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El juego

¿Nunca has sentido la tentación de seguir a una persona? Yo lo hago muy a menudo, para alimentar mi tedio. De repente, sin pensarlo, (esta ha de ser una de las condiciones del juego) me lanzo detrás de alguien designado por el azar. Puede tratarse de un señor bien trajeado, un anciano vacilante, una hermosa mujer, un joven impetuoso, un inquieto niño, una esposa derrotada... Camino detrás de ellos por las calles de la ciudad de manera disimulada. Mi vista fija en sus nucas vencidas por el infortunio de la mediocridad. Si se introducen en una casa, un colegio, un gimnasio o cualquier otro edificio en el que yo no puedo meterme sin levantar suspicacias, ceso en mi travesura y no la reinicio hasta otro día. En cambio, si entran en una tienda, en un banco o en un bar les acompaño al interior o simplemente les espero en la calle. Si me canso o me aburro más que mi cotidiana rutina, simplemente los abandono a su suerte. No me impongo obligaciones, salvo unas pequeñas reglas.

Las mujeres son las más me agotan y me divierten al mismo tiempo. En muchas ocasiones las sigo por las diferentes plantas de los grandes almacenes mientras disimulan sus fracasos con el tacto y la visión de objetos de consumo, que terminan por abandonar inmisericordes sin responder al cariño que han encendido en sus códigos de barras. Una vez una mujer madura de pelo encrespado y profundas ojeras apagó su insatisfacción sexual en la sección de lencería durante cerca de una hora. Las dependientas me miraban con recelo como si fuese un fetichista pervertido. Por el contrario, mi victima parecía sentirse a gusto con mi presencia en las proximidades de su desgastada sombra. Tuve que irme. Al mínimo contratiempo se acabó el divertimento. No busco los problemas. No se trata mas que de un entretenimiento tonto, una manera absurda e infantil de sortear la monotonía. No pretendo levantar las susceptibilidades de la gente ni hacerles abrigar falsas esperanzas. Con la misma indolencia y desgana que inicio mi particular pasatiempo, lo puedo dejar.

Muchos hay que caminan su apatía sin un destino fijo. Vacilan en las encrucijadas, meditan en las plazas dudando qué calle tomar o vuelven repentinamente sobre sus pasos. Son seres aniquilados por la sinrazón de su existencia. A veces pienso que están siguiendo a otras personas como hago yo con ellos. Miembros estrambóticos de la misma tribu de desesperados. En estos momentos me detengo congelado por un rayo de cordura y rápidamente me vuelvo esperando encontrar el rostro desprevenido de un solitario que a su vez me está siguiendo a mí. Por supuesto, no descubro a nadie dedicado a semejante actividad alucinada, pero la obsesión de ser observado no me abandona y dejo el objeto de mi distracción y comienzo a andar deprisa por las calles sin rumbo, dando vueltas repetidas por las mismas manzanas, cruzando de una acera a otra o cogiendo de improviso un autobús urbano, trucos gastados para despistar mi espanto.

Esta mañana un hombre vulgar y corriente, con la ruina dibujada en sus pasos cansinos me ha enganchado en su estela de náufrago y me he dejado llevar. Barba de pocos días, pelo sucio y despeinado, viejas ropas, zapatos pasados de moda y sin brillo, manos en los bolsillos, rostro cabizbajo, señales claras de una humanidad vencida. Caminaba lentamente, arrastrando los pies, pero con una extraña energía, como si un hilo de seda invisible tirase de él. Ha cruzado la ciudad de parte a parte. Agotado, yo me dejaba guiar por su magnetismo mágico, unidos por un cordón umbilical de inalcanzable naturaleza. Me ha conducido hasta las afueras, a un anodino barrio obrero de diseño gris cercado por las vías del ferrocarril. Después de cruzar un desangelado puente azotado por un gélido viento, mi hombre ha descendido por un terraplén hacia las vías del tren. Hemos caminado junto a las mismas durante un buen trecho, dejando atrás el perfil diabólico de la ciudad. Yo estaba bastante nervioso. Si giraba la cabeza descubriría que le estaba siguiendo y no sabía como podría reaccionar. No tenía por qué preocuparme. Una fe ciega lo empujaba siempre hacia delante.

De repente se ha detenido en seco y ha sacado la mano del bolsillo de su viejo chaquetón para mirar su reloj. Había llegado a su meta, al cruce trascendente del espacio y del tiempo. Sobre el enigmático silencio de la fresca mañana se eleva suavemente un reconocible ruido de fondo, antesala de la imagen que comienza a visualizarse en la lejanía, avanzando fatalmente hacia su bastardo destino. El hombre hace rato que ha fijado su atención en el tren. El estruendo comienza a hacerse molesto conforme crece la maquina infernal. Cuando esta a punto de llegar junto al hombre, éste se vuelve y me ve. Siempre ha sabido que estaba detrás de su determinación. Se ha burlado de mí. Con una decisión envidiable y con un ligera mueca de desprecio se arroja delante del tren. Las grandes ruedas metálicas lo seccionan como si se tratase de una crujiente barra de pan. A este lado de la vía quedan las piernas adheridas a una cintura desgarrada por la que se desprende una masa informe de vísceras que exhalan un vapor caliente. Por un momento creo ver a las piernas moverse como si tuvieran vida propia. Los rápidos rostros apagados de los viajeros me contemplan sin inmutarse, ajenos al acto de fe que acaba de ocurrir bajo sus pies. Me vuelvo a casa. Hace frío. No intervenir. Observar, como el naturalista que contempla a la frágil gacela devorada por los hambrientos leones. Sólo es un juego.

Juan Silfo Vallejo, España © 2002

jsilfo@hotmail.com

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