Regresar a la portada

La diosa luna

"El conocimiento es una forma de ascetismo"
Nietzsche, "El anticristo"

Confines de la ciudad de Chanchán: la fina garúa corrompe la luz que difumina la silueta de un hombre fuerte, joven, grandes manos cuadradas, manos de gigante, un soldado; lo que hoy llamaríamos un "comando", magníficamente entrenado para asesinar. Un hombre de piel opaca que ha degollado niños y ancianos, ha estado al borde de la muerte decenas de veces y ha salvado su vida siempre milagrosamente. Agazapado en la niebla y en el follaje del bosque de algarrobos, bañado por la luminosidad tristona y sucia del crepúsculo, con la luna en cuarto menguante, el hombre espera una señal. Es uno de los diez mil combatientes quechuas que rodean chanchán para entrar cuando la oscuridad sea densa y cerrada. Pronto en estas calles correrán ríos de sangre.

En el interior de la ciudad. Otro hombre, al que llamaremos T. , alto y delgado. Aquellas manos finas de largos dedos huesudos delatan su oficio: es artesano. Vive en un tiempo mitológico. Para sus contemporáneos el tiempo histórico, el tiempo existencial, es grosera imitación de otro tiempo, del verdadero devenir ideal que nos antecede y espera, ajeno a nuestras percepciones, a nuestros sentidos cautivos del presente. Para el artesano estas son creencias ridículas pero necesarias. La conquista del desierto, la paz, la ciudad, el orden social, piensa él, son posibles porque la casta gobernante ha comprendido, por fin, que la ficción infantil, las primitivas fábulas deben ser reemplazadas por la confianza en la razón de estado como instrumento para organizar el mundo.

T. es un burócrata, un funcionario estatal que fabrica huacos en su taller ubicado en una callejuela secundaria de la ciudadela de chiquipe, en Chanchán. Vive en una pequeña fortaleza dentro de una gran urbe preincaica. Es un hombre solitario, de hábitos frugales. Su vida sentimental es desordenada y promiscua pero en lo que a trabajo se refiere es reconocido como un eficiente organizador.

Los demás no encuentran ruptura entre las biografías de leyenda y lo cotidiano de sus propias vidas. Un ejemplo: hoy por la mañana, pescó durmiendo a uno de sus operarios, lo sacudió con violencia y el tipo despertó sobresaltado, los ojos fuera de las órbitas, el rostro granate, en su sueño una nave de totora, enorme, avanza sin rumbo en un mar majestuoso, avanza ardiendo, envuelta en llamas, y él sabe que al apagarse el fuego la nave se hundirá, y él morirá, aquel sueño luminoso es una señal de los dioses. Fue inútil tratar de explicarle que todo se debía a la conjunción desgraciada del excesivo consumo de habas y una mala postura. El artesano tuvo que resignarse a perder a uno de sus mejores operarios, verlo partir hacia un destino de sacrificios y autoflagelaciones sin cuento.

Y si decimos que T. "fabrica" los huacos, es porque es así: los produce en serie, utilizando moldes. En el período de auge del gran señorío, como parte de la estrategia populista de la nobleza, los huacos se hacían por millares para repartirlos, luego, al bajo pueblo. Por la noche, padre e hijos se sentaban a mirar huacos cada uno con su ración de canchita... Estos huacos presentan la versión oficial de la historia del señorío, maquillada y mitificada, convertida en indiscutible verdad teológica, de acuerdo a un interés político más bien simplón.

