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Jackie

“La vida resulta una pesada carga a veces,
y es bueno que uno se engañe un poco a sí mismo,
que cultive secretamente una ilusión.”

Juan Marsé, El embrujo de Shangai

Para la desconocida del teléfono

RECIBÍ LA PRIMERA LLAMADA hace una semana. Esperaba encontrarme, al descolgar el auricular del teléfono y decir “bueno”, con la voz dulce de una Estela que me diría que por fin se había desocupado, que podíamos salir cuando yo quisiera. De ahí mi desilusión al encontrarme con la voz de una niña de no más de cinco años, quien sin previo aviso, apenas dije “bueno”, me preguntó:
-¿Hay ahí una niña Jackie?
-No, aquí no vive.
Tardó en hablar la niña. Al fin preguntó, desilusionada:
-¿No hay?
-No -respondí.
-Adiós -me dijo al fin, y colgó el teléfono.

DOS DÍAS DESPUÉS recibí la segunda llamada. Había resuelto para entonces negarme a salir, caso de ser ella quien llamara, con Estela, mentirle que estaba muy ocupado, en respuesta a su desatención de no hablarme durante los últimos cuatro días. De todos modos levanté el auricular pensando que podría dejarme convencer por Estela.
-¿Bueno?
-¿Hay ahí una niña Jackie? -era la misma niña, y en su voz no había otra cosa, no cabía, sino el deseo de que le dijera que sí, aquí está Jackie, espera un momento que la llamo.
-Lo siento. No vive aquí -respondí.
-¿No hay? -preguntó. Parecía a punto de echarse a llorar.
-No -respondí apenado-. Quizá te equivocaste de número. Vuelve a marcar -le dije, deseando furtivamente, con ganas locas, que se hubiera equivocado, que marcara otro número y le respondieran y comunicaran, por favor, con Jackie.
-Adiós -se despidió y colgó inmediatamente.

Sentí curiosidad por la niña entonces, por Jackie. Estaba pensando en ellas, en quiénes serían, cuando el teléfono volvió a sonar. Levanté el auricular eufórico, pensando, quién sabe por qué, que era de nuevo la niña, que sólo hablaba para avisarme que efectivamente tenía el número equivocado, que había rectificado y entonces la habían comunicado con Jackie. Era Estela.
-Hola, señorito -respondió ante mi “bueno”. Detestaba que me dijera “señorito”.
-Hola, Estela. ¿Cómo has estado?
-Muy bien con todas tus llamadas.
-Pero si tú quedaste en hablarme.
-¡No es cierto! ¡Si te dije que me llamaras para que saliéramos!
-No. Tú quedaste en llamarme.
-¡No es cierto!
-Está bien. Tú ganas. Yo quedé en llamarte y no lo he hecho. Hagamos de cuenta que yo te he hablado. ¿Qué te parece que salgamos hoy en la tarde?
-No sé… déjame pensarlo.
Estela no dijo palabra durante los siguientes dos minutos; debí preguntarle si aún se encontraba ahí para que, luego de soltar una risa coqueta, respondiera:
-Está bien. Salgamos hoy en la tarde. ¿Adónde me vas a llevar?
-¿Te gustaría el cine?
-¿Otra vez el cine? ¡Qué aburrido!
-¿Adónde quieres ir? Tú elige el lugar.
-No. El cine está bien. ¿A qué horas?
-¿Te parece bien a las cuatro?
-Mejor a las cinco.
-Ok, paso por ti a las cinco.
-Te espero, señorito.

Faltaban diez minutos para las cinco, ya me había bañado, cambiado, estaba a punto de salir de casa para ir por Estela cuando el teléfono sonó y era ella.
-Hablo para cancelar nuestra cita -se fingió compungida-. Fíjate que se me había olvidado que tengo que hacer un trabajo de la escuela con unas amigas también a las cinco, y es para mañana. Discúlpame. Salimos otro día.
-No te preocupes, Estela. Lo entiendo. ¿Cuándo salimos? ¿Por qué no ponemos de una vez la fecha?
-No. Mejor te llamo. ¿Ok? Chao. Te cuidas, señorito.

