Aquella noche, con el cerebro algo descompuesto por aquel percance, por llamarlo de alguna manera, no consiguió conciliar el sueño y permaneció desvelado, tratando de encontrar una explicación lógica a tan extraño fenómeno. Pasadas las doce, se levantó y, en pijama y pantuflas, volvió a la biblioteca para asegurarse de que había recogido todas las letras caídas por el suelo, y poder comprobar, a la mañana siguiente, si los libros seguían desletreándose o si se había tratado de un suceso insólito pero, por ello mismo, irrepetible.
Amaneció bastante desmadejado por la mala noche pasada (se había quedado dormido al alba) diciéndose que seguramente había sido víctima de una pesadilla absurda y que, por lo tanto, no existía razón alguna para que se precipitara hacia su gabinete de trabajo, donde sus libros descansarían, como de costumbre, esperando que los primeros rayos de sol vinieran a acariciar sus tapas aletargadas. Se duchó sin prisas y se desayunó copiosamente, para que sus ideas se clarificaran y ordenaran en su cerebro, y, cuando hubo terminado, se dirigió a su despacho, relajado y sereno: unos montoncitos de letras yacían sobre la moqueta; una montaña insignificante, una minúscula cordillera cuyas últimas estribaciones iban a morir al pie del extremo derecho de la librería, allí donde guardaba los tomos de lujo, encuadernados en piel. Era un espacio especial, reservado y protegido de los rayos de sol que podían menoscabar el color de las tapas, porque él, después de mucho pensarlo, había ido desechando todos los criterios que se le habían ocurrido para ordenar sus libros (por temas, por autores, por épocas, por países, etc) y se había limitado a ir poniéndolos unos al lado de otros conforme los iba comprando (o hurtando, eso según) obedeciendo a lo que él había llamado un orden cronológico existencial. Sólo había hecho una excepción con los volúmenes de lujo, los tomos de obras completas de Aguilar, por ejemplo, o la colección francesa de La Pleyade por la que sentía una devoción particular. Ahora ya no le cabía ninguna duda, la enfermedad no sólo era real, sino que, desgraciadamente, era también contagiosa y afectaba indiscriminadamente a todos los volúmenes, incluso a aquellos que parecían mejor conservados y más lujosamente encuadernados, fuera cual fuese su edad, su precio, su posición en el mueble o su valor sentimental. Una buena parte de la mañana se le fue comprobando los destrozos que la lepra había causado aquella noche; algunos le dolieron en su propia carne: de las Rimas y leyendas de Bécquer en la colección Austral (su vigésima edición, de 1959) que él había leído, sentado en un banco del Retiro, a su primera novia que le escuchaba con arrobo, no quedaba ninguna hoja completa y algunas rimas habían perdido estrofas enteras, y de los Cuentos ilustrados por el autor, de Pedro Figari, editado en Montevideo por ARCA diez años después, es decir en 1969, se habían caído también algunas ilustraciones, las más frágiles y delicadas, y le fue imposible reconocer a los personajes por el suelo porque seguramente se habían descoyuntado con la caída y sus miembros andaban dispersos, confundidos con las letras.
La cabeza le daba vueltas mientras trataba de buscar una solución para atajar el mal cuyo origen no llegaba a imaginar. Pensó primero que se trataba ciertamente de una reacción alérgica producida por algún polen desconocido o maligno que se había colado por las ventanas abiertas durante los largos meses de aquel cálido verano, aunque, pensándolo mejor, bien podía tratarse de una contaminación química originada por una de las numerosas fábricas que escupían sus residuos tóxicos durante la noche, cuando los sufridos ciudadanos dormían apaciblemente. Pensó que, con mucha paciencia y una razonable cantidad de pegamento, quizás consiguiera recomponer los libros que se le habían descompuesto; bastaba con recoger todas las letras caídas e ir pegándolas en el lugar que les correspondía. El choque emocional que había sufrido le había afectado tan profundamente que su espíritu, desorientado por el carácter insólito de la lepra que se cebaba sobre sus libros, no fue capaz de discernir lo disparatado de aquella empresa. Durante el resto de la mañana y hasta bien entrada la tarde estuvo esforzándose por poner en práctica su idea salvadora, pero no consiguió más que aumentar su nerviosismo y pringar todo su escritorio de pegamento. Aunque utilizó cuantos instrumentos pudo encontrar a mano (las puntas de unas tijeras, la plegadera, una regla, etc) las mínimas letras eran difíciles de manipular y una vez que había conseguido seleccionarlas y embadurnarlas de pegamento, se le quedaban pegadas a las yemas de los dedos de los que sólo lograba desprendérselas después de interminables forcejeos y gesticulaciones. Y cuando al fin lograba completar una línea se percataba, desolado, que ésta se le había torcido o que había mezclado las tipografías o que los espacios no guardaban siempre la misma distancia entre sí... todo quedaba deslucido y feo.