T. pertenece a una de las doscientas etnias que existieron antes del incanato en el inmenso territorio sudamericano que va desde cuenca en el norte, hasta el desierto de atacama por el sur y la ceja de selva por el este. Ahora trabaja unas piezas que presentan la versión sureña del origen del mundo. Aikan, la deidad femenina surge del agua para crear "ex nihilo", de la nada, todas las cosas, el cosmos y sus criaturas. El acto de creación de aikan es resultado de violentos enfrentamientos con otros dioses. Los ritmos del día y de la noche, los símbolos del sol y del cielo, la tierra y sus frutos, las estrellas y el mar, surgen a partir de una piedra tocada por la aleta ambarina de la diosa. Esto ocurre en una esfera independiente, en un plano ajeno al de los demás dioses; si estos existen son, para T., en el mejor de los casos, entes ociosos, inútiles, estériles; producto de la mente enferma de hombres pequeños, conceptos necesarios para el ritual, para llenar o vaciar de contenido las vasijas ceremoniales, las nociones y los temores del populacho sobre la muerte y el origen de la vida. Los dioses que el artesano dibuja en sus huacos son mentiras indispensables, monstruos repugnantes.

A los quince años, gracias a sus talentos, T. fue alejado de su familia. No se queja. Han transcurrido treinta años, no sabe si su padre vive o no, si le quedan hermanos, si se acuerdan o no de él. No sabe si ha de regresar alguna vez, es poco probable. No olvidemos que, por entonces, el traslado masivo de personas, la migración compulsiva, de una región a otra, obedeciendo a razones de estado, sociales, políticas o económicas, es pan de cada día.

No es extraño, en esas condiciones, que nuestro artesano se crea mercenario, como se sentiría hoy un artista rebajado al "kitsh" publicitario por unas cuantas monedas (por entonces, tuvo vigencia entre las clases altas y los artesanos del señorío, una moneda de metal con forma parecida a la hoja de un árbol). Se aleja del horno de barro, aún no termina el trabajo del día pero decide salir a tomar un poco de aire y mirar al cielo. Sobre el suelo se alinean en desorden las vasijas, las formas redondeadas, como frutos de un árbol fantástico. Aquí, a los amplios aposentos que le sirven como depósito y en los que suele refugiarse, casi nunca trae cosas del trabajo. Aquí trata de terminar sus diminutas obras de arte. Esas que prefiere ocultar. Sin embargo la defección del operario le ha obligado a terminar aquí, él mismo, un pedido para la madre del gran señor de Chanchán. Todos saben que la señora mamá es quien verdaderamente manda en Chanchán.

Es temprano. Podría pasear por su huerto, entre los guayabos, lúcumos, pacaes y grandes paltos que esconden sus frutos en la neblina; o acercarse al río y perderse entre carrizos, sauces, espadañas y juncos que transforman el viento en un silbido angustioso; pero la hierba mala y la salvajina lo han invadido todo, han trepado desde las orillas del río hasta su jardín y no podrá evitar sentirse culpable por su descuido. Necesita ver gente.

Afuera reina un bullicio ensordecedor. Chanchán es, en ese momento, la urbe más importante de américa. El concepto moderno de ciudad difiere del que aplicaban los súbditos del gran señorío. Al principio cada cacique construyó su ciudadela, su fortaleza rectangular completamente independiente del resto, luego los reductos crecieron, se necesitaron cementerios, rutas despejadas para el acceso, acuerdos para la administración del agua, aceptar la autoridad y esas cosas, y poco a poco el tránsito de personas entre una y otra ciudadela se hizo fluido. Sin embargo subsisten las altivas fortificaciones que separan una ciudadela de la otra. La zona central, donde se concentran las edificaciones más importantes, ocupa una extensión de doscientas veinte hectáreas en el centro de un valle extenso y feraz.

El artesano, sentado sobre un peñasco al extremo de una plazuela elevada, de piso empedrado, contempla a la gente. Desde aquí puede ver otras dos plazoletas en la pendiente, iguales a esta, como grandes peldaños. Y muy cerca, ignorando los cielos volcánicos y el universo que arde recreando el señorío, el océano, el infinito, un grupo de jugadores, cada uno en su turno, arroja pallares sobre pequeñas vasijas de barro, la partida es interminable, ninguno de los contendientes arriesga. Más allá, ese incendio de rojos y azules, y el hombre piensa que este atardecer tiene algo malsano o concupiscente, quizá no tener a nadie con quien compartirlo, disfrutarlo a solas, eso es lo deshonesto.

