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Mac

No es conveniente pensar en lo irremediable o, mejor dicho, en lo que no encuentra su lugar, en lo que está en un límite difuso y oscila vagamente hacia aquí o hacia allá y no perturba a nada, ni nada es perturbado por su insistencia en permanecer donde nadie pone su pie, su mano, la gravedad de su cuerpo, aunque sí su pensamiento, que es lo único que a veces podemos poner en esa clase de límites. Teniendo en cuenta todo esto, no bien me mudé, consideré que la baulera era un espacio apropiado para Mac. Distribuí las mesas y las sillas, la cama y la heladera, la ropa y el televisor sobre la luz que daba a la ventana del octavo piso. Entre lo que quería olvidar incluí a Mac, para que la oscuridad del sótano donde estaba la baulera lo ocultara aún más ante la vista de mis ojos. Lo que intentaba olvidar de Mac era justamente su origen: había pertenecido a mi ex marido, un médico que vaya a saber por qué motivo fue conservando algo así de mudanza en mudanza después de tantos años.

Mac había nacido para mí apenas nos casamos. En realidad Mac había estado siempre allí, pero no se llamaba Mac, no se llamaba de ninguna forma. Cuando descubrimos el modo intenso en que nos habíamos relacionado, mi ex marido y yo decidimos ponerle nombre a cada cosa que nos rodeaba. Le pusimos nombre a la máquina de escribir, a las plantas, y hasta a una mesa. Así creímos protegernos del desabrigo de una futura separación. Mac fue lo primero que tuvo nombre. Estaba allí, dentro de una valija de viaje, de una valija que nunca viajaba, seguramente más vieja que él, una valija tal vez heredada de un pariente lejano. ¿Qué mejor sitio para esconder una calavera? Mac era eso, la parte de un esqueleto que sobrevivió, una cabeza pelada, sin sesos ni ojos ni pelos ni carne, algo desprovisto de sí mismo, algo necesitado de nombre más que nada en esta vida.

Entonces nuestros amigos más cercanos opinaron que ponerle nombre a lo que no es un objeto ni es una persona podía ser considerado un rasgo de humor, aunque también de mal gusto. A mi ex marido y a mí no nos parecía tan antinatural, necesitábamos rodearnos de pertenencias, echar raíces, crear una historia, éramos tan jóvenes, él venía de la frontera, yo, de una ciudad demasiado grande donde los objetos se acumulaban y los días perdían intensidad. Lo único que me inquietaba de Mac en aquella época era su pasado anterior; no dejaba de pensar en que esa calavera había integrado un cuerpo vivo, que alguna vez había tenido otro nombre, un nombre con su propia historia, libreta de identidad, un nombre que alguien desconocido susurró en la penumbra en un tiempo distante, en un espacio difícil de imaginar. Ahora sólo era Mac y detrás de su nombre no había nada.

Mi ex marido había estudiado toda su carrera con Mac y lo había trasladado desde su pieza de pensión en Córdoba hasta la frontera donde tuvo su primer trabajo en un hospital de una pobreza asombrosa. Después Mac volvió a Córdoba en la misma valija, entre apuntes y muestras de remedios. Y al final, en el desbarajuste de la separación, me tocó en suerte junto con dos sillas, unos cuantos almohadones y unas pocas cacerolas. Así es que Mac formaba parte de mi memoria, de mi pasado y de mis bienes patrimoniales. A veces, cuando me ponía nostálgica o envidiosa, pensaba que Mac había viajado más que yo. Lo cierto es que pensaba mucho en Mac y me alegraba haberlo puesto en la baulera y no en mi departamento. El límite estaba claro, bien definido: yo de este lado y él allá abajo. Y todo se encontraba en orden. Pensar en Mac fuera de la baulera era lo mismo que imaginar la calle de mi casa dentro de cien años. Había una marca natural en ese sitio. Sí, todo se encontraba en orden.

