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La pata de la gallina

Estábamos ya casi en la fase final de la comida, los cafés terminados y con los vasos de las bebidas en las manos, que hacían tintinear los cubos de hielo cada vez que alguno de nosotros sorbía un traguito de lo que había elegido. Se fumaba y se hablaba con rapidez; las discusiones, por llamarlo de alguna manera, siempre tenían como punto de referencia alguna de las piezas que estaban sobre la mesa y que pasaban de mano en mano bajo la atenta, aunque disimulada, mirada de su propietario. Era, por así decirlo, el imperio del tiempo, máquinas preciosas envueltas en conchas de acero o materiales más nobles y costosos, que hablaban sobre el gusto por la manufactura, la precisión y el sentido estético de sus propietarios, amén de su poder adquisitivo. Los relojes normales quedaban en las muñecas, no era necesario mostrarlos, salvo alguna rareza ya descatalogada y de difícil localización, como uno de los primeros Sinn que se hicieron para las fuerzas especiales alemanas, que uno de los contertulios llevó a la comida para asombro de los demás, y un Hamilton “Cushion”que parecía recién salido de la joyería.

Ya habíamos dispuesto a los “nenes” para la foto final, todos juntos, en fila, en el centro de la mesa, como si fuera una guardería ante la mirada de los embobados padres, cuando apareció por la puerta que comunicaba el comedor con el resto del mesón.

Iba vestido con un pantalón gris, una chaqueta azul, su camisa blanca y una corbata de color claro con listas azuladas, ya todo un poco ajado por el uso. Su apariencia física le daba cierto aspecto patriarcal: no muy alto, la tez morena, el pelo peinado hacia atrás, bigote tipo cosaco, ya con ciertos toques blancos, acentuaban ese aspecto que quedaba reforzado por el bastón que llevaba en la mano derecha, con el que acompasaba sus pasos al dirigirse hacia nosotros. Emanaba de esta persona un aire de dignidad cuando se detuvo ante la mesa y nos observo a todos.
–Veo que los señores están de fiesta y regocijo –nos dijo mientras sonreía con cierta picardía y el acento de su voz delataba sus orígenes gitanos, con una garganta de mucho tabaco y bebida.

La afirmación a su observación fue casi unánime, incluso se le invitó a que tomara asiento con nosotros, cosa que rechazó con un ademán de su mano.
–Si los señores quieren, puedo hacer que esta alegría sea más duradera.

No se inmutó al exponer esa posibilidad, únicamente cambió la mano que sujetaba el pomo del bastón, sujetándolo ahora con la izquierda. Nos quedamos un poco extrañados por ello, pero no obstante, Fernando, que lo tenía a su lado, recogió el guante.
–A ver cuál es ese remedio para mantener nuestra alegría durante más tiempo, que eso es de lo que se habla aquí, de tiempo –le contestó mientras se recostaba en la silla, dándome con el codo, acompañado de alguna que otra carcajada del grupo y se hacía un trago de whisky mientras los demás dejábamos nuestras charlas y mirábamos a ver qué pasaba. Aquel hombre le respondió con otra sonrisa, metió la mano que tenia libre en el interior de su americana y estuvo como rebuscando. Todos estábamos expectantes, a ver que saldría de aquel bolsillo.
–Aquí tienen los señores, y no me digan que no les gusta. Diez participaciones de un número de la lotería nacional. Los últimos que me quedan. Felicidad y alegría duradera, si sale.

Aquello fue decepcionante, la tensión por la incógnita se fue en un suspiro profundo y en un reacomodarse en las sillas que ocupábamos, mirándonos con cierto alivio. Todos esperábamos algo más misterioso y tal vez pecaminoso y siniestro, pero no fue así, era un vendedor ambulante de lotería que quería ganarse unos euros con la venta.
–Joder, caballero, qué susto nos ha dado, estoy seguro que la mayoría pensaba que nos iba usted a ofrecer algún tipo de sustancia o hierba, digamos que medicinal –profirió Fernando, que se había quedado con el vaso a medio camino de los labios a la mesa a la espera de lo que saliese de la chaqueta, mientras dejaba el vaso en la mesa.
–La vida esta achuchada pero no llevo esa mercancía –contestó mientras nos mostraba el número al resto.

Ninguno de nosotros mostró ningún interés por el dichoso décimo, solo Manolo seguía mirando el número como si le estuviera diciendo algo la combinación numérica, que con seguridad casi nadie se había molestado en memorizar.
–¡¡Un momento, un momento!! ¿Os habéis dado cuenta de cuál es el número?

