Estaba sentado, sin complicación alguna en mente, aquella lluviosa tarde de octubre, en las escaleras de entrada de la enorme biblioteca gótica de la ciudad, sí, la que tiene un par de leones de piedra en la entrada; uno de los leones estaba dándome arrogantemente la espalda, mientras que el otro, despreocupado, retozaba sobre su cómoda base de piedra mohosa.
No es que permanecer allí fuera divertido, en absoluto, si no que por el contrario, me estaba pasando yo uno de los peores momentos de mi vida, y dejen agregar, que eso era mucho pedir. He pasado momentos trágicamente aburridos durante un número incontable de clases de matemáticas. Pero por alguna razón, yo debía permanecer sentado en aquellas escaleras, esperando. ¿Esperando qué? Buena pregunta, no sé, tal vez sólo esperando lo inesperado. Creí que habían pasado un par de horas, pero al mirar mi reloj descubrí con creciente horror, pánico y una pizca de mareo, que tan solo habían pasado dos minutos.
¡Dos minutos! No más y no menos, pero eso sí, en tal par de minutos, más de una centena de personas, al parecer de mi desinteresado cálculo, pasaron junto a mí, arrojándome toda su miseria en las miradas inexplicablemente solemnes. La gente no sólo te mira, ni te analiza, ni te estudia... puedo jurar que, cuando te mira, prueba cautelosamente una pequeña porción de tu alma, que generalmente se oculta. Es gracioso, quiero decir, basta con imaginar una mirada ataviada con un pequeño conjunto marinero, con un par de patitos traviesos bordados en cada manga, caminando por el bosque, tratando de atrapar al alma, que, enfundada en sus pañales apretados, corre de un árbol hacia otro, con el propósito de nunca ser descubierta; mientras, los ruidos del bosque envuelven al juego, se tornan parte de él. Trina un pájaro al tiempo que una madre preocupada grita con todo el aire de sus pulmones el nombre de su pequeño hijo, que tan sólo se ha acercado a observar a las palomas, mismas que elevan el vuelo cuando lo ven acercarse. La mirada aún no encuentra al alma, ni rastro de ella. El viento agita las ramas de los frondosos árboles, caen hojas moribundas y tapizan el bosque, para que, si la mirada llegara a tropezar y caer, no se lastimara ni se hiciera daño; una pareja de enamorados se besa, el cielo se abre y un coro celestial desciende a entonar cánticos divinos... la mirada encuentra al alma, la abraza, la besa, su tacto es reconfortante, su superficie tersa la hace especialmente universal.
Qué bello es el ocio, qué productivo es.
En mi increíble lapso de no hacer nada, allí sentado, mirando el nada grato espectáculo de la simple vida, sin emoción, tan fría, tan vacía, tan llena de soledades y sonrisas, prisas y desocupación, introduje magistralmente las manos en los bolsillos y con la derecha descubrí un juguete muy entretenido para pasar el rato: un encendedor.
Inmediatamente lo saqué y una señora de largos cabellos negros, que subía las escaleras, se tropezó. Ahogué en lo más profundo de mi alma una sonrisa, que luchaba encarnadamente por emerger... la vencía a duras penas. En ese instante me di cuenta de que tal tropezón ocasional no fue coincidencia, para nada... ese tropezón fue una señal. Con esta convicción alojada en mi mente, comencé a quemarme los dedos con el encendedor.
Al principio dolió un poco, pero luego se hizo más interesante. Sentí una necesidad primaria (y la llamo primaria porque es ese tipo de necesidad absurda que un niño siente a veces, por ejemplo, de volar o de introducirse en un televisor para interactuar con sus héroes favoritos; es una necesidad extraña, pero real, mas real que cualquiera otra en ese momento) de encenderme por completo, de quemar cada rincón de mi cuerpo. Aun creo que hubiera sido algo digno de recordar por generaciones un hombre incendiado que, con una natural despreocupación y un semblante sonriente, se paseara por la plaza y saludara al payaso que arroja sus pelotas de colores para recibir monedas. Tal vez ese hombre se subiría a un árbol y lo contagiaría de, digamos, su pasión ardiente. El declive de ésta montaña llegaría aullando desde la sirena de un enorme y rojo camión de bomberos. Un chorro asesino brotaría de las largas mangueras de los forzudos hombres de casco amarillo, y daría fin a la presencia de un ser maravillosamente utópico.
