Descendió en el centro, escupida por la puerta repleta de oficinistas adormecidos, y luego caminó intentando despegarse de la masa compacta, para acelerar el paso y salir de la zona comercial.
Dobló por una calle lateral en bajada y cambió a una zona de depósitos y fábricas, o lo que quedaba de ellas.
Luego continúo su recorrido sintiéndose diminuta en los espacios abiertos de la aduana portuaria, pero se concentró en aquella fantasiosa estructura metalizada, terminada en punta, y evitó mirar hacia su costado, a los contenedores con letras chinas, apilados por el inmenso brazo de la grúa.
Luego cruzó una calle vacía, donde debería estar el edificio, le costaba imaginar el lugar donde pudiera estar apoyada su base, como si tal cosa no fuera posible. Nadie que conocía había entrado a la Torre, o siquiera visto el edificio de cerca, nadie sabía qué clase de empresa era.
Miró los techos gigantes, grises, del esplendido edificio de la antigua estación de ferrocarril; ya no transportaban personas, pero aún salían algunos trenes con mercaderías desde el puerto; era hermoso en su parte alta, pero estaba abandonado, rodeado bolsas de basura y excremento, en su parte baja.
Un penetrante olor a orina la mareó, venía de nichos oscuros, donde habían bultos grises arrollados, formas que alguna vez fueron humanas; nuevamente evitó mirar hacía los costados y apretó el paso.
Aunque la Torre parecía cercana, estaba lejos, tuvo miedo de haber calculado mal el tiempo, no esperaba tener que caminar tanto.
Especuló si sería mejor llegar a tiempo pero transpirada y agitada, o tal vez diez minutos tarde, pero tan impecable como su escaso guardarropa formal le permitía; decidió solo caminar rápido, asegurándose de no cruzar su límite físico.
Miró nuevamente la numeración, que no sería necesaria para encontrarla, todo el mundo podía ver la torre casi de cualquier punto de la pequeña ciudad, pero le daba una idea de cuán lejos estaba, y era bastante.
Cuando la construyeron, hubo muchos rumores, algunos detractores decían que era demasiado moderna para la ciudad, y la afeaba. Laura pensaba que solo mostraba la fealdad ya existente. También se tejieron enormes expectativas acerca de la gran cantidad de empleos que generaría; el desproporcionado optimismo se fue diluyendo de a poco, las luces a su alrededor se apagaron, solo un pequeño resplandor en su interior revelaba que aún tenía vida; luego los rumores se callaron y la gente se olvidó de ella. Pero Laura nunca dejó de mirarla, su asimétrica belleza le gustaba, el color a veces dorado al reflejar el sol en la tarde, o azul metálico y pálido de algunas mañanas, la despegaba del resto de los edificios, siempre grises, e impregnados de humedad y hollín, como si nada pudiera tocarla, o como si dos planos distintos se superpusieran en la realidad de la ciudad más apática del sur.
La calle era larga y sucia, profunda como una garganta, árboles grandes de copas opulentas y abiertas mostraban el camino.
Miró hacia adelante sin detener su avance, pero ansiosa al ver algunos trabajadores con overoles manipulando máquinas; algunos estaban sentados en el suelo contra la pared, posiblemente comiendo sus viandas; instintivamente debería haber cruzado, pero decidió que ya era tarde para cambiar de senda, oyó algunos silbidos, un “Hola mi amor”; levantó la cabeza, y enderezó la espalda, mostrando indiferencia como de costumbre.
Aunque los muros altos de la pared de ladrillos de una fábrica abandonada, tomados por enredaderas y helechos, la habían tapado, igualmente pensó en ella, en sus vidrios y partes metálicas, que reflejaban el mar desde la altura. La calle le pareció interminable, miró su reloj con aprensión, aún le quedaban tres minutos.
Cuando por fin apareció la Torre, volvió a mirar el reloj, era la hora exacta en la que debía llegar. Se paró en la espléndida explanada, las escaleras grises y amplias, la vereda limpia, la entrada de vidrio con puerta giratoria, diseñada para multitudes, extrañamente vacía, todo extrañamente vacío y quieto.
Mientras pisaba el primer escalón con lentitud, se tomó unos segundos concentrándose, sabiendo que por más que su currículum no estaba mal, tampoco sobresalía del montón de miles de chicas iguales; conseguir un empleo mal pagado, con una carga horaria inhumana, no era difícil, pero uno como aquel, casi imposible; convencida de que al final solo era suerte, se repitió a sí misma que no dejaría escapar la suerte.
Las proporciones eran diferentes de cómo le pareció por fuera, todo era mucho más grande, vacío y silencioso.
