La abuela tenía ojos grises aquel día. Llevaba a Madeleine de la mano y simulaba no darse cuenta, aunque a mí no lograra engañarme. La abuela no había tenido nunca los ojos tan grises como aquella mañana, tan melancólicos, tan perdidos en el instante de ayer.
A ella le encantaba instalarse en el ayer. Sentada a la mesa, zurciendo las medias rotas, contaba de esa vida lejana en Italia, fascinante para mí como un cuento de hadas. Yo la escuchaba expectante, arrodillada en una sillita de paja, desde el rincón que había adoptado como propio, en la cocina.
La abuela hacía buñuelos o masitas de miel para la llegada del colegio y me esperaba todas las tardes en la puerta, con su delantal enroscado a la cintura, con sus manos tibias y un poco enharinadas, con su aroma lavanda en el cuello cuando me abrazaba; y también se ocupaba de Madeleine. La peinaba, la vestía de raso rosa, y entonaba melodías de su pueblo. Era habitual escucharla cantar sólo para Madeleine, aunque la canzoneta se trepara a la madreselva del patio y llegara hasta la ventana de mi habitación. Yo apoyaba la cara al vidrio y la veía ir y venir con el cuchillo de mango gastado, ajena a todo, preocupada sólo por la salud de las plantas, removiendo la tierra, cortando hojas secas, regando los brotes nuevos. Entonces, todos sabíamos que había vuelto por un rato a las montañas y corría en un valle amplio, la cabellera suelta entre los hombros, “de chica, Carolina, era una niñita rubia que jugaba saltando y el lino me acariciaba las rodillas, la pollera ancha y … Si hubieras visto aquel paisaje, Carolina”. Yo sonreía y la llamaba y ella, al verme, levantaba la cabeza y regresaba al patio, a la madreselva, al brusco silencio de su canción. Todos sabíamos que no le gustaba que la escucharan, que sólo cantaba para Madeleine.
Los días posteriores a la muerte de mi tía Isabel, la abuela empezó a cambiar, a transformarse en otra persona. Más débil, las manos quietas y temblorosas, sus ojos grises encerrados siempre entre las cuatro paredes de la habitación. Ya no me esperaba a la llegada del colegio, dejó de cocinar, de reír, de cuidar el patio. Y yo, con apenas nueve años, no llegaba a entender la pena que, de a poco, la iba apagando por dentro. Y trataba de alegrarla. Por las tardecitas, cuando regresaba del colegio, tiraba el portafolios encima del sofá y corría hacia el sillón hamaca donde la había solido encontrar tejiendo alguna bufanda para mí, algún pullover a mi madre, una mañanita durante la enfermedad, a mi tía Isabel. Pero día tras día, encontraba las dos agujas enganchadas en un ovillo, sobre el viejo costurero de roble.
En uno de esos atardeceres en los que la luz se iba diluyendo en la vacía silueta del sillón, suponiendo el lugar donde la podría encontrar, intenté controlar la angustia que me provocaba todo aquel comportamiento, y me dirigí hacia su pieza, dispuesta a sacarla de aquella ensoñación que le había sobrevenido después de la muerte de su hija.
El picaporte chirrió y traté de hacer despacio, temiendo que ella durmiera. Pero no, apenas hube entreabierto la puerta, asomé mi cabeza hacia adentro y la vi. Estaba sentada sobre la cama, de espaldas a mí. La débil penumbra del anochecer tornasolaba el raso blanco de la colcha, oscureciendo más su vestido negro. Al lado suyo estaba Madeleine, vestida también de blanco, y con un moño ciñiéndole los grandes rulos castaños.
¿Por qué siempre Madeleine? Era incomprensible que, sabiendo la abuela de qué manera la quería yo, empezara a no importarle otra cosa que cantarle a Madeleine, hablarle, vivir exclusivamente para ella, como si yo no existiera. Pensé que, indudablemente, algo grave le ocurría. Ya no se acordaba de las plantas, ni cocinaba masitas de miel, y lo más extraño, era que había suspendido los hermosos relatos de su Italia querida. Sólo atar esos cabellos con el moño, o acomodar las puntillas de aquellos vestidos. Entonces fue cuando se me ocurrió que la única forma de lograr nuevamente su cariño, sería justamente, acercarme a Madeleine.