A los cinco minutos, perdí por completo el interés por el encendedor, y mis fantasías pirómanas se esfumaron como la bruma matutina. Cuando me di cuenta de que, a lo lejos, unas siniestras nubes más negras que la noche se aproximaban, decidí que era hora de orar. No se por qué y no me interesa conocer los tortuosos caminos por los cuales la mente transporta a cada individuo a través de la relatividad de esta vida, pero oré. No recuerdo bien si fueron un Padre Nuestro y un Ave María o un Ave María y un Padre Nuestro, pero si recuerdo que al finalizar me sentí lleno de vida, me inundó una fuerza poderosa e inagotable, una fuerza tan magnífica que en aquel momento hubiera podido derribar una montaña de un soplido o tal vez evitar la erupción de un volcán obstruyendo el cráter con un dedo.
Permanecí sentado en el mismo lugar, las nubes negras se aproximaban.
¿Qué sería del hombre en llamas si llovía? Me causó tanta perturbación tal pensamiento que decidí modificar inmediatamente el rumbo de mis divagaciones. ¿Cómo se sentiría la nubecilla coqueta después de dar a luz millones de millones de gotas traviesas? Dicen que muere, y no tiene tiempo de sentir, que desaparece y nunca más se vuelve a saber de ella. Qué triste, brotaron un par de lágrimas de mis ojos cuando me di cuenta de que aquella pobre nube, después de dar a luz, jamás llegaría a conocer a sus hijos, jamás los abrazaría ni jamas ellos se acordarían de ella. Saqué un pañuelo impecable de mi bolsa izquierda y retiré con delicadeza las lágrimas que, a su vez, no deseaban separarse de mi. Es gracioso, tal vez ellas mismas lloraban a su vez.
Una lágrima llorando, una nube muriendo al tiempo que ve alejarse a sus hijos.
El pañuelo con el cual me limpié dejó de estar impecable, y me pregunté: ¿habrá sentido el cambio? En aquel momento lucía un par de manchas grises, solitarias como islas sobre un inmenso mar blanco. Si lo sintió, solo espero que no le afecte demasiado, porque si él también comenzara a llorar, el mundo sería un caos.
Miré a lo lejos, y descubrí que, recostado junto a la fuente, dormitaba un vagabundo. Sus ropas gruesas y mugrosas eran eclipsadas por un par de periódicos amarillentos con los cuales pretendía ahuyentar al frío. Lo miré detenidamente, y me pareció conocido, extremadamente conocido. Tal vez soy yo en otra vida, aunque supongo que ni yo mismo podría reconocerme, tomando en cuenta que no he mirado mi reflejo en un espejo hace media docena de años. ¿Quienes seríamos nosotros mismos si no existieran los espejos? Buena pregunta, felicité a mi mente, le hice formal entrega de un par de medallas de bronce por tal desvarío y continué dejándome arrastrar sin provocar contratiempos. Si yo no pudiera mirar mi cara, si naciera y muriera sin jamás ser capaz de conocerme a mí mismo, sería algo espantoso. Sería vivir la vida de un extraño, sería yo un desconocido. Si las pupilas de las personas fueran opacas y uno no pudiera verse en ellas, ésta vida sería un fracaso, no se en realidad cómo sería, pero sé que sería un fracaso.
Los desaliñados cabellos del vagabundo colgaban sin vida sobre sus hombros y se asentaban sin gracia alguna sobre el borde de la fuente. Tal vez aquel hombre no fuera más que el cadáver sin vida del hombre en llamas, poco después de ser asesinado por los bomberos; su brazo caía de un lado, y movía la nariz como un ratón, constantemente. Gente caminaba a su lado y lo miraba con desprecio, pero el hombre no se despertaba... qué cosas tan maravillosas habría de estar soñando para no reaccionar ante los gritos de una mujer que busca enajenadamente a su blanco hijo que no hace más que observar, con curiosidad sana, a las palomas, qué cosas tan maravillosas, qué mundos tan fantásticos habría de estar visitando para no despertarse ante el tintinear de las monedas al caer dentro del sombrero del payaso. Tal vez un mundo donde las nubes no mueren y las lágrimas no lloran, y los pañuelos permanecen limpios eternamente, mientras que el hombre en llamas tiene la libertad de bailar bajo la luna y él, él mismo posee un alma juguetona que, todas las miradas, al entrar al bosque, se empeñan en encontrar.
