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Mis postales de Navidad

Desde hace un buen tiempo, quince años más o menos, casi no envío postales de Navidad. Ha habido años que no he enviado ninguna. Pero no supongan que soy uno de esos avinagrados que no se emocionan cuando dos meses antes ve el primer Papá Noel ofreciendo un teléfono celular, o un arbolito de Navidad en alguna vidriera hermoseando una tienda de zapatos o de televisores. No señores, yo me dejo invadir por la atmósfera festiva y optimista que todo fin de año derrama sobre nosotros como una lluvia imperiosamente deseada; y en casos así solo los espíritus empobrecidos y enfermos reclaman por un oportuno paraguas que los proteja. Y a medida que la fecha se acerca... ni les cuento. La parte buena de mí aflora con toda su magnificencia y salgo a la calle con un aura de afecto por todas las personas. Y soy más susceptible que siempre a una sonrisa, y bastante más inmune a los rutinarios o inesperados gestos hostiles. Creo que es la mejor época del año. Recuerdo la excitación que nos embargaba a mis hermanos y a mí, cuando mamá nos reunía para elegir las tarjetas para nuestros familiares desparramados por casi todo el país. Era maravilloso sumergirse en aquel mundo de colores vivos, escenas del Jesusito rodeado de vacas y ovejitas, la gran estrella como una pandorga en el cielo señalando la cueva sagrada, los tres reyes cargados de regalos y exotismo. Y los pastores pobres, todos hermosos semidioses como salidos de una película. Los tíos y abuelos, así como los primos y primas que ya se hubieran casado y formado rancho aparte, recibían nuestras tarjetas. Nuestras abuelas siempre recibían más de una postal, pues cada uno quería que su elección fuera la “ganadora”, y el dictamen de mamá era que todos mandáramos una. Nosotros, felices, garabateábamos nuestros nombres y las besábamos antes de ensobrarlas. Con el paso del tiempo, uno va creciendo y esa sacra e inocente sensación de amor sin medida se va perdiendo, y nos extraviamos en el trabajo diario de lograr ser buenos egoístas, competidores realistas y bien domesticados.

La primera señal de alarma debió haber sonado a mis doce años, pero yo era tan solo un niño y no la capté. Fue así: mi abuela Quira empezó a decir que veía entre el humo de sus cigarros unos diablos amarillos y verdes, todos espantosos, que se reían y le sacaban la lengua. A nosotros nos divertía mucho, y nos reíamos y le sacábamos la lengua.
– ¿Así, abuela Quira? –decíamos a coro, y hacíamos morisquetas esforzándonos en lograr la más original y horripilante, sacando nuestras lenguas lo más que podíamos.
– Fora bicharedo, fora, vai embora –la abuela nos reprendía, blandiendo el bastón que le había hecho papá.

Al mes la abuela volvió a Livramento, pero antes de irse se quejó de que le faltaba dinero, y que había sido yo. Fui investigado por mis padres y tía Marita, la solterona que había venido de Montevideo a descansar unos días. Todos los lugares donde yo podría haber escondido el botín fueron revisados dos y tres veces. De nada valía que yo alegara mi inocencia. Nadie me culpó abiertamente, pero el solo hecho de que revisaran mis cuadernos, mis revistas D’Artagnan, mi colección de “Billiken”, mis álbumes de figuritas, mis cajas de juguetes, mi cama, la cucha de mi perra Chita, entre otras pertenencias y dominios, fue una afrenta dolorosa e insoportable.

Papá me llevó aparte, y estando solos, muy seriamente, me preguntó:
– Pipo, ¿vos agarraste la plata de tu abuela?
– No papá, esa vieja está loca.
– Esa vieja es mi madre, no le faltes al respeto. Es cierto que está mal de la cabeza, y cada año la veo peor. Pero vos y yo, que estamos bien del mate, no tenemos por qué mentir ni faltarle al respeto a nadie.
– Sí, papá, es verdad.
– Hay dos razones más grandes que muchas otras para no faltarle al respeto. ¿Sabés cuales son?
– Y sí... –dije, dudando entre más de dos que se me ocurrían en aquel momento.
– Es una persona anciana, mucho mayor que vos, una. Y dos: está enferma. Eso sin mencionar que es tu abuela, ¿no?
– Sí, perdóname. Estuve mal.
– Está bien, Pipo. Vamos a seguir buscando para tenerla tranquila, pero yo creo que nunca tuvo ese dinero. Dentro de poco se va, y esto se olvidará.

Ese año, para Navidad, a la abuela Quira si por mí fuera, no le mandaba nada. Pero ante la insistencia de mamá transé en que yo solo le pondría mi nombre. No iba ni a elegir ni a escribir nada. Apenas mi nombre, como para cumplir con una formalidad. Y así fue. Mamá le eligió una en que dominaba la escena una cuna rellena de paja y en el medio un bebote que resplandecía e iluminaba toda una choza, y a lo lejos, coronando el lomo de una colina lejana, la silueta de los reyes montados en sus camellos. Yo pensaba que era una tarjeta demasiado linda, pero tenía que respetar las reglas acordadas. Lo único que puse (de mala gana y escribiendo con la zurda) fue mi apodo: Pipo. No puse nada más, ni un beso, ni una escuálida gota de intención amorosa para ella.