Empujada un poco por los celos y otro poco por propia ambición, esperé la hora de la siesta y entré en puntas de pie, a su dormitorio. Sigilosamente, acallando hasta mi respiración, rescaté aquel pequeño cuerpecito de la cama de la abuela, apaciblemente dormida. Y con el mismo meticuloso silencio con el que había entrado, salí con Madeleine en los brazos, decidida a llevarla a mi cuarto.
Crucé el patio. Era enero y las abejas rondaban, amenazantes, entre la parra. El sol caía pesado sobre las baldosas y, a medida que yo avanzaba, parecía que el aire, denso, iría a quebrar las paredes. Llegué a la pieza y me recosté. El zumbido cada vez más monótono que llegaba desde afuera, y la almohadita debajo de mi cabeza, fueron entornándome los párpados de a poco. Quedé dormida junto a Madeleine.
Algunas horas después, unos gritos cercanos me despertaron. Eran las voces de mis padres y del tío Carlos, tapando el desconsolado jadeo de otra voz, casi desconocida, que clamaba por Madeleine. Abrí la puerta con ella entre los brazos y entonces, en un segundo, ante mis ojos azorados, la abuela se abalanzó sobre mí y me la
quitó con un empujón. No pude detener las lágrimas, que fueron acompañando el llanto, sufriente y desconsolado, de mi abuela. Fue cuando predominó el tono cortante, lacónico y definitivo de mi padre.
-Las cosas han llegado al límite, Mercedes –le dijo a mi madre- Hay que poner orden, por el bien de todos.
Al día siguiente, la abuela tenía los ojos más grises que nunca. Llevaba a su muñeca de la mano, mientras dos hombres vestidos de blanco, con benevolente actitud, la orientaban hacia un coche.
Estela Parodi, Argentina
© 2006
letras_52@yahoo.com
La autora
Estela Parodi nació en Rosario . Lleva publicado tres libros , Cuentos Desnudos ( 1993 ) (Premio ASDE Sta. Fé ) (Leopoldo Marecha . BS.AS) ( Mención Faja de Honor de SADE Bs. As.) Cuentos Audaces (1998) (Mención Faja de Honor de ADEA) y Mar de Amores (2003) además de colaboraciones en distintas revistas y diarios del país y Chile. Ha coordinado el Taller Letras de Café, en Rosario, Argentina. HA participado en Congresos Nacionales de Escritores y de un espacio radial de Cultura, de cual era conductora. Actualmente está preparando su cuarto libro de cuentos y su tercer novela. Las otras dos aún permanecen inéditas.
Sobre el cuento
EL cuento Madeleine, lleva connotaciones autobiográficas pues ha sido llevado a la ficción por una anécdota que se suscitó entre mi madre y mi hija, en ese momento muy pequeña, por la tenencia de una muñeca que aún mi progenitora guarda como un tesoro.
También me llevó a escribirlo pues deseaba plasmar algunos rasgos de la locura sin caer en melodramas. Si bien mi madre no padecía de esa enfermedad, a veces se colocaba en el nivel de mi niña y creo que allí radica otro tema que es la ancianidad, concebida por mi parte muchas veces, como con alto grado de rasgos que recuerdan a la infancia.
El uso de la primera persona le da más intimismo al cuento y lo he utilizado para llegar más al lector. Por lo demás, el cuento tiene aspectos costumbristas como escenarios ( el patio, por ejemplo) y usos que ya no son llevados tan a la práctica, como es el que los ancianos vivan con sus hijos.
Sin querer, ese mínimo personaje que es la muñeca, me llevó a tratar varios temas en un cuento y creo que es eso lo que más valor tiene. Lograr la síntesis, así como un buen desarrollo y lenguaje adecuado, lleva al cuentista a su objetivo, en este caso, transformar una anécdota cotidiana, en algo que pueda ser caro, atractivo y profundo para el lector.
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