Hasta la vendedora de diarios me desprecia, piensas mientras observas la portada de Reforma: “México avanza”, reza un enorme titular. Otra nota, con una foto elocuente, anuncia que, durante los últimos días, “una patrulla fronteriza encontró a más de treinta indocumentados que murieron deshidratados o baleados en la frontera”. Al parecer, habían sido abandonados por los coyotes.
—¿Conoce los “yunaites”, doña Anamelba? —insistes y ella se hace la sorda—. El país de las oportunidades. Yo conozco a un coyote que nunca falla.
—¿Y por qué no te mandas a mudar donde los gringos, Eufrocio? —te pregunta mientras se mira las arrugas de sus manos—. No creo que nada bueno te detenga acá. Mejor probar suerte en otro lado que seguir…
—… siendo un lustrabotas, doña —completas la idea y se te viene a la mente aquella noche en que te dijeron que era “la noche”, que alistaras tus chivas de un tiro y te unieras al grupo de viajeros de primera clase, como ironizaba el Memo, un coyote que, decían muchos, era infalible: sabía “disfrazar” todo tipo de camiones para hacer cruzar la frontera sin muchos sobresaltos.
Calixto, el vendedor de volantes, tiene un polo con la imagen de la Virgen de Guadalupe. Cada vez que termina de repartir todos los volantes del día la besa y se persigna dos y hasta tres veces.
—¿Por qué lo haces?
—¿Por qué hago qué…?
—Besas a la Lupita y te persignas tantas veces.
—¿La Lupita? —se ríe—. Virgen de Guadalupe para ti, si no es mucho pedir.
—Yo también le rezo, Calixto —le confiesas—. Lo que pasa es que no me escucha.
—A ver cómo rezas, chamaco —tercia doña Anamelba—. Si rezas como lustras zapatos, entonces ya me puedo dar cuenta de por qué la Lupita no te escucha…
Los dos se ríen y tu te quedas pensando en todos tus sueños. En tu primo que tuvo bien puestas las pelotas y, espoleado por un coraje descomunal, fue el primero y acaso el único de la familia capaz de cruzar la frontera con el Memo.
—El Marcos ya habla inglés como si fuera el Obama —había bromeado tu madre en la cama del hospital—. Ya consiguió una mejor chamba como portero en una sinagoga en Los Ángeles y hasta tiene su camioneta. Lo costó mucho adaptarse pero nunca se achicopaló ¡Quién lo diría, de pandillero a hombre hecho y derecho!
El tonito de su voz ocultó ese mensaje que, siempre que se te viene a la mente, horada tu corazón: yo no tengo un hijo del que me pueda sentir orgullosa. Y es la verdad, te dices, yo no valgo ni un taco malhecho. Mi madre se murió pensando en su sobrino. Orgullosa de él y no de mí.
—¿Le doy bola, señor? —le preguntas a un sujeto con un terno gris que sale de una farmacia.
No te responde y sigue su camino. Doña Anamelba le ofrece un caramelo a Calixto. Es el primer paso: le reciben un caramelo, luego una gaseosa, un helado o unas galletas. Luego una enchilada y, al final, bien encamados y retozando como los meros, meros. La periodiquera es infalible. Donde pone el ojo, pone la bala. ¿Esos serán sus sueños? ¿Los únicos sueños de doña Anamelba se cumplen en la cama de un hotel?
—A mí nunca me ha metido letra, doña Anamelba —le dices—. Y yo no soy tan federal que digamos…
—Yo no sé qué tienes hoy día, chamaco lambiscón, pero anda a sacar tus pulgas a otro lado.
—Ni un caramelo —le dices—. Ni un condenado caramelo.
Ella, entre irritada y amarga, te extiende un caramelo como queriendo desembarazarse de un problema. Lo recibes, inexpresivo, pero por dentro sientes que el corazón te palpita a toda máquina. Ya, zafe, zafe de aquí, zalamero, que veo harto zapato sucio…
Sí, Eufrocio, eres tan poquita cosa, tan triste y solitario, que uno de tus sueños se acaba de cumplir. Sabes que no te vas a encamar ni con ella ni con nadie… al menos no ahora. Ojalá algún día. Pero, desde hace mucho, querías una golosina.
