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Malvada locura

Todos le temen, todos le tienen por una especie de brujo con poderes que nadie quiere desafiar. Es como un gran ídolo de piedra, que apesta a orina y jamás se calla. Palabras y más palabras; oscuras divagaciones absolutamente incomprensibles, siniestras premoniciones, retorcidas declamaciones... es como estar frente a una especie de oráculo milenario de vientre hinchado y aspecto hediondo que no deja de beber una copa de vino tras otra como si fueran libaciones al oscuro dios que le ilumina. Palabras en las que no te detendrías a reflexionar ni por un instante, si no fuera porque de repente, de algún modo inexplicable, te das cuenta de que es de ti de quien está hablando. Entonces te encoges en tu silla y un escalofrío recoge tu espalda, mientras él te sonríe, destapando una sonrisa arruinada, gris y torcida que evoca en tu imaginación las lápidas de un antiguo cementerio ya abandonado. Eso hace que te encojas aún más en tu silla, frente a él, que se mantiene altivo y poderoso en una dimensión infranqueable, palpando tu miedo, acariciándolo, respirándolo suavemente como si ese fuera el combustible que le mantiene activo y da forma a sus palabras. Palabras que están presentes en todas partes; impregnando el aire que respiras; presentes en el humo que sale de tus pulmones, en las copas que se vacían, en las canciones obscenas de las putas a tu alrededor; el propio vino arrastra su sabor. Es como si todo y todos estuviéramos contagiados, animados por esa fuerza primigenia que exhalaba de sus pulmones. Ya no éramos humanos, tal vez ni siquiera estuviésemos vivos. Nos habíamos convertido en simples vestigios megalíticos de otra era. Habitantes desgraciados de aquella región arcana y olvidada que aún pervivía en sus intestinos, en sus ojos claros e intensos, en su aliento pestilente, en cada fibra de su alma enferma. Nos habíamos convertido en una miserable porción de un mundo exhausto y todavía sublime que desconocíamos por completo y que jamás podríamos comprender. El lugar que ocupábamos en él era el de meras almas en pena, miserables y desoladas, arrastradas desde los confines de los tiempos por su voz que empezó a vibrar con más fuerza. Borrachos, olvidados, cansados y angustiados, pertenecíamos por entero a él y eso le satisfacía. Era lo justo. No podía ser de otra forma, como si así toda la puñetera creación estuviera volviendo a su cauce.

Con una mirada satisfecha y una mueca de solemne triunfalismo, miraba a su alrededor. A nosotros, almas perdidas que, ebrios, cantábamos, gritábamos, discutíamos, nos insultábamos, nos peleábamos, bebíamos en torno al Gran Ídolo.

El estrépito crecía. En un rincón, un par de tías, de no más de veinte años, esqueléticas, con los brazos acribillados, empezaron a besarse en los labios. Se abrazaban, retorcían sus lenguas en la boca de la otra. Bajaban sus camisetas, dejando al aire unos pechos pequeños y pálidos, como dos discos lunares destellando en las tinieblas de aquel nuestro antro, solos y al amparo del Gran Ídolo, que seguía paseando su mirada tranquila y serena por los chulos, los borrachos, los yonquis y las putas: todos inmersos en las nupcias del vino y la carne. Sangre y pasión desatándose como una corriente eléctrica que nos encerraba a todos en un circuito insano de carcajadas, insultos y gritos decorados con canciones y obscenidades. Todos unidos en un sólo espíritu, un sólo cuerpo, un sólo corazón que retumbaba con fuerza y por el que no fluía una sola gota de sangre, ni un ápice de humanidad.

Desde un rincón, La Cojones, miraba con desdén a las dos yonquis que habían acaparado la atención de todos. Su mirada parecía el límite, la frontera eternamente insuperable para los vulgares mortales, que separa este mundo de todos los demás. Allí estaba ella: erguida y fría como una diosa del inframundo. “Su cama era lujuria y su plato era hambre”: esa era La Cojones. Una reina del infierno con llamaradas que bailaban en sus ojos, esperando el momento oportuno para desatar toda su cólera.

Miré a mi alrededor, como alertado por una premonición siniestra que me decía que algo terrible iba a suceder. No sabía lo que era, ni pensaba en quitarme de en medio, al revés, la idea de estar expuesto a un peligro insondable y de perecer cruel e irremediablemente, me excitaba, me hacía relamerme de puro goce... y entonces sucedió lo impensable. Escuché el eco lejano, casi imperceptible, de una especie de estallido. En ese instante supe que ya nada, ni nadie a mi alrededor era lo que había sido. Sí, era el mismo tugurio infecto, eran las mismas caras, las mismas voces y aparentemente nada había cambiado, y sin embargo todo era diferente. Como si se hubiera producido un cortocircuito cósmico y todo el Universo, con todo lo que contiene, se hubiera deshecho y se hubiera vuelto a rehacer tal y como era, en una fracción de segundo. Quince mil millones de años de evolución recreados en una copia exacta de sí mismo, y sin embargo faltaba algo crucial, algo vital que se había perdido para siempre. Algo que no podía ser nuevamente reproducido. En vano miré a mi alrededor intentando desvelar qué era ese algo. Interrogando con la mirada aquellos rostros en los que aparentemente nada había cambiado y en los que era casi visible cómo se desvanecía en ellos la sombra de algo indefinible e innombrable, algo que si te mirara a los ojos te haría enloquecer.