Manolo estaba de pie señalando al vendedor con el dedo. Ante ese arrebato casi místico ya todos centramos la atención en lo que se nos seguía ofreciendo y los números empezaron a pasar de la retina a la memoria. 24.606. Se hizo la luz casi al instante: veinticuatro horas, sesenta minutos, sesenta segundos. Un sentido de euforia nos invadió a todos; tal vez demasiado alcohol en la comida; éramos diez y había diez decimos. Parecía como si el padre Cronos nos quisiera hacer un regalo por nuestra constancia y dedicación a su persona y a lo que significa; era la recompensa a nuestro sacerdocio.

La sonrisa maliciosa de aquel hombre casi aumentó un cien por cien, sabía que había vendido lo que llevaba.
–¿Qué precio tienen los décimos? –preguntó Fernando, que se había convertido en nuestro portavoz.
–A treinta euros, que son para Navidad –contestó el vendedor–; además, es de los que dan premio –remató la faena.

Estábamos todos casi en estado de trance, mirando aquellos números y ya algunos con el dinero en la mano.
–Hay unanimidad en la compra, por lo que observo –dijo Fernando– y si no la hubiese los compraría todos para mí. Aflojando la pasta, treinta cada uno.

Se reunió el dinero y recibimos cada cual su participación, que mirábamos como si fuera el mapa de un tesoro por descubrir; algunos hasta lo besaban.
–Bueno, caballero... –empezó a decir Fernando
–Rafael, para los señores –le interrumpió quien nos había obsequiado con los números previo pago.
–Bien, Rafael, nos ha convencido usted pronto para que le comprásemos –siguió hablando Fernando mientras se guardaba la compra.
–La suerte es para el que la encuentra, no para quien la busca –sentenció Rafael– y ustedes la han encontrado hoy, por lo menos es ese mi deseo, que los señores son personas de categoría y con clase. Sigan con su fiesta y se diviertan.

Repartió una mirada cordial a todos nosotros con una ligera inclinación de cabeza, contestada con ademanes de despedida por nuestra parte, cuando se percató de lo que descansaba sobre la mesa.
–No me equivocaba cuando decía que eran personas con clase y posibles –susurró mientras se acercaba a donde estaban los relojes–; el dinero, la salud y la clase, no se pueden ocultar.

Las piezas que Rafael estaba mirando le devolvían su mirada reflejada en los cristales, de tanto que se acercó a ellos.
–Qué hermosos son, verdaderamente bonitos –nos decía mientras recuperaba su posición anterior.
–¿Te gustan, Rafael? –ahora sonreía Fernando.
–Siempre me han gustado las cosas bien hechas y, si los señores quieren, también llevo relojes a la venta –replicó a Fernando con un matiz de seriedad en la voz que no pasó desapercibido a nadie.
–¡¡Coño!! Rafael, es usted una caja de sorpresas, aquí todos sabemos algo de relojería –dijo Fernando mientras señalaba al resto del grupo–. Nos has tocado la fibra sensible.

Una especie de murmullo de aprobación acompañó la aseveración de nuestro portavoz.
–A ver qué nos ofreces, Rafael, que te escuchamos todos atentamente –no se podía ocultar el tono irónico en las palabras de Alberto.
–Seguro que más falsos que un euro de cartón –le contestaba Fernando mientras lo seguía mirando.
–Yo no llevo nada de “pastel”, todo bueno y auténtico, que me los trae un primo de Suiza –nos respondió con serenidad.

Aquella posición tan tranquila de Rafael nos cortó un poco la percepción de que llevara relojes falsos y le prestamos más atención a lo que nos pudiera contar sobre el tema.

–¿Con que mercas, Rafael? –era la pregunta que todos queríamos hacer, pero que Manolo se adelantó al hacerla.
–Relojes dignos de la categoría y clase de los señores –arguyó mientras asentaba su postura ante nosotros. Se notaba que sabía hacer su trabajo y las teclas que había que tocar en cada situación.
–Venga, va, no nos des coba ni jaboncillo que no es necesario. Dinos qué llevas –apuntaba Juan mientras acercaba su silla lo más próximo posible a Rafael.
–Para los señores llevo el “Royes”, el “Birling” y el de la pata la gallina. Expuso sin pestañear.

El escuchar de la boca de Rafael los nombres de aquellas marcas, fue una especie de catalizador que nos hizo soltar una carcajada unánime, sobre todo lo de “Birling”, aquello daba mala espina, pero lo de la pata de gallina nos dejó mosca a todos.
–Rolex y Breitling hay alguno que otro por aquí, Rafael, pero el de la pata de la gallina, no lo conocemos –contestó Fernando–, ¿nos lo puedes enseñar?
–Son relojes muy buenos y hay muy mala gente por ahí, así que los llevo de “muí”, dijo señalándose la boca.
–Nos has puesto el caramelo en la boca y ahora nos lo quitas. Eso no se hace, hombre, que te hemos comprado toda la lotería y tú mismo dices que somos gente de categoría y clase –intentaba convencerlo Fernando, para así de paso saciar su curiosidad y la nuestra.
–Tienen razón los señores –ya se sabía dueño de la situación– y la “bilorta” me dice que no hay “pestañí”; si ustedes vosotros me hacen un sitio, me siento y se lo enseño. No me gusta que me vean mostrando el catálogo.

