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Los justos

Un comerciante llamado Basat fue de viaje a Tashne. Un viejo amigo suyo, alto magistrado de la ciudad, lo recibió en su propia casa y le obsequió, como muestra de afecto, una hermosa estatuilla de madera que representaba al pájaro cascabel, símbolo de honestidad y justicia en aquella región.

Basat, halagado, comprobó que debía ser una pieza muy costosa, pues a pesar de su pequeño tamaño estaba llena de detalles sutiles que no toda la gente podía percibir: las plumas de las alas estaban tan finamente talladas que podían contarse, y su textura era la de plumas verdaderas; el pico tenía los minúsculos agujeros por los que respiran los pájaros.

Tras agradecer sinceramente el obsequio, Basat, precavido (acababa de llegar), fue a su dormitorio y envolvió cuidadosamente la estatuilla con tela, para evitar que se dañara en el largo viaje de regreso. Luego la puso cerca de las bolsas de su equipaje, para guardarla con prontitud cuando llegara el momento, y luego pasaron varios días, pero de ellos no hay nada que contar aquí. En cambio es necesario decir que, la víspera de su partida, Basat desechó lo que debía desechar, empacó sus útiles de limpieza, hizo y guardó varios hatillos con su ropa.

Y no encontró la estatuilla por ningún lugar.

Después de buscar por todos los rincones de su habitación, y de mirar en varias ocasiones, cada vez más intranquilo, bajo su cama, en todas las gavetas y armarios, en cada balcón y alféizar, concluyó que había sido robado y denunció el hecho a su anfitrión.

Éste se enfureció y ordenó que la estatuilla fuera buscada por toda la casa.

—Pero en cuanto hallemos al culpable —dijo a Basat— le daremos un castigo ejemplar. Nuestras leyes son inflexibles y muy justas.

Al cabo de varias horas, fueron llevadas ante el magistrado, que aguardaba con Basat, una de sus sirvientas y la estatuilla de un pájaro cascabel.

—Pero ella niega haberla robado —explicó el mayordomo—, y debo decir, señor, con el debido respeto, que me cuesta no creerle porque es una muchacha muy hacendosa y honesta.

El hombre vaciló.

—Su nombre es Chasi, señor; es hija de Raouda, la cocinera, a quien usted recordará. Y la figura estaba a plena vista...

El magistrado asintió gravemente y lo despidió con un ademán. Basat vio que, en efecto, Chasi era muy joven y no parecía una persona maliciosa: sus ojos eran límpidos, su barbilla firme.

Sin embargo, era evidente que tenía miedo. Sus piernas temblaban, y sólo la ayuda de un par de mozos, que la sostenían de los brazos, parecía impedir que cayera al suelo.

Se dijo que no podía fiarse de las apariencias y preguntó:

—¿Ésta es?

—Señor —dijo la muchacha al magistrado—, señor, yo no..., yo..., le juro...

—Calla. Examine la estatuilla, amigo, por favor —dijo el magistrado, y se la tendió a Basat.

Éste obedeció. Las proporciones de la pieza eran tan exquisitas, su manufactura tan cuidadosa como las que recordaba. El pájaro estaba en la misma posición, con las alas desplegadas como a punto de echar a volar.

—Si no es la mía, es exactamente igual —dijo.

—¿Pero es la que desapareció de su habitación? ¿Está seguro?

—Señor —dijo Chasi a Basat.

—Te dije que callaras —cortó el magistrado, pero agregó—: Mi amigo, considere por favor que la pieza que le di tiene una forma tradicional, repetida por muchos artesanos.

—Señor —dijo Chasi por tercera vez.

Basat, con gran detenimiento, examinó la estatuilla una vez más. Advirtió que tenía tantos y tan finos detalles como la que había recibido días antes. Los ojos estaba pintados de negro y relucían; las patas y las pequeñísimas garras parecían verdaderas...

Levantó la vista y miró a Chasi. Ella le devolvió la mirada, pero seguía temblando, y la expresión de su cara era de súplica.

Basat, por un largo rato, no supo qué decir.

Entonces recordó que la estatuilla debía ser muy costosa. Demasiado, acaso, para una sirvienta, por acaudalado que fuese su patrón.

Ella se ve inocente. La estatua es pequeña, no parece mucho. Entrecerró los ojos y la cara de la muchacha pasó a ser una de puro terror.

Entonces ya no dudó.

Pensó en ser compasivo. Tal vez ella ni siquiera había pensado en la necesidad de esconderla. Seguramente desconocía su verdadero valor.

Pero pensó también que siempre se había tenido por un hombre honesto. Y que un delito era siempre un delito. Y dijo:

—Sí, es la mía.