Llegas a casa y buscas entre tus papeles el número del teléfono del Memo y lo marcas jalonado por la incertidumbre y un atisbo de esperanza:
—Te habla Eufrocio. ¿Cuándo sales?
—Esta mismita noche, Eufrocio. La próxima semana ya puedes estar en el primer mundo.
Lo piensas un rato y te cuesta decirlo:
—Ahora sí —escupes—: ya me toca. Que la Virgen nos guíe.
—No me vas a dejar otra vez esperándote por gusto.
—Ahorita mismo hago mi valija y voy para tu casa.
—Te estoy esperando, manito —te dice—. Esta es la mejor decisión de tu vida. Allá podrás cumplir tus sueños.
Cuelgas y acudes al cajón de tu velador. La raída foto de tu madre con su traje nupcial, allá en Xalapa. Una sonrisa que le heredaste y esos ojos grandes y serenos, capaces de llorar más que cualquier tormenta. Besas la fotografía y alistas tus cosas en una pequeña maleta. ¿Me dejarán llevarla?, te preguntas angustiado.
Sales de casa y, antes de cerrar la puerta, te persignas tres veces como el Calixto. Hay una calavera en la sala que siempre ha sabido mantener tu humilde morada a buen recaudo. Te despides de los muebles como si jamás pensaras volver.
Se te viene a la mente la noticia del diario Reforma. Tu país avanza mientras la gente se sigue yendo, jugándose la vida por el sueño americano. La misma historia de siempre, sólo que ahora tú querías ser parte de ella.
Miras al cielo y tratas de encontrar la estrella más brillante de todas.
—¿Cuántos de todos tus sueños se cumplieron? —le preguntas a la noche y, por fin, te metes a la boca el caramelo que te regaló doña Anamelba—. Mamá, pase lo que pase, quiero que estés orgullosa de mí.
Bufultroso, ¿México? © 2013
Fotografía de Enrique Fernández (celebración del Día de los Muertos en la Universidad de Manitoba, 2009)
Lo que el autor nos dijo sobre sí mismo y sobre el cuento:
Aunque había pensado inicialmente en Juan Pablo Castel, Aureliano Buendía o Artemio Cruz (quizá Pascual Duarte), me decanté por bufultroso.
Bufultroso, ése es mi seudónimo literario. La palabra no existe ni es una invención mía. Es de las canteras de mi padre. Una vez un primo, llamado Roberto, le regaló, a escondidas, una mascota a mi hermana mayor. Mi padre, al enterarse, montó en rabia, y dijo que mi primo era una sola cosa: ¡un bufultroso! Entonces su significado es muy abierto: torpe, desatinado, atarantado, idiota, cándido, etcétera. Yo, en muchas ocasiones, soy todo eso… pero no sólo eso. Por eso escribo.
Mi edad es lo de menos, aunque estoy por encima de los treinta y por debajo de los cuarenta. Mi origen tampoco importa, pues, por ahora, sólo me siento un ciudadano del mundo. Un terrícola. Provengo de una ciudad con tres hermosos volcanes y escribo cuando me da la condenada gana. Lo más extraño de todo es que este relato lo escribí el día en que se festeja a la Virgen de Guadalupe. Fue una extraña coincidencia. Mi vida está salpicada de extrañas coincidencias. Por la noche (de aquel día, 12 de diciembre del 2012 o simplemente 12-12-12) recibí un correo electrónico en el que me recordaban que era el día de la Lupita y me sentí tocado por ella. Soy creyente (aunque a veces parezca que no). Y de no ser por Dios, no estaría vivo escribiendo estas líneas.
A primera vista, ésta es una mera historia de sueños inconclusos. En el fondo es un pedazo de mi vida. Una vida que no tiene nada de excepcional: en algún momento de mi vida me dije a mí mismo: quiero ser escritor. Pensaba que había que alcanzar una meta y no conocía ni siquiera el punto de partida. No hay que aspirar a ser escritores, sino simplemente escribir Yo lo hago. Espero que bien.
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar