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Nany y los pies gigantes

Esta es la historia de Nany, una niña que vivía en una pequeña casa de madera y de palma a la orilla de la playa. Ella era una jovencita muy curiosa y perspicaz que gustaba de jugar en el agua, coleccionar conchitas raras y comer insectos. Sin embargo, no había nada que le gustara más que admirar el sol por las mañanas y salir a caminar descalza por el borde del océano.

Un día, al sonar su despertador, abrió los ojos y descubrió que aún estaba obscuro. Se inclinó para ver la hora y el despertador marcaba las 8 de la mañana, pero los rayos del sol todavía no se colaban por la parte superior de la ventana. Al principio pensó que se trataba de otro día nublado, uno de esos días que odiaba tanto, pero conforme se le fue pasando lo adormecida se percató que no solo parecía un día nublado, sino que en realidad parecía de noche.

Decidió ponerse de pie, prendió la luz y echó un ojo al reloj de pared con forma de gato.
–¡Qué extraño! –exclamó al sorprenderse que el reloj de gato indicaba la misma hora que el despertador.

Fue entonces cuando se dirigió hacia la ventana, la abrió, se asomó haciendo a un lado la cortina floreada y advirtió con cierta confusión que había un objeto que bloqueaba la visibilidad, algo que parecía una pared altísima.
–¿Cómo puede ser esto? –pensaba Nany mientras corría hacia la ventana del otro extremo de su casa–. Nadie puede construir una pared de ese tamaño en una noche.

Al abrir la otra ventana también se encontró con que había un objeto similar obstaculizando el panorama, se estiró para tocarlo, se sentía áspero y parecía no tener fin. Afuera sólo se veía negro, como si el sol no hubiera salido ese día.

Sin entender qué sucedía, se movilizó hacia la puerta de entrada de su casa que estaba orientada hacia el mar, la abrió de golpe esperando encontrarse con lo peor, pero esta vez pudo ver el mar como siempre, tan claro y resplandeciente hasta donde le alcanzaba la vista, aunque se notaban las dos grandes paredes que surgían una a cada lado de su casa y que continuaban mar adentro.

Entonces, para descubrir de una vez por todas por qué había dos largas y altas paredes que impedían que el sol llegara a su casa, Nany se metió al mar y nadó lo más lejos que pudo de la orilla. Nadó y nadó sin voltear hasta que llegó a donde terminaban las paredes. Cuando volteó tuvo una mejor imagen de lo que sucedía: ¡eran unos pies gigantes!, ¡estacionados uno a cada lado de su casa!

Los pies gigantes parecían de humano, con unos dedos redondos y grandes cada uno del tamaño de un barco, y continuaban hacia arriba por medio de un par de piernas extremadamente largas que se elevaban hacia el cielo y se perdían entre las nubes. Nany tuvo una sensación entre alivio y preocupación: por un lado, el sol no había muerto, tan sólo había un gigante obstruyéndolo; pero por el otro, ¿qué pasaría si el gigante se movía tan sólo un poco? Su casa se encontraba en medio de los pies y era obvio que estaba en peligro. Por lo tanto, inhaló todo el aire que pudo y gritó con todas sus fuerzas.
–¡Señor gigante! –pero no obtuvo respuesta alguna. Lo intentó otra vez pero con más fuerza–: ¡¡Señor giganteee!! – quedándose casi sin aliento. Y después de una pausa reflexionó–: ¿Será acaso?…¡¡Señora giganteee!! –gritando por última vez hasta ponerse morada.

En eso, los dedos del pie derecho se movieron ligeramente causando que se incrementara el oleaje y el suelo de arena se cimbrara. Desde donde estaba, Nany pudo ver cómo su casa vibró y sufría las consecuencias de la sacudida.
–Está bien, no sabemos si eso de señora te gustó o te molestó –dijo para sí–, probablemente ni siquiera pudiste escucharme.

Mientras Nany nadaba de regreso a su casa pensaba en diferentes alternativas para hacer que el señor o señora gigante se alejara de su propiedad. Se le ocurrió clavar cualquier cantidad de objetos punzocortantes entre los dedos tamaño barco, prender fuego con palmeras y cocos secos debajo de las enormes plantas de los pies, y hasta hacerles cosquillas con una tonelada de plumas de ave. Pero todo eso, si bien podría lograr alguna reacción, también podría resultar en el fin de su amada casa de madera y palma.

Entonces, cuando llegó a tierra firme, levantó la mirada al cielo y tomó una decisión: trepar por los pies gigantes y escalar a través del par de piernas largas que se extendían hasta las nubes, para finalmente alcanzar el oído del señor o señora gigante. Una vez ahí, le pediría que por favor se moviera un poco para que no fuera a pisar su amada casa.

El plan no sonaba tan mal, pensaba ella. Aunque le daba un poco de miedo la altura y sabía que su viaje sería largo y difícil. Entró a su casa, tomó su mochila de la escuela, sacó sus libros y en su lugar la llenó con dos sábanas, una botella de agua, una cuerda y un brownie de chocolate que ella misma había preparado la noche anterior.

Al salir de su casa por la puerta de enfrente, volvió a levantar la mirada hacia arriba y, lejos de atemorizarse, comenzó a nadar mar adentro para llegar hasta la punta de los pies gigantes, dado que ahí era la parte más baja y desde donde podía comenzar su escalada. Al llegar ahí subió por el pie derecho y se fue deteniendo por los bellos de la pierna del señor (o señora) gigante.

Subió durante horas, balanceándose entre los bellos gruesos y firmes de la pierna derecha. Para ese entonces ya se había terminado el agua y el brownie que llevaba. Cuando comenzó a darle sueño supo que en realidad ya era hora de descansar. Entonces sacó de su mochila la cuerda, ató un extremo a un bello de la pierna y el otro alrededor de su cintura. También sacó una sábana y la amarró a otros dos bellos para formar una especie de hamaca. Con la segunda sábana se tapó y quedó dormida casi inmediatamente a más de quinientos metros de altura.

A la mañana siguiente cuando abrió los ojos, se dio cuenta asombrada que estaba sobre su cama. El despertador, que no había sonado esta vez, marcaba las 9 am. “¿Habría sido un sueño?” Se preguntaba.
–¡Imposible! –se respondió de inmediato a sí misma–. Aún tengo amarrada la cuerda a la cintura (por cierto, el otro extremo está roto) y los rayos del sol siguen sin colarse por mi ventana –luego de una pausa para reflexionar dijo–: no sabía que fuera sonámbula –y añadió–: no importa, esta vez llegaré más lejos.

Sin dudarlo más, metió las sabanas, el pedazo de cuerda que quedaba, dos botellas de agua y otro brownie de chocolate en su maleta. Salió de su casa y se dirigió nadando hacia la punta de los pies gigantes. Ahora trepó por el pie izquierdo. Escaló durante horas y horas y tal como lo esperaba, llegó más lejos que la primera vez. Sin embargo, el cansancio se hizo presente de nuevo y finalmente resolvió acostarse. Montó su hamaca a más de 1.000 metros de altura y se amarró la cintura y las manos. Se prometió no quedarse dormida tan rápido para detectar cualquier anomalía, pero fue inútil porque cayó en un profundo sueño hasta la mañana siguiente.

Las diez de la mañana marcaban imitándose entre sí el despertador y el reloj de pared con forma de gato. Sin embargo, el cuarto seguía obscuro y Nany despertaba sobre su cama.
–¡¡¿¿Quéee??!! –exclamó agobiada y levantándose de un salto–. Esta vez no me vas a engañar, señor o señora gigante –refunfuñó mientras se asomaba a la obscuridad entre la cortina floreada de una de sus ventanas.

Entonces, se apresuró a tomar su maleta y la preparó como la última vez, por cierto metiendo el último brownie de chocolate que le quedaba y llevando además el despertador. Nadó hasta la punta de los pies gigantes y subió sin ninguna razón en especial por el pie derecho. En esta ocasión escaló por menos tiempo para no terminar exhausta, tanto así que bebió tan sólo una botella de agua y no necesitó comer nada. Armó la hamaca, se ató a un bello muy grueso, puso su despertador para que sonara dentro de 5 minutos, se tapó y dejó un ojo abierto.