Para el soldado, Chanchán es un monstruo que late y resopla, que tiene centros nerviosos pero no corazón. Es el núcleo de una civilización decadente que ellos van a transformar a partir de un solo golpe de mano. Al soldado le han dicho que esta es una gran aglomeración de gente degenerada, de borrachos y enfermos, que no debe tener piedad, que primero debe matar al hombre que ha de darle la señal, al sujeto que va a traicionar a su propia gente...

El artesano se pierde en los efluvios de la muchedumbre, buscando alivio a su angustia. Su día ha sido una batalla sin término, enfrentando problemas y contrariedades una tras otra. Tiene que actuar como un dictador para que su gente trabaje. Él, que tanto ha criticado el autoritarismo. Pero es la única forma. La indisciplina es parte de una cultura ancestral que no se transforma con buenos deseos. Es como el hábito de apoyar los pies sobre las paredes hasta convertirlas en ruinas. Mañana, el artesano deberá cerrar su taller, vestirse con sus galas más ostentosas e ingresar a palacio sin saber cuándo ni cómo saldrá. Es probable que sus enemigos intenten una nueva intriga. Uno de los defectos de la gran madre es esa debilidad suya para dar crédito a murmuraciones. T. para conservar su cargo, siendo, como es, un advenedizo, se ha visto obligado a entrar al complejo sistema de reciprocidades que consiste en asistir periódicamente a interminables parrandas, en las cuales se intercambia chismes, regalos, favores, condenas y privilegios, con el pretexto de celebrar el aniversario de una batalla, los solsticios, la aparición o desaparición de las pléyades o de la teta del sapo andino; la siembra, la cosecha, el cumpleaños de una sobrina del vecino de una tía del primo del entenado del cacique de tambobamba, cualquier pretexto sirve.

T. es un hombre maduro, y esto significa que ya nadie se preocupa por él y él debe preocuparse por todos. Él sigue contra la pared, tratando de dibujar sobre el barro los perfiles de esa figura de blanco que le persigue desde dentro y paradójicamente queda siempre fuera de su alcance. Hasta hace algún tiempo conservaba secretas esperanzas, en algún momento se sintió cerca, creyó que si realmente hacía el esfuerzo de renuncia, de dejar todo y partir tras ella, la vería, pero ¿y si fracasa?

La esperanza permite engañarse pero después, con el tiempo, se va convirtiendo en verdugo, va mostrando su entraña, su crueldad. Si en el momento adecuado hubiese renunciado a esta imagen por otra más cercana... Ahora piensa que ha desperdiciado su vida y odia toda esta cursilería a la que se reduce una existencia en apariencia vital y robusta como la suya.

Él no entiende por qué toda esa gente mediocre lo odia, no sabe de dónde han salido tantos enemigos, tantos sujetos que odian. Algunos de ellos han sido discípulos suyos. Que hagan lo que quieran. Tal vez se drogue. Trae su cucharilla de plata en una bolsa de tejido basto que lleva a la espalda.

Un grupo de mujeres, espléndidos tocados y trajes vistosos, atraviesa la plazoleta e ingresa a uno de los palacios. Los ricos: gente que goza vistiendo de oro y piedras preciosas; que gusta arrimarse a chocarreros, músicos, bailarines y truhanes; gente que se hace llevar cargada de un sitio a otro. Aunque por la rama paterna, T. pertenece a esa jactanciosa e indolente aristocracia sureña que se autoproclama descendiente "de los dioses del remolino y del viento" él no se siente cercano a "esos cerdos", él cree ser una criatura racional y emancipada en un mundo insensato, aunque la mayor parte de sus hábitos y sus convicciones son los de esa nobleza que dice despreciar.