Asentimos todos ante el buen juicio de Rafael y a su discreción y rápidamente le hicimos un semicírculo en el que se posicionó de tal manera que todos podíamos ver lo que iba a mostrar.
–Señores, esto se ve, pero no se toca –nos advirtió muy seriamente, cogiendo el bastón de casi su centro mientras se sentaba, lo que le permitía hacer molinetes con él en caso de necesidad.

Todos esperábamos que se abriese la americana y ver ahí prendida con imperdibles la pieza a mostrar, pero no, metió su mano derecha, que, por cierto, ahora en la cercanía se podía apreciar el tatuaje carcelario de los tres puntos, en la manga izquierda de la chaqueta y, sujeto con una goma de las que se emplean para las extracciones de sangre (si había peligro con soltar la pieza, esta volvía a seguro rápidamente), cogida al broche de cierre del reloj y supongo que cosida al forro de la manga, apareció la pata de la gallina reposando sobre su mano. Ahí estaba, en su círculo, en una caja de oro rosa sobre una superficie guillocheada tratada en forma de pequeñas circunferencias, que centelleaban mostrando la filigrana de su trabajo cuando reflejaban la luz que incidía en la esfera.

Era el Ariadne de Van der Klaauw.

Se podía haber oído perfectamente la caída de un alfiler al suelo del silencio reverencial que se hizo.
–¿Qué les pasa a los señores, que se les ha quedado a todos cara de jamón york? –rompió el silencio Rafael, contemplando satisfecho la impresión que había causado.
–Espera que tome aire, Rafael, que nos has dejado de pasta de boniato –respondió Fernando–... y hablamos de esto.

Los demás seguíamos mirando, éramos lo más parecido a los pastores adorando al Niño en el belén, inclinados y en silencio respetuoso. En eso que yo levanté la cabeza e inmediatamente Rafael soltó el reloj y este pasó al interior de su manga. Era el propietario del mesón que apareció por el fondo de la sala.
–¿Todo bien por aquí?
–Todo bien, Sebas, los señores y yo estamos de amigable conversa –Sebastián desapareció tras la puerta haciendo una señal de conformidad y todos recuperamos la compostura anterior, aunque un poco más inquietos.
–¿Qué les ha parecido a los señores lo que llevo? –había mucho pavoneo en sus palabras y sabiduría de mercader, nos llevaba del ala a todos y eso se notaba en nuestras caras y en nuestros comentarios.
–Es una preciosidad, Rafael –dije yo–, pero dinos, ¿cómo se “llama”?
–Son quinientos “caracoles” en seco y no es tanto para lo que aparenta.
–Muy alto pones el listón –le respondí–, no creo que muchos de los que aquí estamos lleve encima esa cantidad.
–Seguro que a alguno de ustedes vosotros le gustaría tenerlo, así que, mientras se lo piensan, me voy a refrescar un poco con unas cañas y unos boquerones en la barra y de paso hablo con el Sebas. Con Dios, señores, ya saben donde estoy –nos saludó a todos y, con la misma compostura con que llegó, se fue.

Los comentarios a la partida de Rafael no se hicieron esperar, estábamos todos, por una vez, hablando de la misma cosa y al mismo tiempo.
–¿Qué te ha parecido? –me dijo Manolo–. Tú que lo has tenido más cerca lo habrás podido observar con detenimiento.
–Está en perfecto estado, ni un raspón en la caja y la correa apenas con alguna marca, vamos, de lujo. Que yo sepa no hay falsificaciones de estos modelos y el cómo ha llegado a sus manos creo que no es cosa de preguntárselo, nos podía contar cualquier historia. Yo porque estoy más tieso que una mojama y no puedo ni pensármelo. Así que, si alguien se anima, hay varias entidades bancarias en esta misma calle. Las opiniones eran de toda especie, aunque prevalecían los lloros por no poder disponer en ese momento de la cantidad requerida so pena de separación matrimonial, impago de hipoteca o pasarse el resto de mes a base de pan con mortadela, y estábamos a día siete.