¿Qué éramos? ¿Quiénes éramos? ¿Muñecos de trapo debidamente colocados en un punto del espacio-tiempo por una mano caprichosa, que estaban viviendo su segunda vida, tal vez su millonésima vida, como vasijas de cerámica rotas, recompuestas una y otra vez? ¿Con qué finalidad?

Cada vez me costaba más reflexionar sobre todo aquel asunto. Es más, casi ya ni siquiera sabía exactamente por qué tenia que pensar en ello, o en qué estaba pensando realmente. Pero algo de ello perduraba aún en mí. Tal vez no mucho, pero lo suficiente para preguntarme si no había sido todo una ofuscación mía. Si el cortocircuito no se habría producido sólo en mi cerebro. Entonces miré a mi alrededor y supe, sin saber por qué, que todo había cambiado. Hasta el Gran Ídolo ya no era el mismo. Parecía que había perdido aquel aire de intemporalidad que le caracterizaba. Ahora, era como un gran gorila. Un gorila desolado que, encogido en su mesa, miraba con morbosidad a su alrededor... ¿Y yo?, ¿quién era yo? No era capaz de pensar en mí mismo, no era capaz de concebir la más remota imagen de mí mismo. Frustrado, desconcertado, o tal vez fascinado con semejante desatino, bebí un buen trago de aguardiente.

Tal vez no existiese un Yo sobre el que meditar; ni mujeres de mirada cansada, medio destruidas o ya destruidas del todo; ni viejos obscenos, borrachos con hilillos de saliva colgándoles de las comisuras de los labios; ni yonquis medio derrumbándose, ni rufianes de aire aterrado y feroz al mismo tiempo, con las manos en los bolsillos, esperando una excusa para hundirte sus navajas hasta la empuñadura; ni fulanos malolientes con monos rotos, más negros que azules, completamente borrachos, deambulando por las mesas, ora cantando, ora lamentándose, buscando alguien con quien discutir, alguien a quien chupársela o con quien emprenderla a puñetazos. Ya no quedaba nada sobre lo que reflexionar. Allí ya no quedaban seres humanos, ni almas ni corazones que pudieran ser pesados, medidos o cuantificados de alguna forma. Éramos algo parecido a un fenómeno estelar en continúa evolución en la gran cosmorfosis. Los muertos esperaban su turno al otro lado de la puerta para ser uno de nosotros. Dios mismo, enclaustrado en su hiperrealidad, nos miraba de reojo, quería participar, también quería ser uno de nosotros.

De repente, el Gran Ídolo recuperó toda su solemnidad, abriendo sus ojos en una expresión de horror e iluminación, como si algo terrible y sublime al mismo tiempo le hubiera sido revelado. Se puso en pie y con la cabeza erguida y los ojos quietos, vociferó con voz ronca: “Yo soy el que recibe en la noche a los caídos; con lágrimas me llaman, en silencio me reconocen, con su pena me siguen... muertos”. Todos callaron, miraron al Gran Ídolo. El silencio, el terror apretaba las almas de todos los presentes helando sus tripas, paralizando sus corazones. ¿Miedo?, ¿a qué? Nadie sabría decirlo exactamente, pero estaba tan presente, tan metido en su interior que parecía que ya ni siquiera respiraban. Sólo La Cojones, permanecía impasible, poderosa y desafiante, mirando por encima de todos nosotros como si quisiera conjurar una tormenta.

“Para andar con los muertos se te ve muy fresquito”, gritó El Pelos, con malicia, liberando del hechizo a toda la chusma que, envalentonados por aquella burla, nos echamos a reír con saña, alejando de nosotros el temor que hacía tan solo un momento nos roía por dentro. El Gran Ídolo, inconmovible, aún más altivo, más sombrío, con aquella expresión terrible y mayestática, con los ojos casi saliéndosele de las órbitas, levantó su voz sobre el jolgorio y rugió: “Pelos, ¿qué te hace pensar que mañana, a esta hora, no te estarás presentándo ante mí, allí donde Tierra y Cielo son uno, con tú corazón en las manos, cambiando risas por lágrimas que te acompañarán toda la eternidad?”. Sus palabras actuaron como un espasmo eléctrico que se propagó rápidamente por el aire, de un cuerpo a otro, dejándolos inmóviles, estáticos, absortos, con la mirada fija en el Gran Ídolo, y el cuerpo tenso como estatuas de mármol. Ni un parpadeo, ni un susurro, ni el amago de un gesto. Todos estaban midiendo, pesando las palabras del Gran Ídolo. Un hombre que “sabía cosas”, se solía decir entre susurros, con expectación, como si quisieran decir: “puede acabar con tu vida, puede llevarse tu alma con él al Infierno, podría, si quisiera, maldecirte para siempre y arruinar tu vida”. Y ahora, cada cual, a su manera, pensaba en ello, y quien sabe si ya no se verían malditos para el resto de sus días, sobretodo El Pelos.

