Regresar a la portada

Miedo de volar

La niña se lleva el índice y mayor a los ojos y extiende brazo y mano para indicar sin sospechas que hoy el dinero puede encontrarse dentro del florero. “Para que cojas si se necesita,” le susurra luego a la madre, cuando se le acerca a darle un besito de bienvenida pues ésta acaba de llegar del trabajo, cansada y no lista para cocinar ni para ayudar a las niñas a hacer las tareas ni mucho menos para prepararlas cuando llegue la hora de acostarse. “Papi lo escondió allí,” añade como si le gustase el papel de cómplice que ha hecho suyo así sin más ni más y sin la madre habérselo pedido, como si supiese que su taita no ayuda en nada a su madre, que es un irresponsable, un inconsciente, un mantenido, como si estuviese al tanto, en fin, del peligro en el cual se encuentra la precaria relación de sus padres. “Gracias, linda, pero no debes acechar al otro. Es mala educación. Anda,” añade acariciándole el pelo, la cara, “corre y ve dile a las otras que ya llegué.” La madre le pide con zozobra sabiendo que a su hija, la más pequeña, la que está más de su parte, más de su lado, le hubiese gustado además oír de su boca un Avísale a tu padre, también, y ella no ha podido, no puede concedérselo debido a que lo de su padre y ella hace tiempo que no va, que no marcha, no trabaja. Le pide y suspende hasta nuevo aviso como autodefensa la máquina de suplicio —su cabeza—, para poder pararse del mueble y echar a un lado su situación, su fracaso, y llegar a la cocina para empezar a cocinar mientras ayuda con esto y lo otro a sus hijas, las corrige y motiva, las manda a bañar por enésima vez, para que después se sienten a hacer las tareas y luego a cenar.

“Papi está recostado,” le dice la mayor sin su madre habérselo preguntado, le dice la que está más de parte de su padre mientras le muestra la tarea de matemáticas que le asignaron, le dice como si desmintiera a la vez la supuesta inocencia de la madre, como si le dijese Tú también tienes la culpa de que mi padre te trate así, nos trate así. “Gracias, chula,” le responde la madre, ofreciéndole una sonrisa que le cuesta, “cuando esté la comida lo llamamos. ¿De acuerdo? Pero ahora a terminar tu tarea. Anda, ve y siéntate,” le responde echándole un poco de sal y pimienta a la carne, probando el arroz, cortando el tomate, llegando al armario y abriendo un pote de pastillas, —una diazepam para tranquilizar los nervios—, le responde pensando en el fracaso de su madre y diciéndose para sí Por lo menos es la mujer la que esta vez va a botar —soy yo—, por lo menos no estoy imitando a mi vieja por completo.

Mientras que la del medio, la que más se ha destacado hasta el momento en la escuela, en cuanto a los sentimientos y el dolor ajeno, es la más inocente, la que menos está al tanto de la situación de su familia y la que menos sufriría si la separación llega a darse, lo cual, como todo lo demás, está por verse o no. Y si tuviésemos que adivinar con quién está su lealtad, si con el padre o la madre, diríamos que con los dos y con ninguno a la vez debido a que ella es más patrimonio de la abuela —de la madre de su madre, es decir. “¿Quién va a ir a la conferencia de padres este año?,” le pregunta ésta a la madre mientras busca en el diccionario una palabra que desconoce, un vocablo que como otros tantos sueña con volverse parte del vocabulario de la niña, añadiendo como si fuese un adulto, como si inconscientemente se empeñase en balancear el caos familiar, “pues usted sabe que la abuela ya no entiende de estas cosas, que esta vez tendrá que ser papá o usted. Se lo pregunto porque solamente faltan unos días para que tome lugar.” Le pregunta y le hace conversación mientras la madre va preparando la mesa, sirviendo la comida, sacando los vasos, las cucharas y los cubiertos, mientras saca de la nevera el jugo, el agua y la bebida del marido. “¿Qué te parece si vas tú sola y le avisas a tu padre que ya puede venir a comer? Anda y no te preocupes. Yo iré esta vez a hablar con tu maestra,” le pide pensando en sus tres hijas, en esos tres futuros que reza y espera que no se parezcan ni al de su madre ni al suyo, pensando en cómo cada una la juzgaría, cómo cada una aguantaría y tomaría el dolor que a cada una de ellas le esperaba por culpa del marido y de ella misma, pensando en cómo haría para disimular, para consolarlas y consolarse a sí misma, y dándole mil vueltas a lo mucho que cuesta construir un hogar y lo fácil que se viene abajo con cualquier viento, como todo lo demás: valga o no.

Teme a la soledad, la ha temido siempre, piensa mientras ve la telenovela de las diez —su hora santa, sacra—, mientras descansa ya de su segundo trabajo y todos se han ido a dormir, el marido incluido, mientras suplementa o contrarresta su ajetreo con la telenovela, ese mundo donde los buenos y los justos al final o después de todos los sufrimientos y padecimientos sí salen victoriosos y felices, mientras piensa en lo mucho que ha aguantado, lo pendeja que ha sido por su miedo, por no querer causarle un daño a sus hijas y no dar que hablar a la gente. “Pero se acabó. Ya es hora de que empiece a respetarme a mí misma,” se dice como para darse ánimos, levantarse y no quedarse dormida en el mueble como otras tantas veces, como para no acobardarse la próxima vez que el marido le grite, le dé un pescozón y la mande para el carajo porque sabe que ella nunca hace nada al respecto excepto llorar y llorar a solas, como para decidirse de una vez por todas que No más, no más, a lo Roberto Durán y admitirse que cometió un error casándose con el padre de sus hijas y que punto, Es mejor estar sola y al que quiera entender que entienda, como creo que dice el Evangelio.

