos cuidados que la habían mantenido intacta durante mucho tiempo. Nunca se imaginó que la vería así. Se mantenía erguida pero a la vez parecía vencida, o era una impresión suya. Vencida como “él”, se dijo. Cruzó la verja y recorrió el patio hasta llegar a la puerta trasera. En ese lugar el silencio era todavía más espeso. Abrió el mosquitero y entró a la cocina. Un desagradable olor de aceite le golpeó el rostro y le recordó el primer olor que percibió al llegar a Buenos Aires, el del aceite quemado de las fritangas que cocinaban en los puestos de la estación de tren.

La estación de Retiro lo sorprendió, nunca en su vida había visto tantos trenes, tanta gente, tanta vida, pensó. Salió a la calle y el torbellino de colectivos que iban y venían lo aturdió. Caminó hasta la avenida, cruzó y fue en dirección a la plaza San Martín. Se sentó en un banco y se quedó allí hasta que comenzó a oscurecer. Quieto, muy quieto, concentrado en sí mismo, como si recién se diera cuenta de lo que había hecho. No podía volver atrás, ya estaba aquí y aquí se iba a quedar. Su madre siempre le hablaba de la ciudad, ella había nacido en un barrio porteño y se veía que añoraba su lugar. Ahora Sebastián estaba aquí y se le ocurrió pensar, a modo de consuelo, que era como estar con ella otra vez. Caminó varios días y varias noches, dio vueltas sin rumbo, pensando y pensando. Nunca había tenido tanto tiempo para pensar, siempre los gritos de Antonio lo sacudían, lo sacaban violentamente de los ensueños donde se refugiaba su espíritu.

No era fuerte, no era decidido, era un inútil, no tenía voluntad... eso pensaba antes. Ahora se preguntaba si era realmente así. Había tomado las riendas de su vida, se había ido de ese lugar de opresión, había podido. Quizá no era tan débil como pensaba.

La cocina comunicaba con el comedor y a continuación estaban los dormitorios y el baño. El aire viciado, cargado de humedad y la oscuridad dominaban el lugar. Las persianas se habían oxidado y era evidente que hacía largo tiempo que nadie las abría. Miró uno a uno todos los objetos, el viejo reloj de pared, la frutera de vidrio sobre la mesa, los muebles. Entró en el dormitorio de su padre. También allí todo estaba en penumbras, apenas iluminaba un rincón un viejo velador sin la pantalla. La cama estaba desordenada y entre las sábanas arrugadas vio la cabeza calva con algunos mechones de canas, el rostro huesudo y el gesto adusto que la enfermedad y el sufrimiento parecían haber acentuado. Tuvo una sensación desagradable mezcla de náuseas y una profunda pena que lo obligó a salir del cuarto. El crujido del piso de madera bajo sus pasos despertó al hombre de su letargo, y con voz apagada preguntó: Herminia, ¿sos vos?

Así que la llamaba, así que se acordaba de ella, nunca más la había nombrado, no por lo menos delante de Sebastián. Ahora, enfermo, acabado, vencida para siempre su arrogancia, reclamaba su presencia. Herminia era su mujer.

Sebastián no contestó, salió al patio y se sentó en el banco de madera junto a la bomba. Movió la palanca varias veces dejando salir el agua y luego se mojó las manos, la cara, el pelo como cuando volvía de sus excursiones por el campo.

Al cabo de un rato llegó una mujer que iba todos los días a ocuparse de darle de comer al viejo y de algún modo intentaba mantener cierta limpieza en la casa. Ella lo había hecho llamar porque según el médico a su padre le quedaba poca vida. No quería volver, pero finalmente se dijo que nada iba a cambiar porque fuera unos días al pueblo.

Después de pasar varios días vagando por la ciudad, una mañana de sol, sentado en un banco de plaza San Martín, adonde siempre volvía, pensó que era hora de poner un rumbo, tenía que decidirse a hacer algo por él mismo. Buscó trabajo, caminó días y más días sin resultado. No tenía muchas habilidades salvo el dibujo. Entonces consiguió que lo tomaran como cadete en una empresa. Trabajó mucho, gastaba su escaso sueldo en comer, cambió de trabajo varias veces, y los fines de semana iba a la plaza, se sentaba en el banco de siempre con su carpeta y dibujaba. Así lo conoció a Pablo una tarde de otoño, una de esas tardes que tanto le gustaban, cuando el viento barría y amontonaba hojas doradas en los canteros, cuando la luz que se colaba por entre las ramas de los árboles tomaba una tonalidad bronce y el verde se tornaba más oscuro después de las lluvias repentinas.

Pablo vivía en el centro. A Pablo le gustaron sus dibujos, se detuvo a mirarlos, se sentó a conversar con él, lo invitó a tomar un café, y comenzaron a encontrarse como por casualidad todos los domingos en plaza San Martín.

Un día lo invitó a comer a su casa, tenía un departamento espléndido, de esos antiguos con escaleras de mármol, techos altos y pisos de parquet. Otro día lo tomó por el hombro mientras caminaban por Florida. Más tarde, con la naturalidad que había aparecido en su vida, lo llevó a su cama. Sebastián se dejó llevar, sabía que estaba eligiendo, por segunda vez en su vida, y no dudó.

La mujer salió al patio, lo miró un largo rato y finalmente se acercó para decirle que su padre preguntaba por él. Volvió a mirarse los zapatos y pensó que el momento había llegado. Lo vería por última vez antes de morir, era casi un acto piadoso. No lo había llevado de vuelta el afecto, solo un leve sentimiento de piedad por un ser que iba a dejar de vivir y había reclamado su presencia, en un último gesto incomprensible para Sebastián. No había olvidado sus humillaciones, eso no, no las podría olvidar nunca, más aun, las había refrescado en su memoria desde el mismo instante de sentarse en el tren para volver al pueblo. Dejó esos pensamientos por un momento y volvió a decirse a sí mismo, adelante, es la hora.

Entró en la casa, se detuvo en el comedor para mirarse en el espejo. Empujó la puerta de madera y se sumergió otra vez en la oscuridad del cuarto. Los ojos helados del enfermo se esforzaron por observarlo con minuciosidad. Sebastián se acercó a la cama y se quedó allí, inmóvil, mirando el rostro casi desconocido como esperando una respuesta. El viejo hizo un gesto y Sebastián irguió su cuerpo como antes. No había nada por decir porque había demasiado y ya no era tiempo. La mano blanca surcada de venas oscuras y cubierta por una sutil capa de piel transparente y apergaminada, se agitó levemente. El hombre joven, se acomodó la corbata. Por último la cabeza calva se levantó y dirigió la vista hacia el piso al costado de la cama, justo donde estaba parado Sebastián. Se quedó mirando hacia ese lugar unos segundos y recién entonces un gesto de aprobación pareció inundar el rostro seco. Una voz gastada y temblorosa murmuró: muy bien, muy bien… Después de eso, murió.

Susana Duro, Argentina © 2007

sduro@arnet.com.ar

Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade:
Teresa y los espejos

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