Los marinos tienen reputación, injustificada la mayor de las veces, de ser hoscos e insensibles. Eso creía yo hasta aquel día en que partimos de Point-a-Pitre, dejando atrás a Marinero. Hasta que sucedió aquel incidente, nunca se me había cruzado por la mente que un corazón humano podía derretirse como una figura de cera se derrite ante la llama pertinaz, ni mucho menos que el encariñarse con un perrito significaría penetrar la que se supone infranqueable fortaleza que es el corazón de un grupo de toscos hombres de mar. Tampoco tenía la menor idea del extremo a que el cariño y la lealtad de un perrito faldero podrían llegar.
Contrario a lo que muchos piensan, la vida de los marinos no solo es holgorio y parrandas; también, de vez en cuando, se hacen presentes en ella incidentes saturados de compasión y sentimentalismo, intrínsecamente humanos, como el extraño suceso que es el objeto de este relato.
Había aparecido de a saber dónde. Lo raro era que habiendo varios otros barcos atracados en el mismo muelle, escogió el de nosotros. Quizás si el destino lo hubiera hecho cambiar de opinión, el final de ésta historia no habría sido tan triste. Era tan pequeño que no podía alcanzar la pasarela para subir a bordo. Los muchachos de cubierta fueron los primeros que lo notaron, al tratar inútilmente de querer encaramarse en la pasarela para seguir a los tripulantes que el veía subir a bordo. De repente, al día siguiente y sin que nadie supiera como, el perrito aquel apareció a bordo. Indudablemente que había logrado la hazaña, por medio de algún confederado o cómplice que permaneció anónimo. Nunca supimos quién fue.
Las estrictas regulaciones de nuestra compañía, no nos permitían llevar a bordo mascotas de ninguna clase. Cuando los oficiales le rogaron al capitán hacer una excepción, con aquel cachorrito que nos había ganado el corazón a los 32 tripulantes que navegábamos en el Mabay, de antemano sabíamos cual sería su respuesta: un lacónico y rotundo “NO”. Por ningún motivo, dijo el capitán, podíamos adoptar al animalito aquel que todavía no tenía nombre, al menos para nosotros que apenas veníamos conociéndolo. Lo más que permitió el Capitán fue dejarnos retener el gracioso perrito orejudo, por mientras estuviéramos aquellas dos semanas en el puerto, recogiendo un cargamento de caña de azúcar cruda, que llevaríamos a Boston para ser refinada.
Los muchachos de cubierta, con los de máquina, acordaron celebrar una encuesta, para darle un nombre al nuevo y casual tripulante. A alguien se le ocurrió que debiera ser "marinero" y así fue, el nuevo tripulante se bautizó como Marinero. A la media docena de veces que se le llamó con aquel nombre, para darle alguna golosina, ya sabía aquel diablillo que su nombre era Marinero. Sus dos colgantes orejotas y su corto rabo, lo emparentaban, visualmente por lo menos, a la raza Beagle, pero la apariencia del tunante aquel, difícilmente podía esconder el origen de su plebeya casta, y que era el producto ilícito de alguna escapada que su progenitora se había dado al descuido de sus amos.
En lo primero que se ocuparon los muchachos, fue en darle una buena aseada. Estaba cubierto de lodo y lo tuvieron que bañar, y curarle una pequeña herida que tenía en una de sus orejas. Lo despulgaron con un insecticida del botiquín médico de a bordo, y quedó Marinero convertido en un portento de canino.
Por demás está decir que Marinero estaba feliz a bordo, con 32 alcahuetes que se peleaban por asistirlo y mimarlo. ¿Quién no lo hubiera estado? Bueno, en realidad eran 31, porque el Capitán se abstuvo, por disciplina y por dar el ejemplo, de hacerse partícipe del honor y placer de la visita, que Marinero no sospechaba que sería tan breve y que terminaría, para él, tan abrupta y despiadadamente. Yo calculé que Marinero no pasaría de tener más que unos tres o cuatro meses de edad. Definitivamente, en la contextura y apariencia física de su cuerpecito, se le notaba su temprana edad. Sin duda alguna, era un joven cachorro.
Durante aquellas dos semanas, Marinero fue el perrito más feliz del mundo. No le hizo falta cariño y mucho menos comida. A los tres días se le enpezaban a notar los efectos de una vida extravagante, llena de cariño y amor. Había comenzado a ganar peso y ya no olía a perro; los muchachos lo aseaban y hasta lo rociaban con sus lociones de afeitar. De cabina en cabina y camarote en camarote, se pasaba los días disfrutando de los mimos de toda la tripulación. Los oficiales alternaban su turno con él, con los otros tripulantes. Pensando que tal vez por ahí cerca estaría el amo de Marinero, asumí la responsabilidad de investigar entre los estibadores, y fui entre ellos haciendo toda clase de preguntas, que resultaron en vano. Nadie sabía nada del origen de Marinero, y yo me preocupaba más, a medida nos acercábamos al día en que tendríamos que partir y dejarlo atrás abandonado. Consulté con las autoridades del puerto, acerca de lo que podríamos hacer con Marinero, y estos nos sugirieron lo que yo ya había sospechado que nos sugerirían: que nos lo lleváramos y no le dijéramos a nadie nada. Ellos, por supuesto, no sabían de las restricciones que nos impedían seguir su consejo, y cuando les expliqué, solo se volvieron a ver las caras y se encogieron de hombros.
