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Cuento de luna o la ronda de la catleya

Esa noche, el pequeño y caprichoso Miguel lloraba como siempre pensó que lo haría cuando perdiera al amor de su vida: la bella Serafina. Es que el amor de niños a veces es tan extraño verlo, pero cuando logras hacerlo, te darás cuenta que es más apasionado que el de los hombres maduros.

Miguel estaba atormentado por la eterna soledad que embriaga el ambiente de esa mansión donde él solo vivía con su lúgubre tía. Esa noche, Serafina no era más que el triste recuerdo de una tarde en la cual ambos cayeron al río y pescaron un resfriado. Él la invitó a su casa y la tía cuidó de ese resfrío pasajero. Serafina era una niña que vivía en las calles húmedas de ese pueblo olvidado y había llegado allí por pura casualidad. Huyó de la ciudad que se traga vivos a los habitantes.

Miguel la amó desde el momento en que vio su traje de flores amarillas empapado y su cabellito negro hecho una sopa. Y como un juego de niños la invitó a dormir en su cama junto a él. Ella, dominada por el nerviosismo de compartir por primera vez un lecho ajeno, recordó las palabras de su única y mejor amiga, la loca Antagracia Cruz: "Serafinita de mi consuelo... cuando llegue el día en que tu corazón quiera estallar y tus manos lloren penas de antaño, ese día será el amor que ha tocado tu puerta... no lo dejes escapar y asegúralo eternamente con la ronda de la Catleya..." Serafina no lo pensó más. Lo que sentía esa noche al lado de Miguel, probablemente no lo sentiría ni aquí ni en otro mundo. Convencida de las intenciones del destino prematuro, miró en la oscuridad los candidos ojitos de Miguel y acercándose cautelosamente como una gata a su plato de leche, le susurró al oído sus intenciones: "Mi niño bueno... mi niño amado... quiero darte hoy mismo mi regalo perpetuo... pues mi corazón ha sido raptado por un duende que duerme en tus hoyuelos" y sin más preámbulos, debajo de las cobijas, ella cantó con voz de ninfa de los ríos:

"Ámame, mi niño, ámame, mi bien,
Y una catleya te regalaré.
Ámame, mi niño, ámame, mi bien
Y después del sueño ahí estaré.
Ámame, mi niño, ámame, mi bien,
Y aunque me muera, no te olvidaré".

Esa noche Miguelito acariciaba los lacitos que un lejano día sujetaron el cabello oscuro de Serafina, mientras lloraba desconsolado ante la trágica verdad: Serafina no volvería. Recordó cómo al día siguiente, en su lecho mágico, reposaba el cuerpo inerte de su amada. No entendía cómo, ni que le había pasado, pero en sus labios aún descansaba el incomparable elixir de la vida. De un grito desesperado llamó a su tía, la cual se encargó de los asuntos pertinentes para el viaje al más allá. Recordó cómo esa tarde, bajo el sol inclemente de la primavera, el ataúd donde dormía para siempre su amante infantil, era guardado en el panteón del nuevo cementerio, y aunque las lágrimas no fluían por las ventanas de sus ojos, su destrozado corazón sólo recordaba la promesa hecha por la niña en aquella ronda que le cantó debajo de las cobijas.

Esa noche Miguelito describió lo que sentía su alma con una expresión que retumbó como un espanto vetusto en la gran mansión: "el amor no es más que un estúpido súcubo que no sabe de desiertos y de quimeras... el amor no existe ni existirá para mí nunca... nunca más".

Las lágrimas rojas que Miguel dejó salir sencillamente provenían de su corazón. Cuando él disponía su cuerpo para encontrarse en sueños con su musa infinita, sintió una yerta mano acariciando su rostro, y él, abriendo sus ojos vio a la dulce Serafina, que desde el panteón escuchó su lamento. "El amor nunca se muere, pequeño tonto, no me pude morir bien porque te quedaste con un trozo de mi vida." Y suavemente de sus labios opacos dejó escapar una melodía de pacto para ambos:

"Ámame, mi niño, ámame, mi bien,
Y una catleya te regalaré.
Ámame, mi niño, ámame, mi bien
Y después del sueño ahí estaré.
Ámame, mi niño, ámame, mi bien,
Y aunque me muera, no te olvidaré".

Esa noche, Miguel sintió cómo palpitó su espíritu con la fortaleza de un potro indomable y, sin pensarlo, tomó de la mano a su amada Serafina, dejándose llevar por el torrente de amor que hasta ese día lo había atormentado. Mientras volaba rumbo al panteón, veía cómo el cielo dejó caer a cantaros miles de Catleyas de todos los colores. Y el estribillo fue coreado por los dos pequeños niños, que ahora, bajo las oscuras cobijas de la muerte, se cantan su amado pacto, todas las noches cuando duerme la luna.

Cuando sientas que ha llegado ese ser a tu vida, el verdadero amor, y quieras asegurarle eternamente, llévale al ahora viejo cementerio de aquel olvidado pueblo al lado de la montaña azul, en una noche sin luna. Pega tu oído sutilmente a la tumba de la hermosa Serafina y, junto con los dos infantes fantasmas, cántale a tu amada o a tu amado la ronda de los amores extraviados, la ronda de la pasión eterna, el único pacto atávico hecho por niños e inventado por locos: la ronda de la catleya.

Paulo David Hernández Bernal, Colombia © 2004

angelusheber@yahoo.com

Paulo David Hernández adelanta estudios de Licenciatura en Español e Inglés. Estudia en la Universidad Pedagógica Nacional de Colombia. En las tardes de los viernes, junto al grupo de cuenteros de la Universidad llamado Sociedad de la Palabra Perdida, al cual pertenece, deleita los oídos mágicos de los estudiantes con un sinnúmero de palabras hechas cuentos. Ha participado en festivales de Narración Oral de gran importancia en Colombia, como Unicuento (Cali 2002), Festival Libre (Bogotá 2002), Cuentauro (Villavicencio 2003); además cuenta cuentos donde la avidez por escucharlos sea necesaria. En las noches, la inspiración del sueño y la soledad de su cuarto le permiten tomar la pluma y el papel para plasmar las palabras entrelazadas que forman una nueva historia, un cuento.

Lo que el autor nos dijo sobre su cuento:
Es imposible dejar de escribir. El impulso casi frenético por escribir cuentos me obliga a encontrarme con las palabras represadas en mi mente casi todas las noches después de las 10:00 p.m. La hora perfecta para la inspiración. Esos son los cuentos de luna. La Ronda de la Catleya nació una noche en la cual, como cualquier humano, me pregunté sobre la esencia del amor. Quizá la mejor explicación la puede dar la inocencia y la pureza de los niños. Tengo una melodía sin letra rondando en mi mente y esa noche la hice palabras, inspirándome en la flor más hermosa que jamás había visto: Una Catleya. La combinación perfecta para crear una leyenda que nació en mi soledad; unos niños que se aman, una lluvia de catleyas, una atadura de amores perdidos. Esas son las mejores palabras que pueden explicar el porqué de este cuento que escribió mi mano derecha.

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