Pasaron los 5 minutos y el despertador sonó. Nany seguía con un ojo abierto y aparentemente no sucedía nada. En eso, de entre las nubes se asomó la cabeza de un ave gigante color azul eléctrico con un cuello larguísimo que parecía un tobogán interminable. Ésta se acercaba lentamente hacia ella. Ante lo cual se levantó y emocionada le gritó:
–¡Con que tú eres el señor o señora gigante! –mientras saltaba y agitaba las manos–.

La cabeza de ave no respondió pero se siguió acercando. Ahora un poco más rápido. Ya a unos cuantos metros de distancia abrió como en cámara lenta su pico afilado que recordaba a las hojas de una tijera lista para hacer su corte.
–¡Hola, soy Nany y mi casa está…! –intentó explicarse pero interrumpió la frase ante la impresión de darse cuenta que la cabeza de ave gigante quería comérsela.

De pronto apareció desde las nubes superiores una segunda cabeza de ave gigante pero de color negro, y se impactó con la primera. Las dos cabezas de ave se lanzaron picotazos en una pelea brutal. La lucha fue breve y terminó con la cabeza de ave azul eléctrico huyendo de ahí despidiendo unos graznidos estridentes, que ensordecieron a Nany y fueron disminuyendo conforme se perdía en el firmamento. Luego, la cabeza de ave negra se volteó hacia ella.
–¿Tú no me quieres comer, verdad? –dijo Nany antes de que sucediera otra cosa.
–Claro que no –el ave negra respondió–. Yo quiero protegerte. Por eso me paré sobre tu casa, para que mis hambrientos hermanos no pudieran encontrarte. Verás, nosotros vivimos en las alturas y nos alimentamos de hongos voladores. Por desgracia, los hongos han comenzado a emigrar a partes más bajas y los hemos venido siguiendo. Mis hermanos te vieron cuando caminabas por la playa mientras perseguían el rastro de nuestras presas y pensaron que sería buena idea desayunarte. Yo no estuve de acuerdo. Les dije que los humanos tienen un sabor espantoso, aunque a veces son buena compañía. Luego me adelanté y te oculté bajo mi sombra. Pero tú –imputó el ave negra–, vaya que has hecho difícil ocultarte. Cuando no estás gritando, estás expuesta a la vista de todos o haces un escándalo con tu despertador. Tuve que hacer ruido con mi pie para que no te escucharan y regresarte dos veces a tu casa para que no te vieran, a costa de unos cuantos bellos de mis piernas y unos picotazos. Tal vez no lo sepas pero nuestra especie tiene unos sentidos muy desarrollados y sensibles.
–¡Ja, ahora lo comprendo todo! –exclamó llevándose las manos a la frente–. Gracias, señor ave gigante negra. Mi nombre es Nany –le dijo mientras sacaba de su mochila su último brownie de chocolate–. Ten, te lo regalo y dile a tus hermanos que puedo hacer más para ellos si gustan.
–Mi nombre es Cirros –contestó el ave negra, antes de tomar con el pico el pastelito de las manos de Nany y tragárselo como una migaja–. Gracias, pero ahora debemos irnos. Al parecer los hongos voladores se fueron hacia el norte. Ahora voy a bajarte.

Con su pico puntiagudo cual tijera, cortó los nudos que detenían a Nany y la tomó para bajarla hasta su casa mostrando que su cuello era aún más largo de lo que parecía. Al tocar tierra firme, ella le preguntó:
–¿Y cómo sabes que los humanos tienen un sabor espantoso?
–Esa es una historia que te contaré en otra ocasión, Nany.
–¿Volveremos a vernos?
–Tenlo por seguro. Créeme cuando te digo que este mundo es muy pequeño.

Después, la cabeza de Cirros comenzó a elevarse nuevamente al tiempo que Nany le decía adiós. Sus pies gigantes también se levantaron de la arena y se alejaron hasta desaparecer. Por fin el sol volvía a brillar sobre su cabeza, lo que la hizo sonreír. De recuerdo solamente le quedaron unas huellas inmensas y profundas, una a cada lado de su amada casa de madera y palma, mismas por cierto, que nunca jamás se iban a borrar.

Juan Antonio Carmona Sánchez, Puebla, México © 2012

juan_acarmona@hotmail.com

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