La abuela murió en febrero. Para mí fue una buena fecha, ya que coincidió con los carnavales. Luego del entierro me fui con Tía Marita a Montevideo. Me llevó a la playa. No podía creer que pudiera existir tanta agua junta. Me llevó a conocer el Teatro de Verano. Me gustaron los Diablos Verdes, a pesar del proselitismo de mi tía a favor de Asaltantes con Patente. Conocí el Parque Rodó y me encantaron el Tren Fantasma y la rueda gigante.

Con el paso de los años, la sincronizada sucesión de estaciones y festividades mojonaban mi crecimiento. La tradición de las tarjetas de fin de año se mantenía. Pero empecé algo tarde a darme cuenta, y para entonces ya había cometido muchos errores. Ya con veinticinco años no tenía equivocaciones, y desde esa época me hago cargo de las tarjetas que envié deliberadamente frías y secas, con un escueto “Pipo” y nada más.

Por ejemplo, mi contador Aparicio Antúnez. Llevaba la contabilidad de mi fábrica de hielo. Liquidaciones de impuestos y todo eso, ya que mi pereza mental siempre me saboteó cualquier intento de entender. Pues bien, el tal Antúnez no se dio cuenta a tiempo de ampararme en un régimen más ventajoso de rebaja de Impuesto a la Renta. Alegó exceso de trabajo, mucho stress, un divorcio doloroso. Cuando cambié de contador no protestó. Como que se lo esperaba, sabiéndose culposo y culpable. Lo que supongo que no se esperaba era recibir una postal de Navidad mía, apenas firmada coloquialmente, como de un amigo entrañable: “Pipo”. El stress, ya se sabe, es un asesino silencioso.

Tengo más ejemplos, pero es saludable (sobre todo para mí) dejar todo en el cajón oscuro de las dudas y los malos recuerdos. Solo contaré el último, el del amor de mi vida. Ella se lo ha ganado y yo estaré mejor exponiéndolo. El año pasado tuve el placer de enviarle una tarjeta. Se llamaba Selene. Yo estaba casado con Sofía, pero se cruzó en mi camino la mujer más dulce, amorosa y sensual que uno se imagine. Selene. Un fuego. Un éxtasis que ella prometía “para siempre”. Me divorcié para estar con ella sin clandestinidad ni máscaras. Pero su “para siempre” tenía fecha de vencimiento: diez meses. Así, sin anestesia, un sábado de tardecita, luego de una subyugante fiesta de los cuerpos, me espetó: “quiero tomar distancia, entender si lo que siento es lo que quiero sentir.” Esperé hasta el portazo final para empezar a llorar. Y lloré a moco tendido (perdón por la frase hecha). Luego, más calmado, me carcomía la rabia por haber sido despachado con aquella frase cursi y cantinflesca. “No importa, adonde irás que valgas más,” me dije buscando consuelo. Esperé a que llegaran los primeros arbolitos a las vidrieras. Acudí a mi stock de postales, y le mandé una. Escuetamente: Pipo. Y listo. El 8 de enero tomaba posesión de un angosto apartamentito, oscuro y frío pero cerca del mar y rodeada de pinos. Si se queja es de puro mal agradecida.

Ya han pasado siete meses. Un viento frío barre las calles de sur a norte y de este a oeste. Los remolinos juguetones a veces, enloquecidos otras veces, nos bañan con las odiadas pelusas de los plátanos. Esas basuritas están en el aire que respiramos y olemos y miramos. Nos entran por la nariz, la boca, los ojos. Andamos con lágrimas y lentes, meta quejarnos del frío y del viento, meta insulto al intendente, y maldecimos al genio diabólico que parquizó nuestra ciudad con esos árboles de molestia inefable. Adentro de mí el paisaje es equivalente. Hay basuras que me hacen lagrimear, y remolinea un frío triste y amargo en las esquinas de mi alma. Estoy solo, con una solitaria bala en el revólver y, como en una novelita barata, esa última bala es para mí. Estoy esperando que sea más fin de año para usar la única postal que me queda. Es linda, me gusta. Podría dibujarla de memoria, ahora mismo. La pondré en el correo, a mi nombre y firmada sencillamente: Pipo.

Luis Gómez, Uruguay © 2009

gomez.luisedi@gmail.com

Luis Gómez nació en Uruguay, en la frontera con Brasil, pero está radicado desde hace 1979 en la capital. Si bien escribe desde siempre, una excesivo sentido de autocrítica, unido al respeto por los grandes autores de los que se ha nutrido desde su adolescencia y juventud (Quiroga, Onetti, Rulfo, Leñero, Roa Bastos), le ha impedido mostrar sus trabajos. En efecto, no ha sido sino hasta hace muy poco que ha accedido a mostrar algo de su producción. Producción ésta basicamente autodidacta, ya que concurrió solo dos años a la Facultad de Letras, siéndole muy fecunda la orientación de dos excelentes profesores en su educación media.

Lo que el autor nos dijo sobre su cuento:
El cuento "Mis Postales de Navidad" mezcla las vivencias de un niño de frontera con el desamparo existencial del niño ya hombre, viviendo en soledad en una ciudad grande. La fantasía de vengarse de una injusticia sufrida a muy temprana edad, le genera una rencor tan profundo que adquiere el poder de matar a todos los que considere necesario. El fin de ese rencor enfermizo reclama una salida. Negada la salida por la vía natural del amor solo le queda optar por su propia medicina.

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