Creo que empecé a pensar en Mac con bastante insistencia cuando me enteré de que las estadísticas nacionales registraban un aumento de los casamientos en las ciudades importantes. Antes había pensado, pero no demasiado, ahora, en cambio, Mac venía a mí a cada rato. Ya no me parecía que la baulera fuera el sitio más adecuado para él. Se me cruzaron ideas locas por la cabeza, pensé que por accidente la caja donde lo había guardado se resbalaba y caía; entonces Mac quedaba expuesto a la mirada de quien pasara por delante de mi baulera. Imaginé que mis vecinos tendrían opiniones horribles sobre mí, que iba a resultar difícil explicarles su procedencia. Y aunque no me consideraran una asesina o una persona peligrosa, sin duda, calificarían de morbosidad tener guardado a Mac, por el simple hecho de haberlo conservado. ¿Lo había puesto en una caja? ¿Estaba envuelto o no? Una noche, para darle fin a mi desasosiego, bajé a la baulera. Un sótano frío no es el lugar más adecuado para caminar a semejantes horas. Aunque más que frío era fresco. Pero el fresco se volvió frío porque yo iba en busca de Mac. Noté que muchos de mis vecinos habían cubierto la reja de sus bauleras con una cortina. Algunos otros como yo, no. El desorden de bolsas, papeles y cajas estaba al descubierto. Abrí el candado con nerviosismo. Lo busqué a Mac. Reposaba, en efecto, dentro de una caja, bien al fondo. Lo puse delante de mí y lo contemplé. Nunca había hecho eso. Creía conocerlo, porque antes de conocerlo ya tenía una imagen de él, anodina y convencional. Ahora, al prestarle atención, establecía con él un vínculo que hubiera preferido eludir. De repente tuve un pensamiento: lo peor de una calavera es que no tiene ojos.

Mirarlo a Mac era recuperar la sensación imborrable de la lengua pasando por el interior de los dientes, siempre la misma, invariable, la de rozar con la mano el borde del mentón, reconocer una forma que no cambia. Mac me recordaba la repetición de mi propia vida, los recuerdos que casi no son recuerdos de tan repetidos. Más que una fotografía de mi porvenir, esa dichosa calavera arrumbada en un rincón del sótano, se estaba convirtiendo en una insistencia de lo cotidiano: mi mano rozando el mentón, mi lengua deslizándose una y otra vez por la dura superficie interior de mis dientes. Me traía a la memoria mi cuerpo vivo, la continua sensación de no poder salir de este molde que me ata a la tierra de un modo engañoso. Lo toqué y me sobresaltó la suavidad, esa fría suavidad de hueso pulido, blanco, esa tersura inconmovible.

Me lavé las manos al regresar a casa: había tocado a Mac. Durante un tiempito quedé tranquila, pero poco me duró la tranquilidad. Por alguna razón imprevista alguien podía entrar en la baulera y descubrirlo. Explicarle que había sido material de estudio de mi ex marido no resultaría un argumento convincente. Aunque, cómo podía suceder eso si yo misma había cerrado la puerta con candado. No importa, lo pensaba igual. La lógica no entraba en aquella delicada cuestión.

Para colmo en esos días hubo una reunión de consorcio en la que se habló de los balcones, del tanque de agua y de las bauleras. ¿Poner más luz en el sótano para que organizáramos con mayor prolijidad el contenido de las bauleras? Sentí el golpeteo de mi corazón arrebatado en el medio del pecho ¿Quién podía saber de la existencia de Mac en alguna de aquellas cajas? Fue una reunión demasiado larga, estábamos de pie en la cochera y yo tenía en las manos un fuerte olor a lavandina. Nadie iba a mencionar lo que cada cual y privadamente guardaba en su baulera particular, me repetía mentalmente para tranquilizarme. Por otra parte mis temores resultaban infundados. Además el olor a lavandina que yo tenía en las manos calmó mi preocupación: una mujer que ha zambullido sus manos en lavandina, que ha limpiado durante horas, nada puede tener en común con una calavera.

