Era la Nochebuena en Nueva York. O quizá era la Nochevieja en Chicago, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que el niño que estaba en la parada del autobús era hispano y parecía atemorizado, de eso estoy seguro, y de que hacía frío también.
Regresaba del centro universitario; de la hora, bueno, eran como las nueve y pico. Mi familia me esperaba; hacía más de cuatro meses que no les veía. Era mi primer semestre. Tenía tantas ganas de respirar el aire de mi antiguo cuarto, de escuchar los interminables consejos de mi padre, la inmaculada sonrisa de mi madre y las discusiones ilógicas de mi hermana menor, Beatriz. También quería contarles mi exitoso comienzo; contagiarles de mi nuevo mundo.
Adónde se dirigía el niño —me cuestionaba— y a esta hora. Aparentaba de unos nueve años; pelo castaño, ojos grandes y flaco. Estaba muy mal protegido; tan sólo le cubría una camisa de lana, un jean gastado y unos tenis de verano. Y yo con este grueso abrigo —sorprendido pensaba— y qué viento tan feroz; cómo puede soportar. El horario del autobús indicaba que teníamos que esperar unos quince minutos. Por más que quería, no me atrevía a preguntarle, a hablarle; no sé, de cualquier cosa. Pero algo me detenía.
Qué prepararía de comer mamá; estaría jugando dominó el viejo con los primos. Se sorprenderán; ellos me esperan; pero no esta noche. Piensan que llego mañana al atardecer. Ojalá Beatriz no haya convertido mi cuarto en un centro de condimentos femeninos. Cómo me gustaría encontrarme con mi abuela; tengo tanto tiempo que no la veo. Desde que emigramos; y de esto hace unos doce años. Cómo estará; pensará en mí. Necesito trabajar este verano que viene; mi abuela se merece una visita; aunque sólo sea por unos días. Sé que el viejo se va a oponer; no quiere que trabaje; para eso estoy yo —me dice militarmente—; lo de usted es estudiar.
Por más que trataba de ignorarle, no podía. Le miraba y pensaba en el hermano que nunca tuve; el que por complicaciones de visa crecía en mi país; aunque mi hermano fuese más mayor. Se dará cuenta que le escudriño, que deseo saber si está bien, si necesita ayuda —pienso—. Mira hacia el este, oeste, norte y sur cada cinco minutos; como un rito; como si corriese de alguna fuerza maligna. Y no sé, siento los nervios del frío; me molesta que no me devuelva la mirada. No se da cuenta que deseo ayudarle.
Sin quererlo, el recuerdo de un cuento de nochebuena tocó mi puerta. Estaba en el cuarto, luchando contra la fuerza agotable del sueño y la fatiga, estudiando como un loco para el examen final de Historia; eran como las tres y media de la madrugada; necesitaba un receso, un pitillo, un café, qué sé yo; pero lo único que estaba al alcance era una antología de cuentos. Abrí el libro y caí, arbitrariamente, en la página 115. Quizá fue por el frío leve que el niño inconscientemente me silbaba; como el frío doloroso del protagonista, quien había acabado de salir de la cárcel en los días de navidad; y quien encontrándose y sintiéndose tan solo en medio de una noche fría, con tan sólo dos duros en el bolsillo, bogaba filosóficamente sin rumbo, buscando refugio contra el frío de sus recuerdos. O quizá fue que el niño me parecía huérfano, abandonado, sin rumbo, sin el techo de un abrazo, buscando escapar la ciudad; como sus tres personajes, envueltos en amargura y dolor, nutriendo en la desierta taberna el anémico espíritu, casi a punto de muerte, con música de acordeón y vino; sin tener la fuerza de pensar en el mañana, buscando del tiempo navideño una semilla de esperanza.
¿Cómo le habrá ido a Gloria? —pensé distraído—. Desde que partí no he sabido nada de ella; ni una carta. Quedamos en que seguiríamos siendo amigos. Llegamos al acuerdo que nuestra relación amorosa no podía sobrevivir. Es decir, decidimos no prometernos nada. Ojalá esté de regreso. Me gustaría charlar, compartir un café, unas carcajadas; o visitar los sitios que tallamos con nuestros besos. Le había escrito varias veces durante el semestre; pero nunca recibí correspondencia. Al llegar a casa, en los primeros días, aunque supiese en adelantado que no estaba de regreso, visitaría su casa. Me interesaba saber si estaba bien; información que su familia podría facilitarme.