Sí, me imagino que debe ser maravilloso visitar un mundo fantástico donde todo es como uno quiere que sea.
Miré mi reloj y me llevé una sorpresa tan extraña, que no pude hacer otra cosa más que soltar una carcajada sonora; habían transcurrido ya dos horas con dos minutos... el tiempo voló. Mientras yo reflexionaba, el tiempo se apresuró de una manera notable, tan notable que, si hubiese estado participando en una carrera, apostaría mi vida a que la hubiera ganado por mucho. ¿Quiénes hubieran sido sus rivales? No sé, tal vez el espacio, o tal vez fue sólo un entrenamiento.
La nube negra se posó sobre mi cabeza, y me estremecí.
El súbito atardecer anunciaba la primera llamada, la noche estaba cerca. La señora que tropezó unos instantes antes, pasó otra vez a mi lado, pero era diferente. Sus largos cabellos negros se habían tornado blancos y llevaba gafas, unas muy grandes y gruesas. Siguió de largo, yo la vi perderse detrás de la fuente donde dormía el vagabundo. Fue gracioso y memorable el momento en que un periódico se escapó del firme abrazó del vagabundo y se estrelló contra la arrugada cara nueva de la señora envejecida. El vagabundo continuó durmiendo, arropado tan sólo por una hoja amarillenta de periódico.
Con la agilidad digna de un pequeño, la mujer se retiró el periódico y me pareció que, después de todo, no había envejecido... fue muy raro, porque me di cuenta de que ni siquiera era una mujer, sino un hombre que llevaba una barba tupida.
El hombre de la barba echó tres monedas al sombrero del payaso y se inquietó un poco ante los gritos desesperados de la madre que buscaba a su pequeño, que no hacía más que ver a las palomas, pero siguió de largo.
El atardecer adolescente recitó la segunda llamada, la noche estaba tal vez, tras bastidores, repitiéndose mentalmente sus parlamentos para no olvidarlos en el momento crucial. La negra nube dejó escapar un destello azul e, inmediatamente después, rugió intensamente, tan intensamente que pensé que el león de piedra había despertado al fin de su profundo sueño, y ya se preparaba para devorarme. Nada de eso, sólo un trueno. Pero ni un sonoro trueno bastó para arrancar al vagabundo de su sueño, ni tampoco bastó el crujir de la hoja de periódico que llevaba debajo del brazo.
Un frío melancólico entró en escena, y yo lo saludé con un estornudo improvisado. Me dio una pena tremenda ensuciar aun más mi pañuelo, pero no había otro remedio. No sé si lloró amargamente por esto o no le importó en lo más mínimo, porque después de servirme, me dio la espalda. Decidí castigarlo, así que lo guardé en mi bolsa izquierda. Fue algo fugaz, pero sé que lo vi, porque hasta ahora, después de tantos años de aquellos sucesos, lo recuerdo con la claridad del agua que vive dentro del río, ese que aloja tantas y tantas piedras redondeadas que tanto me gustan; un pequeño ratón pasó corriendo delante de mí, es decir, de un león hacia el otro. Era gris y tenía una cola muy larga, chillaba un poco y era guiado por un extraño olor que le llegó hasta su madriguera. Es inútil que me pregunten como sé este detalle, pero lo sé, aun después de tanto tiempo de este suceso.
Un anciano atardecer pregonó cansadamente la tercera llamada, y todos los reflectores se apagaron. No había estrellas en aquel cielo, tan solo una enorme nube negra y ocasionales destellos azules. Nada fuera de lo normal.
Miré extasiado aquella noche tan trascendental, hasta que las últimas palomas elevaron el vuelo frenéticamente y desaparecieron. Sus aleteos espantaron al niño y éste comenzó a llorar... su madre dejó de gritar, simplemente se dio la vuelta y se marchó, dejando allí al niño, llorando en medio de la plaza.
Me enternecí de una forma más humana que nada en el mundo, pero no me levanté. Aunque hubiera querido hacerlo, los leones, ahora despiertos, no me hubieran dejado pasar en esa dirección; ambos me miraban golosamente ¿Saben? Como esperando el momento en que yo diera un paso en falso para devorarme.