RECIBÍ LA TERCERA llamada al otro día. Pensé que llamaba Estela para decirme que hoy sí estaba desocupada: ¿adónde la invitaría?
-¿No hay ahí una niña Jackie?
La misma niña.
-No está. Salió -le dije. Me apenaba tanto el desamparo de su voz que, me dije, engañarla sería lo mejor que podía hacer por ella.
-¿A qué hora podría encontrarla? -me dijo, con una soltura impropia de una niña de cinco años: se le escuchaba radiante, feliz de estar tan cerca, a unas horas, a unos minutos quizá, de su encuentro con Jackie.
-Llámala a las cinco.
-Gracias -me dijo, y colgó.
Unos minutos antes de las cinco el teléfono sonó. Era Estela:
-¿Adónde me vas a invitar hoy? Espero que al cine no, porque la cinta que vimos ayer estuvo fatal.
-Pero si ayer no salimos, Estela. ¿No recuerdas que debiste hacer un trabajo con unas amigas y me cancelaste la cita?
-¿Trabajo? No, estás confundido. Ayer tú y yo fuimos al cine y vimos una película que era pésima y al salir me dije miranadamás las películas que me trae a ver el señorito, dan ganas de no volver a salir con él. Pero hoy resolví darte una segunda oportunidad. ¿Adónde me vas a invitar hoy?
-A un café. ¿Qué te parece un café?
-Mmmm… Vamos, pero procura que me la pase bien, no como ayer en el cine.
-Te la vas a pasar muy bien. ¿A qué horas nos vemos?
Estela rió sin discreción, con ligereza.
-La verdad es que no puedo ir. Te hablaba para decirte que sigo ocupada. Creo que mañana terminamos con los trabajos. ¿Te parece que mañana te hable?
-¿No prefieres que te hable yo?
-No. Mejor yo te hablo. ¡Ah! Y quiero que sepas, porque te conozco: eres harto desconfiado, que si no salimos hoy es porque de veras tengo mucho trabajo, y no por lo mal que me la pasé ayer en el cine ni por lo pésima que era la película.
-Pero Estela. Si ayer no…
-Te digo que no creas que es por eso. Realmente tengo mucho trabajo, además mañana iremos a un café, no al cine. En fin, sólo quería que lo supieras.
-Está bien, Estela. Espero tu llamada.

Cuando colgué eran las cinco de la tarde con cinco minutos. Ya no llamó la niña (debió haberlo hecho mientras yo hablaba con Estela), quien, con una felicidad desmesurada en la voz, con miedo, con emoción, habría preguntado muy amablemente si acaso ya había llegado Jackie, si podía hablar con ella.

RECIBÍ LA CUARTA llamada al otro día, justo a las cinco de la tarde:
-Disculpe, señor. ¿Me podría comunicar con Jackie? Le hablé ayer y usted me dijo que no estaba. ¿Estará ahorita? -Sin duda era la misma niña, pero ahora su voz no sonaba como la de una niña de cinco años, sino, al menos, como la de una mujer de veinte.
-Fíjate que acaba de salir -le respondí-. Pero ya le di tu recado. Me dijo que llegaría a eso de las siete. Puedes hablarle a esa hora.
-Muchas gracias, señor. Y disculpe las molestias. Tengo mucho interés en hablar con Jackie, no imagina cuánto. ¿Es usted su papá?
-Soy su hermano.
-Qué raro. Nunca mencionó que tuviera hermanos sino hermanas. En fin. Le agradezco.
-Háblame de tú.
-Está bien. Te agradezco. Hablo a las siete, entonces.
Unos minutos antes de las siete, habló Estela.
-Fíjate que tampoco me desocupé hoy. Es una pena, ¿verdad?
-No te preocupes. Salimos cualquier otro día. Nos vemos hasta entonces. Te cuidas, Estela.
-¿Es mi imaginación, señorito, o me estás cortando?
-¿Cómo crees, Estela? Lo que pasa es que también yo tengo que hacer algunos trabajos y…
-No, me estás cortando.
Debí convencerla de que no, no la estaba cortando, ya nos veríamos otro día. Adiós, Estela, te cuidas. Cuando conseguí que colgara, luego de repetirme que se sentía mal de que yo la quisiera cortar, eran las siete quince de la noche. Ya no llamó la muchacha (¿o era una niña?) preguntando por Jackie: esa noche, a pesar de haber estado más cerca de ella que nunca, tampoco la encontraría.