A su derecha una nueva escalera gris, amplia y en forma de espiral, llevaba al infinito; en el medio del amplio hall en forma circular, un escritorio con alguien que apenas vislumbraba por lo distante, y a la izquierda los ascensores.
Caminó hacia el centro, el sonido de sus pasos le pareció estridente, ya le costaba caminar con aquellos tacos, si bien no muy altos, de suela dura y demasiado lisa, resbalosa en un piso tan lustrado, pero los únicos que tenía; acostumbrada a utilizar zapatos deportivos y vaqueros, no podía moverse con comodidad. Finalmente alcanzó a ver el rostro de la chica tras el moderno mostrador, era bonito; sus rasgos armoniosos, casi perfectos; muy joven, hablaba por teléfono. Se detuvo aguardando, su tono muy suave no era audible a pesar del silencio, como si éste fuera más alto y se impusiera, al igual que lo hacía el espacio. No le prestaba atención mientras hablaba en susurros al tubo, miraba un punto perdido, traspasándola, como si ella no estuviera.
La situación se prolongó por un tiempo que le resultó excesivo, aunque difícil de determinar, su ansiedad podría estar distorsionando su percepción; miró hacia todas direcciones, pero no había otra persona a quien preguntar en el silencioso edificio. Llegó un momento en que la espera le comenzó a cansar, no tenía un lugar donde apoyarse, aunque fuera disimuladamente; la joven continuaba en la misma posición, sus susurros al hablar eran siempre en el mismo tono y con la misma expresión, ni siquiera cambiaba la dirección de su mirada; el hecho de que nada pareciera, ni prometiera cambiar, la intranquilizó. Fue en ese momento cuando por primera vez sintió que no solo el espacio, y el sonido en la Torre eran diferentes, el tiempo también.
Estuvo tentada de mirar el reloj, pero no quiso parecer impaciente, y continuó firme en su empeño, al fin de cuentas ellos la habían convocado, luego de que enviara uno más de los cientos de currículum que enviaba por email todas las semanas. Uno que fue contestado, concertando una entrevista, fijando la hora y el lugar: las doce del medio día, en la curiosa Torre.
Regresó de sus pensamientos a la chica y se sobresaltó al constatar que ahora ya no hablaba por teléfono, sino que la miraba fijamente en silencio.
–Buenos días –le dijo, esperando que el saludo le ayudara a calmarse y normalizara las cosas, dudando de si debió decir buenas tardes.
–Buenos días –le contestó con una sonrisa perfecta, en aquel tono suave y susurrado de antes, pero sin decir nada más.
–Tengo una entrevista laboral.
–Sí, te esperan, por el ascensor, piso 99 –le dijo en un tono mecánico e inexpresivo, señalándole los ascensores de la izquierda, y repitiendo la sonrisa forzadamente encantadora.
–Gracias –reanudó el paso con entusiasmo mientras se acercaba a la puerta gris metalizada que se abrió rápido, entró y marcó el último número con ansiedad.
El ascensor le provocó zumbidos en los oídos, y un fuerte mareo, se apoyó contra las paredes de la pequeña caja que la transportaba, creyó a excesiva velocidad; curiosamente tuvo la sensación de estar descendiendo, apretó su carpeta contra el pecho; sobre la parte superior de la puerta el número 99 se iluminó con letras violetas, luego el ascensor comenzó a frenar lentamente y descendió un poco; la sensación de desaceleración y caída libre le resultó espantosa.
La puerta se abrió silenciosamente y respiró hondo, al irse evitaría el ascensor, no le importaba el piso alto, ni la vertiginosa escalera de caracol.
Un amplio piso de moqueta color gris, y textura fibrosa silenció sus pasos; había amplios ventanales con vista a la bahía y un único escritorio en el centro donde una mujer sentada atendía una computadora portátil.
Laura caminó hacia allí con lentitud, la mujer desvió su mirada hacia ella, sonrió y se incorporó al tenerla cerca del escritorio. Su rostro era muy similar a la chica de la recepción, le pareció que casi igual, solo que más viejo, aunque de viejo no tenía nada, no había arrugas en él, pero la mujer irradiaba autoridad y experiencia, que le hacían darle unos cincuenta, extraordinariamente bien llevados. Se acercó con amabilidad, le volvió a sonreír de la misma forma que la recepcionista, mecánica y correcta.
–Hola, té esperábamos, toma asiento –aunque su voz era tranquila y amable, la inquietó. Se sentó en la silla gris y de diseño funcional que le ofrecía, la mujer apoyó su espalda en el magnífico respaldo, mientras Laura se mantuvo con la espalda rígida, despegada del asiento.
–Veo que has traído el currículum –le dijo mostrando interés en la carpeta que sostenía entre sus manos transpiradas.