Finalmente me propuse deshacerme de Mac. No sé cómo se me ocurrió la brillante idea que buscar a un estudiante de medicina. Al fin de cuentas la calavera estaba entrenada para esa función. A lo mejor aún atesoraba el recuerdo de mi ex marido acariciándole el cráneo, delimitando la rugosidad de las órbitas de sus ojos, apretando su forma combada con las dos manos. Después de mi separación me alejé voluntariamente de médicos, enfermeras y estudiantes de medicina, así es que no me resultó sencillo hallar a alguien que necesitara a Mac. Claro que podía poner un aviso en el diario. ¿Y si la policía leía el aviso y venía a investigar de dónde diablos había sacado yo una calavera? Un ex marido a esta altura de los hechos se convertiría en un argumento sospechoso. ¿Y dónde había conseguido mi ex marido a Mac? Lo del aviso quedó descartado. Consideré que lo más atinado sería hablar directamente con alguien. Tengo una prima enfermera. ¿Quién no tiene una prima enfermera en algún lugar recóndito de la familia? La fui a visitar inmediatamente. Mi prima, al escucharme, alzó las cejas.
—Bueno, voy a ver —terminó diciendo.

Desde aquel día no tuve más noticias de ella, por lo que me convencí de que cruzarme con un estudiante de medicina podía ser más difícil que encontrar una aguja en un pajar.

Después de darle vueltas al asunto supuse que la solución era echarla en cualquier parte rápidamente, quizá en un baldío o por ahí, a la nochecita bien envuelta en una bolsa de plástico. Comencé a merodear el barrio y cada vez que lo hacía veía coches policiales en cada esquina. Fue muy endeble la ilusión de desprenderme de Mac mediante un recurso tan arriesgado. Esperé que se hiciera tarde una noche y volví a ir al sótano para mirar la baulera. Bajé despacio, sin hacer ruido. Distinguí una luz allá al fondo y me sobresalté. Al girar para ir a la zona donde estaba mi baulera me choqué con el portero. Los dos pegamos un grito. Y enseguida nos echamos a reír. Cuando el portero se fue, me arrepentí y regresé a mi departamento sin Mac.

Y allí se quedó un tiempo el silencioso de Mac dentro de su caja. Yo miraba mientras tanto los noticieros en la televisión. Se hacían encuestas para averiguar cualquier cosa. Para medir la cantidad de accidentes de tránsito, la buena y mala nutrición en la lactancia de los bebés o la popularidad de los candidatos a funcionarios. Me impresionaba que se ocuparan de medir la vida para que los asuntos siguieran desarreglándose. El mundo se movía con rapidez y no existían recursos para evitar que todo se desacomodara. Las mediciones que hacían hoy, mañana ya no servían.

A veces me olvidaba de pensar en Mac y eso no significaba ningún alivio. Otras, de tanto pensar en la baulera, la oscuridad, la amplitud de sus órbitas vacías, en ese rincón bajo el mundo, me convencía de la necesidad imperiosa de encontrarle un lugar en algún sitio que estuviera lejos de mi casa, que lo reinstalara al menos en el mundo de lo útil, ya que de lo bello estaría siempre lejos.

Un sábado al mediodía mientras preparaba una ensalada, tuve una idea genial: podía regalársela a un teatro para la representación de Hamlet. Hamlet sin una calavera es casi lo mismo que Margarita Gautier sin la tos. Llamé por teléfono a un teatro y me cortaron no bien empecé a hablar, creyeron que se trataba de una broma. Es probable que le sobraran calaveras o, acaso, ya se fabricaban de utilería. Últimamente se fabrican tantos objetos que parecen naturales, aunque pensándolo bien, en épocas como esta las calaveras auténticas no debían escasear.