De vez en cuando, uno que otro automóvil visitaba la fría y oscura calle, estropeando la monotonía del silencio. Aprovechaba estas ocasiones para acércame más; y en torno, estudiar más a fondo su facha. Estaba nervioso; su inestable movimiento lo delataba. Era raro y temeroso, pero el hecho de que no sospechara mi presencia (o mejor dicho, que la ignorara) era inaudito. Era como si le fuese invisible, como si mi presencia le fuese familiar. A lo mejor tenía más graves rostros que husmear; como su Mickey Mouse reloj, el itinerario del autobús, el suelo, su izquierda, derecha, frente y espalda.
Pude captar que su rostro estaba golpeado; un fuerte puñetazo le había coloreado el ojo derecho. Seguramente llevaba otros golpes que el ojo humano no podía percibir. Dudé que pudiese todavía vestir de color el ojo herido, ya que estaba sumamente hinchado, casi clausurado. Compañeros de la escuela —deduje al notar el golpe—. Seguramente lo sorprendieron y lo acorralaron. Cobardes —exclamé sin vocablos—. Recordé con rabia la tarde que Marcus me sorprendió, derivándome con un derechazo. Venía de ver a Gloria, pensando en mitos, creando en el transcurso del camino nuestra familia, nuestros hijos, cuando al doblar la avenida un puñetazo me sacudió. Caí como guanábano. Lo peor es recibir un golpe sin esperarlo. Desperté unos diez minutos después; así me informaron después del milagro del alcohol. Todo pasó tan rápido que vine a saber quién había sido el protagonista un año después, el día de graduación.
Recuerdo que Marcus, al confesar su amor por Gloria, me pidió perdón.
No sé cómo le haría, dejar de fumar por unas semanas era inaguantable. Fue uno de los vicios que la universidad me había otorgado; aparte del café y los tragos rutinarios. Si el viejo supiera que fumo; bueno, no quise ni pensar en su reacción. Temía por su corazón abatido. En esos momentos era mejor aguantar y evitar, que confrontar y hablar. Encendí un último pitillo. Presentía que el autobús en cuestión de minutos llegaba. Soplaba lentamente, saboreando hasta el olvido la química que aniquilaba mis pulmones. Tiré al viento feroz la caja consumida de pitillos; como cuando niño arrojaba piedras y el río se las tragaba sin dejar huellas. Recordé las decenas de veces que desaparecía entre su agua y mi hermanito, pensando que me había ahogado, gritaba mi nombre hasta el cielo; gimiendo, llamando a mamá, a papá.
—¿Hablas español? —le pregunté finalmente, pues ya se acercaba la hora y no quería, años después, lamentar.
Él me miró lentamente, construyendo cautelosamente la respuesta:
—¿Qué te importa?
Cómo quise en ese instante encender un pitillo.
—Gracias por la confirmación —le dije con una tímida sonrisa—.
Él, confundido, alejó la mirada. Pude notar que los ojos se le aguaron. Pero no quise fastidiarle con preguntas. Traté de aliviar el momento. Le informé que iba a visitar a mis padres, que hacía más de unos meses que no les veía y que como él, era extranjero.
—Hacia adónde vas...a ver tu nombre...mi nombre es Pablo Cruz, ¿el tuyo?
Él murmuró débilmente su nombre, apellido:
—Horacio Peña.
—¿Y de dónde eres? —sonreí—. Soy de Santiago. ¿Eres de Lima?
—No. Soy de Bogotá —contestó, como si no fuese la primera vez que le hubiesen confundido.
Por más que traté, Horacio no quiso informar su trayectoria; se incomodaba y cambiaba la conversación. Aunque en el autobús muchas escenas de silencio reinaron, charlamos lo suficiente. Y al compás de esos silencios pude deducir que Horacio iba hacia la última parada, hacía una calle nunca transitada. Le huía a algo, a alguien. En sí no sabía adónde iba, y dudaba que quisiese conocer su paradero. Le convencí que aceptara unos cuarenta dólares que estaban de más en mis bolsillos. Me pidió la dirección para así en unos días devolverme la plata; pero le cedí mis dos direcciones porque quería que supiese que contaba conmigo.
—¿Tienes hermanos? —me preguntó penosamente, al ver que se acercaba mi parada.
—Aparte de ti, dos.
Al escuchar mi respuesta, sus ojos se le aguaron; y ya no quiso mirarme.
Cabizbajo, extendió su mano. La sentí helada, casi muerta; como los niños que aniquilan a tijerazas, en clínicas donde la moral y el sentimiento son obstáculos para el bienestar monetario de los médicos. Le apreté como decenas de veces mi padre lo había hecho; cuando me veía en dificultad, en peligro, en desvío, en necesidad de unas palabras alentadoras.