Miré en otra dirección, y descubrí que el payaso recogía el sombrero y se acercaba a la fuente... lo vi venir, sabía que eso haría y lo hizo. Arrojó una moneda al agua y se concentró con firmeza, en actitud de solicitud. Estaba pidiendo un deseo, un deseo personal y secreto, un deseo impenetrable e indescifrable. Luego arrojó el otro par de monedas que había ganado en todo el día hacia un árbol, donde se perdieron entre la maleza. Se fue sin dejar rastro.
El niño, secándose las lágrimas, se acercó al vagabundo y lo observó desconfiado... luego, la magia de la obscuridad y la irrealidad de una noche nublada se hicieron palpables. El niño, se recostó dentro del vagabundo, quiero decir, se volvió el vagabundo. Se volvieron uno mismo, es imposible de explicar, pero la plaza quedó vacía, a excepción del vagabundo, que ahora sonreía entre sueños.
Y yo sonreía, al tiempo que me secaba una lágrima de cada ojo con el antebrazo; poco faltó para que sacara mi pañuelo, pero a tiempo recordé que éste estaba castigado.
Miré mi reloj, y no solo habían pasado dos horas y dos minutos desde que me senté en aquellas escaleras; habían pasado veintidós años, con dos horas y dos minutos.
Fue como despertar de un profundo sueño, los pájaros entonaban el himno a la mañana, mientras el sol, tan orgulloso enfundado en su corona brillante les aplaudía; ya no estaba yo sentado en las escaleras de entrada de la biblioteca gótica de la ciudad, nada de eso. Estaba yo recostado sobre el borde de la fuente de la plaza, con unas mugrosas y pesadas ropas, abrazando un periódico amarillento.
Me puse de pié, algo me impulsó vivamente, y es notable que siempre me he dejado llevar por mis impulsos, a asomarme a la fuente. Encontré una moneda muy brillante en el fondo, alargué el brazo y la tomé con fuerza, con tanta fuerza como si esa moneda fuera a escaparse en algún momento de entre mis dedos. Levanté la mirada y, me llevé una sorpresa más... dos nuevos árboles estaban donde antes no.
Un pensamiento extraño nació en mi mente: dónde cayeron las demás monedas del payaso. Era muy extraño, así que lo ahogué rápidamente con una descarga de recuerdos inconexos. Era una linda mañana, así que decidí sentarme en las escaleras de la entrada a la biblioteca gótica de la ciudad, no sé, a matar algo de tiempo...
Y estaba sentado sin complicación en mente, aquella lluviosa tarde de octubre...
A Magali
Juan Esteban Chávez Trava, México © 2000
juan_trava@yahoo.com.mx
Juan Esteban Chávez Trava nació el 12 de mayo de 1982 en Mérida, Yucatán. Desde pequeño mostró un gran interés por la lectura y poco después, comenzó a escribir por el simple placer de hacerlo. A la edad de once años tomó clases de teatro en el TEA (Taller Escénico Ancira) y posteriormente se dedicó de lleno a la literatura, en un empeño completamente autodidacta. A los 14 años, terminó su primera obra : La libreta negra, una recopilación de más de 150 poesías en las que se deja ver la frescura y la inocencia propias de la infancia. Algunos años después, su segundo libro surgió de una idea muy arraigada tiempo atrás: Poesía de las tierras obscuras, una aventura sobre la búsqueda de identidades por la que atraviesa una persona consciente.
Actualmente, Juan E. termina sus estudios preparatorios en el Ateneo de Mérida, sumergido de lleno en una fase de reconocimiento, cultivándose con obras de Nietzche, Fromm y Hesse, entre otros, con la mirada puesta en su libro de cuentos...
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
"Matando tiempo" es un cuento fantástico, donde el personaje principal, un joven soñador y profundo, crea un mundo mágico con los elementos cotidianos a su alrededor. También es una reflexión sobre el ocio: ¿a qué nos lleva el ocio?... Eternidades fugaces van besando nuestros sentidos, el cauce de nuestros pensamientos se rebela ante el convencionalismo... es cuando deseamos masacrar al tiempo, exterminarlo, para adquirir consciencia de que, en esta vida tan difícil, el explorar cada rincón de belleza desacreditada puede ser la raíz de una felicidad. Matando tiempo... ¿no es lo que todos hacemos desde el momento en que abrimos los ojos?
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