Nos pusimos a sortear las opciones que teníamos, para deshacernos de la manera menos dolorosa de Marinero. Encariñados como estábamos todos ya con él, se nos hacía una tarea cruel y desgarradora tener que separarnos de manera tan brusca y despiadada del perrito aquel. Alguien propuso la idea de que en el último día en que estaríamos en el puerto, uno de los muchachos se encargaría de llevar a Marinero, durante la noche, lejos del barco y dejarlo ahí junto a alguna golosina, para que mientras se entretuviera comiendo, tratar de desaparecer, sin darle la oportunidad de que rastreara el olor. Al fin y al cabo, pensábamos nosotros, si acaso hallaba su camino de regreso, así como había encontrado nuestro barco, encontraría otro de los que estaban atracados en el mismo muelle adelante de nosotros.
Así lo hicimos, y uno de los muchachos, a regañadientes, accedió a ser el villano ejecutor del grosero plan. Cuando llegó el día en que nos enteramos a fe cierta de la hora de la partida, el marino que había quedado comprometido a ejecutar el plan, así como lo habíamos acordado, llevó a Marinero engañado, según él y nosotros, a lo que sería, sin duda alguna, el final de nuestro grato encuentro. El marinero nos dijo que lo había dejado en el lugar más remoto que encontró, afuera de la zona de los muelles. De ahí, no le sería posible regresar y encontrarnos, o por lo menos, en su camino encontraría otro lugar u otro barco, en el que se distraería y nos olvidaría a nosotros.
Qué equivocados estábamos. Al día siguiente, muy de mañana, allí estaba Marinero al pie de la pasarela, esperando que alguien le ayudara a subir a bordo. Desde ese momento, comencé a sentir las lanceadas del doloroso proceso de derretimiento de mi corazón. Al principio me negué a acercarme a la borda para verlo, pero no fue por mucho tiempo. No sólo me asomé a la borda sino que bajé al muelle, para acariciarlo y... darle una golosina. Aquel acto solo logró empeorar la situación, llenando un pasajero deseo de Marinero, a la vez que agrandó en mi corazón lo que ya se había convertido en una insoportable tortura: partir dejando a Marinero abandonado en aquel muelle.
La partida estaba para las cuatro de la tarde. Así, pues, nos quedaban pocas horas para compartir juntos con Marinero. Nadie quiso comprometerse a subirlo de nuevo a bordo. Yo también debo de admitir que me acobardé. En sus ojitos que yo miré tristes, pude adivinar que Marinero presentía lo peor; dicen que los animales tienen un instinto excepcional para presentir el peligro y las cosas desagradables. Si había yo dudado de eso, los tristes ojitos de Marinero, me lo comprobaron aquella vez en el muelle de Point-a-Pitre.
Llegó la hora de la partida y con el piloto a bordo, comenzamos el acostumbrado ajetreo del despegue del muelle. A un lado del barco, el remolcador empezó despacio a alejarnos. Las amarras del barco una a una, fueron recogidas a bordo por los marinos de cubierta, mientras en el muelle Marinero, desesperado, corría de un lado para otro aullando y gimiendo. ¿Qué están haciendo estos? Me imagino que habrá pensado Marinero, ¿Se van y me dejan solo aquí? Lo miramos que varias veces se asomó a la orilla del muelle, mostrando la intención de lanzarse al agua detrás del barco. Nunca se nos ocurrió que tendría valor para hacerlo.
La bahía de Point-a-Pitre está naturalmente formada, de tal manera que los Barcos, al partir, tienen que navegar por espacio de, más o menos, quince minutos paralelos a los varios muelles que componen el puerto; durante este trecho, pudimos ver a Marinero corriendo por el muelle siguiendo la dirección del barco, hasta que llegamos a la punta en donde teníamos que doblar para salir a alta mar. Fue en aquel momento cuando, aterrorizados, vimos lo que ninguno de nosotros esperaba: Marinero saltó al agua, se había dispuesto, al fin, a ir detrás de nosotros nadando.
Por supuesto que no alcanzamos a ver el desenlace de la triste historia de Marinero. Al dar vuelta a la punta de la bahía, lo perdimos de vista y nunca más supimos de él. Había, de aquella trágica manera, para muchos de los tripulantes, llegado a su final uno de los episodios más tristes de nuestras vidas, en que habían jugado un papel crucial, las emociones del hombre y la lealtad y amor de un gracioso perrito. Hice todo lo posible por mantener mi compostura y no permitir que vieran los otros que por mis ojos, en torrentes, se derramaba mi corazón, pero al darme vuelta para regresar a mi cabina, me di cuenta que no era yo el único, cuyo corazón se desangraba por los ojos.
Desde aquella tarde en Point-a-Pitre, siempre acaricié la idea de que algún día escribiría éstas líneas, en homenaje a Marinero. Desde entonces he estado esperando una oportunidad que parece que nunca llega. A estas alturas de mi vida, cuando he comenzado a presentir que si no aprovecho este medio para hacerlo nunca lo haré, así pues, por fin, aquí están, Marinero, en donde quiera que estés, porque sé que en donde quiera que sea ese lugar, estarás feliz y contento, mostrándolo con tu inquieto rabito, como lo hiciste en aquellos 10 felices días que te albergaste con nosotros en Point-a-Pitre, en los que, sin saberlo, compartimos una eternidad.
Héctor A. Castillo, Honduras, Estados Unidos © 2005
canafistolo@msn.com
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