En general, el ambiente reflejaba una sensación de impotencia bastante acusada por la oportunidad que estaba pasando por delante de nosotros. Fernando era el que más posibilidades tenía de comprarlo, soltero, sin responsabilidades, con potencia económica y no tenía un Van der Klaauw en su espectacular colección. Se le veía pensativo.
–¿Qué, Fernando? ¿Te lo estas pensando?
–Sí, Juan, no veo esto muy claro y sobre todo me retrae la posible procedencia del reloj. A saber de dónde ha salido.
–La verdad es que una pieza así, en ese estado de conservación y de buen uso, tiene toda la pinta de ser algún pago, por lo que sea, no lo sé –expuse yo.
–¿No crees que sea robada? –me preguntó Manolo.
–Existe esa posibilidad, por supuesto –contesté–, pero en ese caso, imagino que habrían cambiado por lo menos la correa, en el supuesto de que la procedencia del reloj fuera España, para hacerlo un poco más irreconocible a simple vista, aunque canta de lejos, y tal vez hasta alguna modificación en el color del oro de la caja, lo hubieran hasta barnizado o empleado cualquier otra técnica, son buenos trabajando los metales. Más fácil todavía, lo venderían en cualquier otro país de los que nos son fronterizos. Todos sabemos que “bichos” de esta categoría no se ven por la calle con frecuencia. Eso es lo que pienso.

Fernando seguía fumando y callado, a veces veías como se le iluminaba la cara y a continuación negaba con la cabeza volviendo a la anterior expresión de seriedad, nos mantenía en vilo a todos.
–¡¡Leches!! Fernando, decídete ya, que si fuera un Calatrava, incluso por el doble de precio, ya lo tendrías en las manos –le espetó Manolo–, que es una maravilla y así de paso lo manoseamos todos un poco. Por lo demás, siempre puedes admirarlo tú solo en casa, sabemos que está en las mejores manos –puntualizó por lo bajinis.

Aquel empujón por parte de Manolo pareció quitar varias barreras en la decisión de Fernando, quizás el pensar que todos de alguna forma íbamos a ser cómplices en la compra lo eximía moralmente, motivando su orgullo por poseer algo tan exclusivo y al mismo tiempo su vanidad como coleccionista quedaba recompensada, dejando que por unos momentos pensáramos nosotros que éramos los propietarios al tenerlo en las manos, sabiéndose dueño de la pieza.

Se levantó Fernando y todos detrás de él, como en una romería, nos dirigimos hacia la puerta que nos comunicaba con la barra del mesón. Allí estaba Sebastián, secando vasos, pero ni rastro de Rafael.
–¿Donde está Rafael, Sebastián?
–Se marchó, Don Fernando, no hace mucho. ¿Querían algo?
–Me gustaría poder hablar de nuevo con él.
–Bueno, yo no sé donde vive, pero en la administración de loterías sí lo saben. Detrás del décimo tienen el numero, la calle y el teléfono, ahí podrán darle razón de Rafael. Ya me dijo que le habían comprado lotería.
–Gracias, Sebastián. Lo hemos pasado muy bien y la comida ha estado perfecta. Todo muy bueno, volveremos a vernos a menudo por aquí.

Fernando se volvió hacia nosotros encogiéndose de hombros, aunque no se advertía resignación ni impotencia en su gesto, la cacería iba a seguir hasta dar con Rafael.
–Nos vamos, Sebastián –Fernando extendió la mano a modo de despedida.

Sebastián se terminó de secar las manos con el paño que estaba empleando para los vasos, estrechó la de Fernando y la del resto de nosotros. Lo saludamos y empezamos a salir, agradeciéndole el buen trato y el buen yantar que tuvimos en su casa. A modo de saludo blandió la bayeta como en las despedidas marítimas. Los destellos nos señalaron, a los últimos en salir, que oculto bajo la tela blanca del puño de su camisa había estado descansando la pata de la gallina, ahora en su muñeca izquierda.

Hay tres cosas en la vida que no vuelven nunca: la palabra dicha, la flecha lanzada y la ocasión perdida.
(Proverbio persa)
Juan Solbes, España © 2012

balkares@hotmail.com

Juan Solbes, español, es licenciado en Geografía e Historia por la universidad de Alicante, ahora mismo ya jubilado. Con todo el tiempo del mundo a su disposición, retoma la ilusión por la escritura que en el tiempo pasado no pudo poner en práctica, salvo por algunas pequeñas incursiones en la narrativa y en la poesía. Para él, el cuento presenta el atractivo y la dificultad de tener que comprimir y racionalizar el espacio narrativo, tarea que acepta como disciplina literaria. Esta es su primera participación en un proyecto literario.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento “La pata de la gallina” es un pequeño homenaje a todos aquellos que, como yo, no ven en los relojes solamente una máquina que mide el tiempo, sino igualmente el trabajo, la dedicación y la delicadeza de unas manos creadoras, las cuales hacen que un conjunto de muelles y engranajes no solamente controlen nuestros días y noches, también que lleguen a ser arte.
Creo que sería necesaria una explicación al porqué del título. El modelo Ariadne, de Van der Klaauw, del que se habla aquí, es el antiguo, y presenta la peculiaridad de que en uno de los círculos de la esfera aparece la pata de una rapaz, rodeada por el nombre del maestro relojero. Hoy en día ha sido sustituida por un dibujo en forma de sol.

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