–Sí –le acercó la carpeta y la mujer lo tomó con cuidado, despacio, como si fuera algo valioso y delicado; luego comenzó a leerlo con atención; le pareció raro, considerando que era el mismo que había enviado por internet.
Leía despacio, pronunció su nombre, sus apellidos, su dirección, su número de teléfono, de celular, cada dígito de su documento, lo hacía lentamente como si todo fuera importante; continuó por sus estudios; la lectura le resultó interminable y absurda; luego repasó su escasa experiencia, pero no hizo preguntas, como hubiera esperado.
Finalmente apoyó lentamente la carpeta sobre el escritorio y volvió a sonreír de aquella manera peculiar, que ahora le parecía sería algo de la empresa, una especie de política.
–Bien, está muy bien, justo lo que buscamos –le dijo.
Laura se preguntó si sería real, intentó no ilusionarse demasiado, el salario era lo suficientemente bueno para aceptar aquella muerte; se animó al mirar con disimulo el mar, y el cielo celeste con sol.
–¿Estás segura que es lo que quieres? –le preguntó desconcertándola; el tono era de confianza, familiar, como si conociera sus razones ocultas.
–Si, me interesaría formar parte de su organización, es una excelente oportunidad de desarrollo personal –su respuesta fue de manual, pero no se le ocurrió nada mejor.
–¿Y por qué razón? –la mujer tenía ojos pequeños y brillantes, diferentes a su rostro, bonito, arreglado, cuya expresión mecánica era fácil de leer, pero la mirada era extraña.
–Es una buena oportunidad de aplicar los conocimientos adquiridos, y enfocar mi carrera –le dijo volviendo al manual de administración.
Volvió a sonreír y la perfección milimétrica de la misma, le pareció una mueca fea.
–Pero esa no es la verdadera razón por la que estás aquí –le dijo mirándola directamente a los ojos; era algo que Laura de alguna manera esperaba, su corazón se aceleró pero aguardó tensa y callada–. Está bien, siempre es igual con los que vienen, entonces lee el contrato, y fírmalo... si eso quieres –le dijo con una comprensiva sonrisa; Laura prefirió ignorar la sutil insinuación de la última frase y no preguntar; la mujer le extendió el contrato, y Laura lo tomó aún con esperanza.
Pero pronto la olvidó, era un papel impreso con letras muy pequeñas, que llenaban toda la hoja sin dejar espacio para márgenes, con renglones muy apretados, ocupando todo el espacio posible dentro de la hoja. Tomó el contrato acercándolo a su vista y notó que eran varias hojas, todas escritas de igual forma, el espacio para la firma estaba al final del demente texto.
–¿Qué sucede? –le dijo con seriedad.
–¿Podría llevármelo a mi casa para leerlo y firmarlo después?
–No, no es posible, pero tómate tu tiempo, tienes todo el tiempo que quieras –Laura volvió a examinarlo, preguntándose si sería posible leerlo o, mejor, si lo firmaba igual sin leer.
–Te recomiendo que lo leas con atención –le dijo como si adivinara sus pensamientos, con aquella extraña mueca dibujada en su rostro, que ahora no le resultaba para nada amable.
Comenzó la absurda e inútil acción de leer, pero no pudo concentrarse ni siquiera en la primera de aquellas minúsculas palabras, como si su mente no pudiera encontrar su significado, aunque claramente lo tenía; regresó a la primera letra y pasó a la siguiente hasta completar la palabra, pero al final no logró leerla. Un sonido metálico a su costado y cerca de su mano derecha la sobresaltó, desvió su mirada hacia el curioso objeto, el diseño le llamó la atención, hubiera jurado que la birome tenía un fascinante resplandor violeta, y tontamente deseó tomarla entre sus manos por solo unos segundos, pero volvió su vista a las letras diminutas.
–¿No puedes hacerlo? –le preguntó la mujer, desplegando su aterradora sonrisa, y clavando su mirada brillante en ella, mientras abandonaba la birome cerca de su mano.
–No tiene sentido –le contestó aceptando angustiada, pero con un matiz de rebeldía en su voz, que nunca podría leer el contrato, que sus palabras no significaban nada en su mente, y se levantó bruscamente de la mesa, retrocediendo ante aquel rostro hermoso y frío. Repasó en su mente los hechos, buscando que estos encajarán de alguna manera. ¿Cómo había terminado en el último piso de la torre de vidrio? ¿Cómo le pedían que firmara un contrato que no podía leer?
–¿Por qué no te acercas y miras? –le dijo la mujer con la serenidad y la voz suave que ya conocía, parándose y caminando hacia la ventana. Laura la siguió despacio, se paró detrás de ella y miró hacia el otro lado del vidrio, hacia la ciudad ahora tapada por una repentina neblina; su corazón se tranquilizó, contento de hacer aquello con lo que fantaseó desde el principio.