—No se hable más —dijo el magistrado—. Lo siento, niña, pero...

Ella dio un solo grito, agudo y discordante, y se desmayó. Los dos mozos la levantaron y se la llevaron.

Cuando estuvieron solos, Basat y el magistrado permanecieron en silencio por un momento. Entonces el magistrado dijo:

—Mi amigo¼ Escuche, por favor. Como le dije, las leyes de Tashne son inflexibles. Sin embargo, creo que en este caso deberíamos castigar la mentira, más que el robo, porque alguien puede robar en caso de extrema necesidad, pero la mentira siempre corrompe a quien la dice y a quien la cree. Si usted no tiene inconveniente, por supuesto.

—¿Cuál sería el castigo? —preguntó Basat, que sabía poco de leyes.

—Para los ladrones es la amputación de las dos manos, y para los mentirosos la de la lengua... Sinceramente, estoy pensando que esa niña sufrirá menos siendo muda que manca.

Basat, nuevamente, no supo qué decir.

Luego pensó que su amigo tenía razón, y que a veces hay que pronunciarse por el mal menor, y esa misma tarde presenció cómo Chasi recibía su castigo en el patio central de la casa. Lo vio desde un balcón elevado, en compañía de su anfitrión, y no pudo dejar de conmoverse ante los gritos de la muchacha, que no dejó de protestar su inocencia (decía que la estatuilla era suya, que había ahorrado durante años para comprarla) sino hasta que la forzaron a mantener la boca abierta, para que el verdugo pudiera usar su cuchillo y más tarde su cauterio.

Poco después, a punto de subir al carruaje que lo sacaría de Tashne, Basat se consolaba pensando que, por lo menos, se había hecho justicia.

Entonces quiso guardar la estatuilla, abrió una de sus bolsas y descubrió que adentro, envuelta en tela, confundida entre hatillos de ropa, ya había otra.

Levantó ambas (no pudo evitarlo) y todos lo vieron. Fue prendido y llevado ante el magistrado, que sólo le hizo dos preguntas:

—¿Le dije, mi amigo, que la pieza que le había regalado no era única? —fue la primera.

Basat respondió:

—Sí.

—¿Entiende que si usted se encuentra aquí no tengo más remedio que sujetarlo a las leyes de Tashne? —fue la segunda.

Basat pensó que nunca antes había visto un rostro tan duro. Pero respondió:

—Sí.

Su ánimo flaqueó ante el verdugo, no obstante, y pidió clemencia a gritos. Luego el dolor fue tal que se desmayó y apenas pudo entrever, entre las caras de los que lo veían, la de Chasi.

Pero cuando, más tarde, gemía acostado en un catre, con un trapo ensangrentado en la boca, la muchacha apareció ante él.

Basat se incorporó, atemorizado, y quiso apartarse. Chasi tenía también un trapo en la boca.

Basat tembló. Pero ella no se movía. Estaba llorando.

Basat se preguntó si los dos eran, ahora, iguales.

Luego pensó que no, y tendió una mano hacia ella, y lloró también.

Alberto Chimal, México © 1997

achimal@supernet.com.mx

Alberto Chimal nació en Toluca, México, en 1970. Prefiere los temas de la literatura fantástica, contra la tradición realista de la narrativa mexicana pero lejos, también, de los autores "de género" (ciencia ficción, horror, narrativa policial, etcétera). Él mismo opina que su carrera apenas comienza. Ha publicado, entre otros libros y plaquettes de narrativa, Vecinos de la Tierra (1996), Tradiciones y leyendas (1996) y El rey bajo el árbol florido (1997). La obra de teatro El secreto de Gorco(1997) lo hizo acreedor, recientemente, al premio de dramaturgia que convoca anualmente la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil. Chimal colabora en diversas publicaciones y tiene, actualmente, una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para escribir un libro de cuentos.

Comentario del autor sobre el cuento:

Una persona querida me contó el germen de esta historia, que había ocurrido realmente, según me dijo, en un país árabe. Luego, a fines de 1995, el escritor británico Neil Gaiman citó, en un número de su excelente historieta "The Sandman", una anécdota parecida, proveniente de una tradición china que no he logrado localizar. De todos modos, no importa si la Historia se repite, si alguno de los dos episodios no fue verdad o aun si ninguno lo fue. Lo que más me interesa del cuento es la idea que espero haber planteado en las escenas finales, y que no está en ninguna de las fuentes. Los nombres y el escenario del cuento no son arbitrarios, pues entrandentro del plan de un proyecto mayor en el que trabajo: un libro de cuentos ambientados en un mundo ficticio, a la manera de Tolkien, pero contaminado por elementos de las tradiciones árabe y occidental del medievo.

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