-¿HAY AHÍ una niña Jackie? –nuevamente la voz era la de una niña de cinco años.
Estuve a punto de responderle que sí, que ahorita la comunicaba, pero no me sentí listo.
-Acaba de salir. Volverá en la tarde. ¿Quieres dejarle algún recado?
-Sólo dígale que le habló Margarita -la voz era ahora la de una mujer de al menos veinte años-. ¿Eres el hermano? Ah, ok. Sólo dile que le hablé, por favor. Que es una vaga -y por primera vez rió-. Que le voy a hablar hoy de nuevo a las cinco. Que espero encontrarla. Que si no la encuentro, con el dolor de mi alma, no volveré a llamarla, dejaré de buscarla.
-Muy bien, Margarita. Yo le digo todo eso. Sólo te pido que, caso de estar ocupado el teléfono, insistas un poco. Seguro que encuentras a Jackie.
-Voy a llamar a las cinco. Gracias. -Y colgó el teléfono.

FALTABAN CINCO para las cinco y el teléfono sonó. Era Estela.
-Te llamo para decir que no pude llamarte ayer porque…
-No importa, Estela, de veras. Luego te llamo.
-Déjame explicarte, señorito. Lo que pasó fue que…
-Me explicas después. En serio no hay problema.
-¿No será que estás esperando una llamada, señorito, de una mujer?
-Sí, justamente eso es, y necesito que la línea esté desocupada. Te voy a colgar. Chao.
-¡Así que eso es, señorito! ¡Estás esperando la llamada de una mujer! ¿Para eso me invitas a salir, para eso me cortejas, para enredarte con la primera tipa que se te cruce por enfrente y te…
-Estela, voy a colgar. Te hablo después.
-Si me cuelgas ya ni me hables.
-Está bien. Prometo no volver a hablarte. Simplemente cuelga.
-No voy a colgar.
-Estela, cuelga, necesito la línea.
-No voy a colgar.
Colgué yo, descolgué y Estela seguía ahí. Eran las cinco en punto.
-Con una chingada, Estela, cuelga.
-¡Me estás insultando! ¡Ahora hasta groserías! No me decías lo mismo cuando me invitabas al cine, cuando te morías por salir conmigo y…
-¡Putamadre! ¡Estela, cuelga!
Se hizo el silencio pero Estela no colgaba.
-¡Cuelga, hijadetuchingadamadre!
Al fin, escuché los ruidos felices que indicaban que Estela había colgado. Eran las cinco con uno.