Miró los edificios bajos, los autos amontonados, las hormigas humanas caminando; sus pequeños cuerpos eran como las letras que no podía leer.
–Todos se mueven rápido, como si supieran adónde van, pero no van a ningún lado, tampoco tiene sentido –le dijo la mujer, ahora situada a su espalda; no la había sentido moverse–. Nada desde aquí es como allí abajo –le dijo acercándose y parándose al lado.
–No, no lo es –le contestó Laura, observando la velocidad a la que se movían los autos; miró su reloj, no por las mismas razones que antes, sino porque tenía una ligera sospecha y. efectivamente, no le sorprendió que continuaran siendo las doce del mediodía.
Sintió la textura lisa y fría, y se dio cuenta que tenía la extraña lapicera en su mano, la había tomado al levantarse sin darse cuenta.
–¿Que sucederá si lo hago? –le dijo, apretándola con fuerza.
–Lo que siempre has querido, la razón por la que odias lo que haces, aunque finjas todo el tiempo. Ya no tendrás que soportarlo.
–Aún no lo entiendo –le dijo y observó que la ciudad estaba más tapada por la niebla, las sombras crecían, las luces se encendían y los autos se movían a una velocidad imposible.
–El tiempo no significará nada para ti, ya no pertenecerás –de pronto sus palabras absurdas le parecieron llenas de sentido, vio el rostro de la mujer reflejado en el vidrio, ya no sonreía de aquella extraña forma, era atemporal y pálido, demasiado hermoso para ser verdadero, y sus ojos oscuros y profundos prometían lo único que siempre había querido. Laura le sonrió a su propio reflejo, también pálido y bonito, y su sonrisa era una mueca, el recuerdo mecánico de una sonrisa.
La ciudad se veía gris y chata, el sol había desaparecido como un disco rojo detrás de la repentina niebla; todo se veía, aunque rápido, apático, sin sentido, sin promesas o perspectivas, y entonces firmó.
Migues Echeberri caminó desde el auto hacía el bulto; algunos curiosos miraban detrás de la cinta; esta vez se sabría públicamente; dos pasaban, pero tres en menos de un mes era demasiado. Corrió el nylon y comprobó su sospecha, el cabello oscuro y largo, el rostro pálido y de perfil, apoyado sobre el charco púrpura en el suelo; tenía rasgos delicados.
–Joven, como las otras –dijo al policía novato que tomaba notas. “Y estaba buena también”, dijo Migues para él mismo, carraspeando con su garganta tomada por la gripe.
–Debería estar en cama –le alcahueteó el novato–. Un poco de sol se coló entre las nubes; algo retenido en la mano crispada brilló.
–También tiene una de esas –dijo el policía joven, entusiasmado de encontrar una coincidencia.
Migues se puso los guantes, y examinó mejor la curiosa lapicera.
–¿Qué dicen aquellos?
–Que saltó.
–Puta madre, ¿será la moda de algún grupo de enfermos en Facebook? –preguntó Migues, irritado de no haber chequeado lo de los grupos sociales antes y, al divisar al periodista de policiales intentando cruzar mientras un oficial de segunda lo detenía, sintió más rabia–. ¿Desde donde?
–Desde el último.
Migues miró hacia arriba, a la interminable torre inconclusa y abandonada, preguntándose por qué mierda esos imbéciles, mantenían los ascensores aún encendidos y la entrada abierta y sin custodia.
Noel Aguirre Albertoni, Uruguay © 2012
noelalbertoni@gmail.com
Noel Aguirre Albertoni nació en Montevideo, Uruguay. Al terminar la secundaria, estudio ciencias económicas, carrera que abandonó para estudiar cine. En la carrera de realización cinematográfica descubrió su vocación por la construcción de historias fantásticas y de terror, al principio guiones estudiantiles y luego cuentos y relatos. Escribió y realizó cortometrajes entre los que se encuentra El Ser film de un minuto, que trata sobre lo inexplicable y sobrenatural que persigue a una chica rutinaria y estructurada; también llevó a cabo la Dirección de Arte de Casa Tomada, film basado en el cuento de Julio Cortazar.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
La Torre fue originalmente escrita como guión, en lo que fue un proyecto de realización de la escuela de cine; lo escribí en un momento donde en mi país había una importante crisis económica y yo atravesaba un dilema personal: asumir que no deseaba ser contadora, ni trabajar en un oficina; en medio del desempleo y la incertidumbre generales; la necesidad de la fantasía,y de la narración se impusieron para mí como la una única realidad posible.
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