Aquella noche la pasó entera en su escritorio, convencido de que su presencia allí era indispensable para detener la propagación del mal y la consiguiente caída de las letras, y así fue en efecto: nada sucedió, ninguna letra se desprendió del lugar que ocupaba en la página y, a la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol iluminaron la moqueta al pie de la librería, pudo comprobar aliviado que el suelo aparecía efectivamente inmaculado, limpio. «Ahora que hemos detenido el avance de la enfermedad, tenemos que destruir las causas», se dijo. Fue al cubículo donde la asistenta guardaba la aspiradora y volvió con ella al despacho, decidido a terminar con aquel polen maligno o residuo tóxico que roía las entrañas de sus libros. La enchufó y, antes de realizar la operación a gran escala, como si temiera algún percance imprevisto, efectuó una prueba con un libro por el que no sentía mucho interés, un viejo diccionario de Inglés-Francés y viceversa a cuyo canto acercó el tubo de la aspiradora después de haber accionado el botón de puesta en marcha. Aunque inconscientemente se lo había estado temiendo, se quedó anonadado al comprobar el resultado: las letras, que seguramente estaban debilitadas por la lepra, sin fuerzas para agarrarse a la página, se desprendieron de ésta con un ligero crujido, como tejido de seda que se desgarra, y desaparecieron por el tubo de la aspiradora, respetando, eso sí, un riguroso orden alfabético. Estuvo meditando largo rato, de pie en el centro de la pieza, sin soltar el tubo de la aspiradora que seguía ronroneando sin que él la oyera. No le quedaba más remedio que pasarse las noches vigilando si quería salvar lo que quedaba de su biblioteca. Fue a la cocina, se preparó un termo de café fuerte y, al volver a su despacho, entreabrió la ventana para que el fresco de la noche le ayudara a mantenerse despierto. Después se sentó en su sillón a esperar.
El lunes por la mañana, cuando la mujer de la limpieza, la asistenta como él la llamaba, llegó y buscó su aspiradora en el lugar donde habitualmente la guardaba, no la encontró. La buscó por toda la casa, empezando por la cocina y al final, un poco perpleja, abrió la puerta del despacho del señorito. Éste parecía haberse quedado dormido en su sillón con una taza de café vacía caída a sus pies, pero lo más insólito no era eso; unos enjambres de minúsculas maripositas negras (al menos eso le pareció) se escapaban de los estantes de la librería, revoloteaban por el cuarto, chocaban contra los muebles, y huían, al fin, por la ventana entreabierta...
Eduardo Jauralde, España, Francia © 1997
jauralde@club-internet.fr
Eduardo Jauralde nace en Madrid en cuya universidad estudia, con poco provecho y, en general, malos maestros, filosofia francotomista. No queriendo ahogarse huye a Francia donde cursa también estudios de Filología española. Luego de viajar, curioso y asombrado, por diferetnes paises de América Latina, se establece definitivamente en Francia donde ejerce la docencia del español y se le despierta una tardía vocación literaria. Ha ganado tres o cuatro premios de esos que dan las Cajas de Ahorro españolas y ha queado finalista en otros tantos. Por los olvidados meandros del disco duro tiene desperdigados numerosos cuentos y hasta alguna novela que se entretiene en pulir durante las horas de ocio.
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