Tal vez visite algún lugar de diversión pública y de mujeres públicas. Puede que algo de música y un fermentado lo suficientemente alcohólico ayuden. Siempre es deprimente beber solo. Deprimirse y beber hasta tocar el otro extremo y acabar entonando viejas canciones guerreras que hablan de amores negados y gentes sin destino.

Hay militares por todas partes. Lanzas, estólicas, porras, rodelas, látigos, bastones, hachuelas de cobre, hondas, grandes escudos, terroríficas máscaras para impresionar al enemigo, huesos humanos y calaveras colgadas como trofeo en todas partes. El pueblo es muy aficionado a estas cosas. Él no cree, como sí lo hace la mayor parte de sus contemporáneos, que existe un "orden natural" en las relaciones sociales. Pero se cuida mucho de no discutir sobre el tema. Sin ideas como aquella sería imposible mantener la estabilidad. O conseguir que el pueblo se movilizara como un solo puño (iban requintando pero iban) cuando era agredido por etnias vecinas, la de los molestos chancas, por ejemplo, unos salvajes. Hombres que en sus borracheras cantan canciones obscenas con calificativos subidos de tono sobre la "boquita rosada" de la reina y esas cosas. O los pervertidos tallanes, los chachapoyas, cañaris, lupacas, chinchas, y tantos otros.

Se siente tentado de acercarse a la casa de un colega que hace unas fiestas desquiciadas, todos calatos con máscaras que representan animales nocturnos. Se rinde homenaje a una deidad maligna, que echa a andar la rueda de la fortuna, que arrebata o devuelve la salud y el alma a las personas, que bendice o maldice la tierra y sus frutos. Y no es raro ver en esas fiestas cómo alguien se corta las venas o secciona la yugular de un niño esclavo. No todos, desde luego, están de acuerdo con estas pachangas pero el estado las estimula antes que combatirlas. Algunos de los sacerdotes de esta secta están en palacio, se dice que el mismísimo gran señor participó una vez disfrazado de pez espada. Así que es mejor tener cuidado con ellos y no desairarlos porque cuando se molestan estos chicos se le da por convertirte en relleno para el pato soasado que se sirve este domingo en la parrillada ritual. En realidad estos comportamientos aparecen con mayor fuerza en tiempos de guerra o desesperación. Por ejemplo, la costumbre de sacar los ojos a los cadáveres, de colocar las cabezas cortadas en una ordenada hilera, o la de sacrificar doncellas para untar con su sangre caliente la boca de una efigie amenazante dibujada sobre el barro, adquirieron gran popularidad cuando los huari se rebelaron contra las autoridades del señorío. Estas prácticas, en un momento dado, eran tan apreciadas que la guerra en sí no parecía buscar otro objetivo que la captura de prisioneros, de insumos para el sacrificio. Rituales todos ellos que aplacaban la inquietud popular y reforzaban su espíritu guerrero. Pero hoy se vive una cierta tranquilidad. No es necesario recurrir a esos extremos.

El soldado vigila tratando de memorizar la ubicación de los edificios mientras la oscuridad progresa lentamente, desde aquí se ve todo el lado sur y el palacio real. Él imagina que en este momento las balsas enfrentan la costa, cree oír el mar y su distante estertor, el soldado observa desde lejos el rostro de un sujeto que pasea entre girasoles, de pronto se le acerca otro, se saludan y caminan conversando mientras el soldado imagina su puñal atravesando los delicados tejidos del cuello, aprovechen, ya no les queda tiempo. Ahora se despiden. El hombre, al quedar solo, ha arrojado al suelo una corona de plumas. Es la señal.