—¿Por qué no me acompañas a casa? Anda. No te parece que es muy tarde. Mañana puedes continuar tu camino —le dije animado.
Pero mi esfuerzo fue fútil:
—El conductor te espera —señaló, sin mirarme, la puerta.
Me quedé fijo en la estación solitaria, absorbiendo la desaparición de Horacio, del autobús. Reaccioné después de unos minutos, cuando el pitar de un taxi me llamaba. Le señalé que no se molestara. Esa noche caminé por varias horas. Pensé tanto por las calles y avenidas que concluí que el golpe no había sido producto de compañeros (aunque Horacio nunca me lo hubiese confirmado). De esto estaba más que seguro.
Mis padres tuvieron que abofetearme (varias veces, así me contaron) cuando leí en el diario, unos días después, que un padre alcohólico había matado a puñetazos a su único hijo. El padre admitía el delito; confesaba que le había golpeado unos días antes y que el niño había escapado esa misma noche.
"Lo cuestioné, le grité por qué había escapado; admito que llevaba unos tragos encima; le dije que eso no se le hacía a un padre que sólo se preocupaba por su bienestar; y el muy descarado no contestaba; quiso burlarme. Entonces lo arrojé hacia la pared y cayó casi sin conocimiento; le revisé los bolsillos y encontré unos cuarenta dólares —fue en este instante cuando perdí el conocimiento— y le pegué, le pegué, le pegué hasta más no poder. Sí, lo maté; preferí verlo muerto a que saliera ladrón".
No sé cómo llegué a casa de Gloria, esa tarde. Sólo sé que necesitaba desahogar el estrépito y las corazonadas de Gloria me llamaban. Pero la casa estaba desierta, y sólo el ladrar de Kaliman contestó mi llegada.
A eso de las cinco de la tarde —con el funesto diario en las manos— hice mi declaración.
—Gracias 'for' su 'cooperation' —me dijo el policía gringo, quien hablaba un poco de español—. Sabe joven que sus datos 'were found' en uno de los bolsillos del cadáver; y que llegando usted por su propia cuenta a nuestro 'department', su declaración es 'genuine'. Váyase tranquilo y no se sienta culpable. Y olvide; le aconsejo que 'forget this tragedy'.
Recuerdo que saliendo de la oficina, después de horas de cuestionamiento, una mano fuerte y terca me detuvo. Era el detective Williams-Vázquez, el encargado de la investigación. Éste se acercó a mi oído y susurró calculadamente:
—No se preocupe por los cuarenta dólares, joven. El estado se los devolverá.
No quise ni mirarle, ni mucho menos contestarle. Preferí ignorar y alejarme. Necesitaba respirar.
Luis Tomás Martínez, República Dominicana, Estados Unidos © 2000
l_tmartin@hotmail.com
Luis Tomás Martínez, nacido en Santiago, República Dominicana, llegó a los Estados Unidos en julio de 1984 —cumpliendo los once años. Es licenciado en Filosofía y Ciencia Política; y actualmente, cursa un postgrado en Letras en City College —colegio perteneciente a la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ha publicado dos colecciones de poemas —Espejismo (1999) y Ropero de un lacónico (2000). Escribe poesía y cuento tanto en inglés como en castellano. Está en las ultimas etapas de su tercera creación, Walk—ing Around; ésta es una colección bilingüe de poesía y cuento. Se confiesa admirador de Cortázar, Camus, Dostoiewski, Jean Paul Sartre, Delibes, Poe, Baroja, Unamuno, Quiroga, Alfonso Sastre, García Lorca, Rimbaud, Juan Ramón Jiménez, Pessoa, Keats, César Vallejo, Neruda, Paz, Langston Hughes, entre otros.
Comentario del autor sobre el cuento:
Preguntas sobre el cuento resultan difíciles de contestar. Federico García
Lorca, el gran poeta español, señala en una de sus conferencias, que se le
hace imposible hablar de su poesía, —de cualquier otra poesía, menos la mía.
Para eso están los profesores, los críticos, los catedráticos— afirma. Mi
oficio es simplemente crear.
Confieso ser novato en el mundo del cuento. La poesía es mi fuerte. Pero
sigo detrás de la forma —como dice el gran Darío—, continúo buscando el cuento.
"Mi debut" no es solamente el debut del joven Pablo ante lo absurdo —lo
ilógico—, sino también mi debut como cuentista, el nacimiento del cuentista en
mí. Y por último, quisiera confesar que el cuento que leyó Pablo la noche
antes del examen de Historia fue "En una noche así", del gran escritor
español Miguel Delibes.
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