Ajeno a todo ello, indignado y con aire decepcionado, el Gran Ídolo, se dejó caer en su silla. Parecía agotado, como si pronunciar aquellas palabras le hubiera supuesto un esfuerzo inhumano, dejándolo abatido y exhausto.

Fue La Cojones, divertida con todo aquello, de un modo malicioso que refulgía en su mirada, quien rompió el silencio entonando los primeros versos de una de esas coplas que todos conocían. Avanzando por entres las mesas, arrogante y soberbia, contagiando a todos con su voz y el contoneo de sus caderas. De inmediato volvió el bullicio, las peleas, los insultos, las carcajadas... todo volvió a ese punto en el que se había detenido, como si nada hubiese sucedido. El vino volvió a correr y las dos lesbianas, ya casi desnudas, colocadas y borrachas, reinaban en medio del entusiasmo general. Sólo el Gran Ídolo permanecía ausente, triste, apático, decepcionado, ¿con quién?, ¿con qué?, ¿por qué?, me preguntaba cuando a mi lado se sentó La Cojones. Me sonrió, me guiñó un ojo y me dijo algo que parecía venido de algún oscuro confín del Infierno que sentía cerca, muy cerca. Tal vez fuese por su mano trepando por mi entrepierna, mientras con la otra se servía una copa de aguardiente, acabándola de un trago sin que su sonrisa perdiera un ápice de frescura. Como si algo dulce y puro, a pesar de todo, aún habitara en sus labios. Pero eran sus ojos los que me seducían de un modo enigmático, estando, sin embargo, tan llenos de ira, siendo tan duros, tan ásperos, tan difíciles de confrontar... y sin embargo, había algo en ellos que te hacía vibrar, algo que te arrastraba hacía lo profundo... y si te dejabas llevar, he allí que de repente, después de recorrer un largo y duro camino, descubrías, al final del Infierno, un poderoso y sobrenatural rayo de luz. Entonces era imposible no enamorarse de aquellos ojos con toda su rabia y todo su dolor incluido. “Tienes unos ojos preciosos”, le dije sin pensar, medio perdido en su mirada como se pierde uno en las cosas que sólo uno ha descubierto, que sólo uno sabe que están ahí. Ella me miró directamente a los ojos con fiereza. Su sonrisa se desplomó en el acto dejando tras de si una mueca agria; mezcla de asco y puro desprecio, que iba trepando rápidamente por su rostro. “¿Te estoy tocando la polla y tú me hablas de mis ojos?...¡Eres un capullo!”, me escupió en la cara con toda la sequedad de los vientos del Infierno. Yo me limité a contemplarla, ni ofendido ni sorprendido. Se puso en pie, derribó otra copa de aguardiente, me miró, detuvo sus ojos en los míos y antes de irse masculló: “ Aquí la belleza no se perdona, no dura, sirve para lo que sirve... llega un momento en que a una misma le da asco”. Se dio la vuelta y se fue, meneando sus caderas pesadamente, hacia un grupo de borrachos marrulleros que la recibieron manoseándola el culo, tratando de besar sus labios, le pidieron que cantara... y ella dejó que la magrearan, dejó que la besasen, les sonrió, les echó la mano a los güevos y cantó como cantaron los ángeles cuando se vieron en el Infierno. Pero sólo yo lo supe, sólo yo veía al ángel.

Giré la cabeza y me topé con el Gran Ídolo. Tenía la cabeza caída, no se movía, no parpadeaba. O había muerto, o había entrado en trance. No me preocupaba lo más mínimo. Me limité a observarlo como si tuviera delante una de esas efigies milenarias de proporciones gigantescas, clausurada en esa representación cósmica que los hombres conceden a las figuras sagradas, como si la tierra pudiera participar del Cielo.

Cansado de mirarle, dejé caer la cabeza pesadamente sobre la mesa. En su interior algo daba vueltas y más vueltas; ideas, recuerdos, versos... mentiras y más mentiras, y en mis cojones, miedo a las que vendrían mañana y pasado.

Ahora que el Gran Ídolo estaba ausente, todo parecía ir a la deriva en un giro dramático.

A mí alrededor, sátiros alocados y ebrios volvían a asaltar los altares de los viejos dioses. Los buenos dioses, que nos apartaron de ellos, dejándonos aquí abajo.

Vicent Cavalo, España © 2011

vicentcavalo@gmx.es

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