El artesano decide visitar a H., sacerdote, uno de los más brillantes teólogos del señorío. Lo encuentra paseando por los jardines con una corona de plumas en la mano; la ciudadela luce solitaria, desguarnecida. De inmediato se enfrascan en una vieja discusión. El tema es de capital importancia: T. defiende, por conveniencia política, la generalizada creencia de una vida después de esta. Dice creer en una nueva existencia que se inicia con el hombre después de muerto y se desarrolla exactamente a la inversa que la presente, el montón de polvo se convierte en un viejito y este se va haciendo cada vez más joven, hasta que vuelve al principio fundamental y tal vez, esto aún se discute, nace nuevamente en un futuro menos penoso que este. La muerte es un viaje por una comarca oscura, por la noche, pero la vida nunca se extingue. Ese otro mundo invertido, bizarro, tiene sus propias reglas. En él, el llanto es alegría, la derecha, izquierda, y el avance, retroceso. Es por eso que es importante colocar comida, bebida, objetos preciosos en las tumbas. Es por eso que las mujeres más bellas y los perros más fieles, son sacrificados cuando muere su señor y enterrados junto a él. Esas mujeres piden la gracia de seguir al hombre amado en su viaje por la obscuridad.

H. no está de acuerdo. Se burla diciendo que si ese mundo es exactamente al revés que aquí, el equilibrio es el mismo y entonces es un lugar exactamente igual a este y entonces cuál es la gracia de estarse dando vueltas eternamente por el mismo sitio, mejor sería morirse del todo. Si esa es la verdad mejor no se la digamos a la gente porque son tan estúpidos que pueden llegar a creérsela, eso es lo malo. Por eso estamos como estamos. Él piensa, independientemente de la polémica que en esos momentos atraviesa la elite intelectual del señorío sobre el estado marital de la divinidad, que la discusión es otra. Esta divinidad, interesa un rábano si es soltera o casada, reina sobre la luz y las tinieblas pero se representa, figuradamente, como la luna. Dueña de la fertilidad, destaca, desde pequeña, entre centenares de diosas menores. Expulsada de la luz, luego de una penosa y sacrificada marcha por los reinos de la noche, personifica la vulnerabilidad, la fragilidad del género humano ante las fuerzas de la naturaleza. Más tarde se le representa como un prostituta, como la estrella de la mañana, la lluvia, la forjadora de las cosas y la forma o sustancia que compone las cosas mismas. Al fin su figura acapara tal cantidad de símbolos que esta variedad se convierte en su símbolo distintivo: la luna como representación de todas las representaciones, como símbolo de todos los símbolos y de todos los seres. Con ello se desprende de todo significado. Se convierte en la idea en sí, vacía de contenido porque los engloba a todos. - esto es así y se demuestra por tratarse de una idea que surge espontáneamente en la mente de los hombres, lo cual nos prueba su carácter de evidencia, de postulado cierto sin necesidad de demostración. Es una verdad anímica, espiritual. Así como existe lo alto, existe lo bajo, lo inferior y lo superior. Entonces ese ser superior, ya que debe regir las cosas, no puede, al mismo tiempo, ser parte de ellas, no puede, por tanto, tener cuerpo ni consistencia, y si no tiene consistencia, no tiene ser. Es lo único que explica que no haya necesitado ser creado para existir. Es y no es. Es esa la naturaleza intrínseca del ser, ser en el no ser, eso explica también porqué el vivir se compone de esas cotidianas pequeñas y grandes muertes.

Perdón, ¿puede usted repetir eso último? T. a ratos pierde el paso a los razonamientos de su amigo, algo le dice que en ellos, la posibilidad de una "zona dark", de vida después de la muerte, parece tambalearse un tanto. El artesano, piensa, como siempre, en la importancia social de la religión, en la conveniencia de ciertas creencias para la cohesión social, sin embargo, escucha con respetuoso interés las elucubraciones de su amigo. Hombres como aquellos idearon (haciendo alarde de maestría en el manejo de los principios de la hidráulica) el complejo sistema de canales que permitió irrigar los valles de la costa norte del perú y arrebatar al desierto una inmensa superficie cultivable.

Desde hace doscientos años estamos peleando contra el desierto, contra nuestros vecinos, contra el caos y la miseria, ¿crees que a alguien que tenga dos dedos de frente le pueda gustar que ahora, que tenemos paz y hay progreso, vengan tipos como tú a sembrar la duda? Deberías ser fiel a la tradición religiosa, a nuestros dioses consagrados por la fe popular.