“¿Estás despierta?,” le susurra a la del medio después de haberle dado besos a las otras dos, “Lo sabía. Sabes, ven acá, a mis brazos. Necesito un favor. ¿Puedes? Así me gusta. Necesito que mañana cuando la abuela llegue a primera hora le digas a tu padre que me fui por unos días, que en unos días estoy de vuelta, y que mi madre, la abuela, ha de cuidarlas durante mi ausencia. No te preocupes, como te lo prometí hace unas horas, regresaré antes de tu conferencia. Te quiero mucho. No te olvides de decírselo pero hazlo en presencia de la abuela, no antes pues ya sabes cómo se pone y él a ella la respeta. Ya mamá lo sabe y estará aquí para recogerlas mañana a primera hora. Tengo que dejarlas por unos días para despejar la mente y poner en orden algunos asuntos. ¿No me das un beso antes de irme? Gracias. Sabía que ibas a entenderme. Anda, regresa a la cama. Deja que te arrope. Dale un beso a la abuela de mi parte. Sé que ustedes se llevan requetebién.”

“Mami.” “Sí, guapa”. “No te vayas. Deja que me duerma primero.” “Lo que tú quieras.” Todavía tiene tiempo de sobra, son menos de las once y el boleto de avión que le ha costado un ojo comprar, fuera de las consideraciones económicas, sale a las tres y media. “Anda, cierra los ojos y déjame que te susurre una canción de cuna. ¿Recuerdas cómo te gustaban? Anda, que todo me va a salir mejor esta vez. Te lo prometo,” le susurra pensando en que todavía tiene que prepararse una maletita con lo indispensable y colocar el florero al lado del marido, en el puesto que ya ella no quiere que le corresponda. Para que lo abrace, si le da frío, se dice casi sonriendo, haciendo apunte en su cabeza de que no debe olvidar llamar a la madre antes de abordar el avión, pensando en que no debe arrepentirse, echarse para atrás, que esta locura que va a cometer sí vale la pena, y diciéndose Ánimos mujer, ánimos mujer, nadie más que tú puede protagonizar tu vida, tu telenovela, y etcétera, etcétera, como si estuviese rezándose el credo o rosario y no gracias a la virgencita el Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

La noche estaba despejada y fría cuando ella salió a la calle a buscar y a esperar al taxi, y silenciosa como en las películas de terror cuando algo malo está por suceder, pero a la madre su entorno no le hacía ni fu ni fa, estaba en otro mundo. Los pasos que acababa de llevar a cabo la habían dejado ensimismada, impresionadísima con ella misma y preocupadísima por secuela, y sentía ora miedo y culpa, ora aliento y voluntad, ora ¿Qué es lo que estoy haciendo? , ora un Ya era hora de que actuaras, mujer. Solamente estaba consciente de su destinación, de la dirección equivocada a la que se encaminaba con su valija Louis Vuitton, la que le había dado a la compañía de taxis por si las moscas, solamente volviendo a la realidad de vez en cuando por el miedo, para cerciorarse de que el marido no la estaba persiguiendo.

Ese día había sido lunes, día propicio para la rebeldía, mentarle la madre a alguien por el destino que la vida le ha jugado a uno, pues lo cierto es que a uno lo juegan, lo llevan de aquí para allá y viceversa sin pedir permiso, sin pedir perdón por lo que nos están haciendo llevar a cabo, lo que también requiere de un gracias, muchísimas gracias al final del día, una sonrisa de nuestra parte por la patada recibida en el trasero. Lunes, debido a que el comienzo a veces resulta lo peor, lo más dificultoso, —sentarse, acoplarse, comenzar—, debido a que te hace decirte Otra vez devuelta a la misma mierda y para qué, para un día de estos guindar los tenis y adiós futuro y adiós gracias a Dios pasado, tu fracaso. Lunes, debido a que falta tanto para el viernes, a que siempre te asalta desprevenido, sin tus armas, tu ficción, viniéndote encima como si fuese un salteador con un Vamos a ver qué has hecho de tu vida, con esa pregunta y a la vez exclamación que te hacen entrever la decepción del mundo, de tu familia y conocidos con respecto a tu persona. Lunes, por los fines de semanas, porque muchas, demasiadas veces no es un A pasarla bien o A descansar sino un A cumplir con fulano de tal, a visitarle o un A terminar o hacer otras tareas, limpiar la casa, hacer la compra, lavar ropa, arreglar esto y lo otro, o si no un A portarse bien ya que viene la familia a visitarnos, a preguntar que por qué no hacemos esto o lo otro, a escuchar a la suegra hablar a favor del hijo o la hija que en sus ojos nunca rompen un plato.

“Disculpe, señora,” le advierte una mujer de su misma edad, “y dispense este atrevimiento de mi parte pero creo que están llamando nuestro número de vuelo y debemos darnos prisa si es que no queremos perder el avión. Pues la verdad es que a mí me da apuro volar y el verla a usted aquí, —sola, sin hombre, sin hijos y a esta hora—, me ha dado ánimos. Y créame que se lo agradezco. Ya no siento tanto el miedo.”

C. A. Campos, República Dominicana / EE.UU. © 2008

L_tmartin@hotmail.com

C. A. CAMPOS es oriundo de Santiago, Rep. Dominicana. Desde 1984 reside en EE.UU. Su trabajo se ha publicado en Ariadna, Letralia, Remolinos y otras revistas. Escribe en inglés también, y es autor de varios libros de poesía. Veinte años no es nada es su más reciente entrega (libro).

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Cualquier lugar, cualquier ser humano

    Regresar a la portada