Bajé por enésima vez a la baulera para comprobar que Mac continuaba estando allí. Lo encontré tan desnudo y tan solo que no supe qué hacer. Minutos más tarde lo subí hasta mi departamento. El repentino cambio de planes me dio un consuelo pasajero. Dónde ponerlo a Mac sin que se convirtiera en un estorbo, en una acusación, en un mal recuerdo, en un anticipo del futuro o, simplemente, en una presencia fuera de lugar. A medida que pasaban las horas me sentía más y más angustiada. Iba con Mac de una punta a otra del departamento en un estado de frenética ansiedad. ¿Y si llamaba a mi ex marido y se la devolvía? Adiviné que ese hecho despertaría en él una gama infinita de interrogantes. Podía, incluso, escribirle una carta. De inmediato esa solución me pareció descabellada. Habían pasado más de diez años desde la última vez que habíamos estado en contacto. Podía apostar sin equivocarme a que mi ex marido ya ni siquiera se acordaba de Mac. ¿Y qué iba a ponerle en la carta? ¿Mac sigue bien? De pronto me dije: ¡Una escuela! Eso. Una escuela. Para la clase de biología. Llamé a una amiga que es docente. Apenas terminé de hablar, ella lanzó una carcajada.
—Sobran calaveras. Ya no sabemos ni dónde ponerlas en el colegio. ¿Pero cómo no estás al tanto de las últimas estadísticas?

Por lo visto no. Me sentí rendida. Mac estaba sobre mi falda. Lo miré otra vez y me dije que no tenía otro remedio que dejarlo donde había estado en los últimos años. Claro que ya no sería lo mismo. Nos habíamos conocido más estrechamente, lo que me hacía responsable y me despertaba sentimientos renovados. Así es que decidí llevarlo de regreso a la baulera. Y lo metí dentro de la caja. Quizá Mac quería quedarse allí al abrigo de esa oscuridad que lo volvía más anónimo. De cualquier forma él ya sabía que, de ahora en adelante, contaba para sostenerse, de manera definitiva, con el hilo frágil y tembloroso de mi pensamiento.

Irma Verolín, Argentina © 2017

irmaverolin@gmail.com
irmaverolin@hotmail.com
https://irmaverolin.blogspot.com.ar/

Irma Verolín es una escritora nacida en Buenos Aires que comenzó a publicar cuentos y novelas en 1988. Contando con el apoyo de instituciones oficiales de su país mediante el sistema de concursos dio a conocer relatos que giraban en torno a la órbita familiar con una fuerte construcción de atmósferas y depurado lenguaje. Durante algunos años publicó libros del género infanto-juvenil. A partir de 2014 comenzó a publicar poesía y obtuvo el primer premio que la Fundación Victoria Ocampo otorga a ese género. Recibió importantes galardones nacionales e internacionales entre los que pueden citarse el Emecé de novela, el Internacional de novela Mercosur y el Internacional de Puerto Rico y el primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea. Algunos de sus textos han sido traducidos al inglés, alemán, italiano y ruso. Es también ensayista literaria.

Lo que la autora nos contó sobre el cuento:
Desde Hamlet y aún desde antes, tomar a la calavera como símbolo de la muerte, de la fugacidad de la vida y del paso inexorable del tiempo no es ninguna novedad. Lo cierto es que como en gran parte de mi narrativa partí de un hecho vivencial: yo tuve una calavera guardada en la baulera del departamento en el que viví. Lo mismo que en el cuento, perteneció a mi ex pareja que era médico. Lo que me interesó frente a esta situación fue trabajar ese narrador que se instala en la incertidumbre, me interesaron además el tono, la vacilación de quien habla, el enfrentarse con las complicaciones del mundo actual habiendo tomado una situación ya tan clásica y hasta remanida. No creo que los temas en sí mismos sostengan el peso del relato, confío mucho más en el enfoque y el tratamiento de ese tema. Siento cierta inclinación por la mirada absurda y a veces incluso ridícula, me atrae el grotesco y suelo integrar elementos de este género que se configuró como tal en el Río de la Plata con el aporte de los aluviones inmigratorios -especialmente italianos- a comienzos del siglo XX. La muerte es fascinante para una escritora como yo que ama los bordes, los límites; en ese borde, en ese límite difuso quise que circulara el discurso del cuento, el filo en este caso era la imposibilidad de actuar para darle un lugar final a algo que no debía formar parte de la cotidianeidad, ya que se trataba nada menos que de una calavera.

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