La respuesta del sacerdote, dicen, vino, más o menos, en los siguientes términos:

- A ti te conozco desde hace veinte años, tú tampoco dices en palacio lo que realmente estás pensando. Por ejemplo que los dioses son conceptos surgidos de la mente de la diosa y que esos conceptos sólo sirven para simbolizar las formas de las cosas pero no pueden darnos a conocer lo que las cosas son en sí. La idea de una diosa que crea las cosas con sólo nombrarlas no deja de tener algo de poesía. De todos modos yo te diría que te cuides...
- Yo te diría lo mismo, tú tienes más enemigos que yo.
- Yo conozco el secreto de la luna, quizá por eso es que no me matan todavía. Aún me temen...
- Yo -dice el artesano- prefiero confiar en la razón.
- Tal vez ya hemos tenido demasiada razón, demasiado progreso y demasiada paz.

Personas como el artesano suponen que creer con firmeza y sentirse propietario de la verdad es suficiente para perpetuar una doctrina. Pero aparecen otras personas animadas por la misma convicción pero con mayor vehemencia. Vendrán los quechuas, los españoles y si bien su cultura (el idioma, la forma de vestir y de sentir) resistió durante un largo proceso de dominación, a fines del siglo pasado el gran señorío era apenas una curiosidad arqueológica.

Súbitamente abatido, el artesano se dice que finalmente aquellas son discusiones inútiles entre dos sujetos que se han quedado solos prematuramente por culpa de su propia e irremediable estupidez y contempla un rato el cielo estrellado. La metrópoli dormita anhelante, el mar brama como pidiendo algo, y él siente, sin motivo, la necesidad de hablar con alguien, de explicarle a alguien la secreta poesía de la luz de las estrellas reflejada en los charcos de la calle.

Carlos Arturo G. Rojas Samanez, Perú © 1998

Gonzalorojas@hotmail.com

Nacido en Arequipa, perú, 43 años, casado con Widad Tubbeh Alcázar, una hija de trece años (Cristina), G. Rojas es periodista, ha trabajado en diversos medios peruanos, desde revistas como "Caretas" hasta cadenas televisivas como canal 9 y canal 5, ha dirigido programas y editando secciones diversas, ha sido profesor universitario durante cinco años, ha publicado tres libros ("Imágenes del norte", "Ecología y desarrollo sustentable" y "Tecnología de la ilusión") y desde hace un año trabaja en la jefatura de la oficina de prensa y comunicaciones del ministerio de educación del perú. Afirma no tener interés en frecuentar círculos literarios. Lee "de todo" pero si se trata de elegir es "hincha de Cervantes, Kafka, Kundera, Ciorán, Borges, J.H.Chase y Bryce". Rojas afirma contar con "cantidades industriales" de cuentos no publicados, acaba de terminar una novela titulada "la reencarnación del renegado Kautsky" que, según el autor "seguramente será una publicación póstuma por culpa de algun max brod de esos que nunca faltan".

Comentarios del autor sobre "La diosa luna":
Al encontrar la invitación de Sherezade, Rojas buscó en sus archivos y descubrió un mamotreto pergeñado en 1992 por culpa de una fugaz visita a las ruinas de Chanchán, la ciudadela de barro más grande del mundo. Después del envío y tras una lectura prolija advirtió que la historia estaba repleta de adjetivaciones inútiles, no se entendía bien, sonaba a ratos presuntuosa y a ratos idiota. Tras una drástica reducción envió un nuevo mail a Sherezade pidiéndole de rodillas que olvide el envio anterior. Hoy, tras releer la versión última, ha descubierto varios errores imperdonables y presa del desánimo ha decidido desentenderse de su engendro y dejar que eche a andar por cuenta propia.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [aqui]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [aqui]

Regresar a la portada