El teléfono no sonaba, no sonaba, y yo pensé que ya no sonaría (eran las cinco y cinco) cuando al fin sonó. Levanté el auricular con ansiedad, dije “bueno” y una voz de niña de cinco años preguntó:
-¿Hay ahí una niña Jackie?
-¡Sí! -respondí eufórico-. Te la paso.
-¡Gracias!
Tapé la bocina del teléfono, carraspeé, fingí la voz lo más agudo posible, y al fin dije:
-¿Bueno? -Listo: mi voz parecía la de una niña de cinco años.
-¿¡Jackie!? –preguntó una voz de mujer de veinte; luego continúo la misma voz, pero de niña de cinco-. ¡Al fin, Jackie!
Se echó a llorar. Le rogué, con la voz de Jackie, que no llorara porque lloraría yo también.
-No, si soy una bruta, por eso lloro. Ya no lloro más. Esto hay que celebrarlo. Tenemos que vernos, Jackie. Tengo tantas cosas que contarte.
Me contó que desde que yo me había ido, hacía unos quince años, no había tenido un instante de sosiego, Jackie, porque todo el tiempo pensaba en ti, en que algún día debería verte o al menos hablar contigo. Mi madre insistía en que te olvidara, que diosito te había llevado, me decía primero, y luego, cuando la exasperaba, que tú estabas muerta, que cómo quería verte, llamarte. Pero yo estaba segura que no, que alguna vez te encontraría, no sabía cómo pero te encontraría. Hasta que una noche, en un sueño, se me apareció, nítido, el número de teléfono donde te encontrabas. Marqué y me dijeron, primero, que no estabas aquí. Insistí sabiendo que en ese y no en otro número te encontraría, entonces me dijeron que habías salido, de nuevo que habías salido, no sé cuántas veces que habías salido cuando yo debía hablarte, entonces yo pensaba que te escondías de mí, que no querías hablarme, hasta hoy, hasta hoy que te encuentro y te hablo y te cuento todo esto, Jackie, y confirmo que estaba equivocada mi madre, que tú no estás muerta, que sigues viva del otro lado del teléfono, que quizá pueda verte, pero te costará reconocerme, Jackie, estoy muy cambiada, parezco una mujer de veinte años pero en lo profundo sigo siendo la niña de cinco que conociste, hermana, espero podamos vernos, ¿cuándo podemos vernos?
Abundantes lágrimas me corrían por el rostro.
-No podemos vernos por lo pronto -respondió Jackie-. Pero podemos hablar mucho, mucho, mucho. Te agradezco que me hayas hablado, te agradezco que no te hayas creído la mentira de que me había muerto. Te quiero, Margarita. Te recuerdo. No ha pasado un día sin que me acuerde de mi hermana, ¿cómo olvidarla?
Me respondió Margarita que me agradecía. Que la disculpara, Jackie, pero estaba demasiado agitada. Demasiadas emociones juntas. Que me iba a colgar pero volvería a llamarme. ¿Cuándo podía volver a llamarme?
-Llámame cuando quieras, Margarita, hoy más tarde, mañana, cuando sea. Estaré esperando tu llamada. Un gusto haber hablado contigo. En serio, háblame cuando quieras: hoy más tarde, mañana.

Mientras esperaba ansiosa la siguiente llamada de Margarita, que se produjo una o dos horas después, me puse a rumiar la felicidad grande de haber encontrado al fin, luego de quince años sin tener noticia de ella, a mi hermana.

Javier Munguía, México © 2006

diabloguarida@gmail.com

Javier Munguía (México) es Licenciado en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora. Ha publicado cuento en el portal de relatos Ficticia, en el diario español La Razón, en la revista brasileña Bestiario, entre otros medios electrónicos e impresos. Su primer libro de cuentos, Gentario, acaba de ser publicado. Es responsable de la sección cultural dominical del periódico Expreso, Letrarte. Su segundo libro de cuentos, Mascarada, lo hizo ganador del Concurso del Libro Sonorense 2006. Blog: www.comunalia.com/Diablo.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Una tarde de hace unos dos años recibí la llamada de una niña que preguntaba por otro niña llamada "Jackie". En vez de interrogarme respecto de si Jackie estaba, me preguntó: "¿No hay ahí una niña Jackie?", debido, probablemente, a que mi interlocutora no tenía más de 4 o 5 años; o quizá, conjeturé en aquel momento, a que estar implicaba la presencia de la niña; haber, en cambio, no requería de otra cosa que de la imaginación: si yo lo deseaba, habría "Jackie". Le dije que "Jackie" no vivía aquí. Olvidé mis elucubraciones al poco tiempo por considerarlas insensatas. Unos días después, recibí una segunda llamada de la niña: la misma historia. La última llamada se produjo un sábado por la mañana en que yo daba las últimas correcciones a mi primer cuentario para enviarlo por correo a un concurso. La niña parecía acabada de despertar por su voz desganada, perezosa. Le dije lo mismo: "Jackie no vive aquí". Ella dijo gracias y colgó. Creí percibir cierto desconsuelo en su voz y supe que era la última vez que llamaba, como efectivamente ocurrió. Abrí una hoja en blanco en el procesador de texto y escribí el cuento de un tirón. Sólo cuando lo hube terminado (lo incluí en el cuentario en proceso de corrección), me percaté de que el sentido profundo del texto habla de cómo la ficción, las historias que nos inventamos para contarnos, nos ayudan a sobrellevar a veces las miserias de la vida cotidiana. De ahí que me pareciera buena idea incluir como epígrafe una espléndida cita de Juan Marsé al respecto y la premisa principal de al menos dos de sus novelas: El amante bilingüe y El embrujo de Shangai.

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