Era navidad y había festejos por doquier. Ella se vestía pausadamente mientras dejaba vagar sus pensamientos por tantos recuerdos acumulados en aquella su vida, que le parecía tan extraña y azarosa. Tomó la peluca y se la colocó, mientras pensaba en lo difícil que le era cargar con aquellos pelos que no le pertenecían, se la acomodó como siempre. Venía el rito de colocarse las pestañas, una de las uñas se le había descascarado y se la repintó. Los labios tenían que ir siempre color carmesí pues, sobre su piel canela, envidiada por muchas, lucía muy bien. Con un poco de brillo, se vería más sexy y sensual. El delineador tenía que ser a lo Cleopatra, pues llamaba más la atención. Se pegó los levanta senos, aquellas copas de silicón que le daban forma a sus pechos y los agrandaban. Sacó de la bolsa el calzón con pompis artificiales. Pensó por un momento y decidió cambiar de opinión; esta noche sería la tanga de hilo dental y en el nombre de Dios, que aquellas nalgas no se le vieran tan caídas. Buscó lo que deseaba, la tanga con hilo dental rojo. Se miró en el espejo y no le agradó mucho cómo le quedaba, pero tampoco estaba tan mal. Ese hilo le quedaría muy bien con aquel liguero negro que se había comprado en la venta de segunda que le había recomendado una compañera y las medías serían negras, para verse más seductora. El sostén: negro o rojo estaría bien y la camisa transparente negra. Según le habían dicho, la moda estaba cambiando y ya no tenía que ser tan rigurosa con las combinaciones en joyas o colores. Se vio de nuevo en el espejo y sonrió. En verdad todavía tenía lo suyo, a pesar de los años que se cargaba. Solo faltaban los tacones. Usaría los de plataforma porque tendría que estar mucho de pie y debía verse fresca y radiante. Un poco más de polvos traslúcidos y estaría lista. Sonrió. Pero su sonrisa era fingida, estudiada milímetro a milímetro para que el rictus expresara alegría y no tristeza. Estaba lista para salir a jugárselas con la vida y ver que le deparaba el destino en esa noche.
Era navidad y ella estaba allí sola. Había escuchado que la navidad era tiempo de paz y de alegría, que el Gobierno había preparado una linda navidad para el pueblo, con muchas luces de colores y nacimientos en los distintos parques de la ciudad. Hipócritas -pensó-, quién sabe qué picardías están planeando estos pícaros corruptos, que engañan al pueblo con pan y circo. Pero era verdad. La ciudad estaba hermosa, llena de villancicos, luces, árboles navideños y nacimientos. El Gobierno y la Iglesia se habían esmerado para que la navidad de aquel año, violento y en donde la muerte se paseaba como en sus dominios, fuera distinta.
La navidad es alegría para los ricos, se dijo, pero para los pobres es tristeza, y miró a su alrededor. No había árbol navideño, ni decoración alguna que hiciera pensar que estaba por aquellas épocas de celebración. La estufa estaba apagada y las ollas vacías. La navidad es tristeza para quienes no tenemos con quien disfrutarla o dinero para gastar, porque eso es lo que más exige este tiempo, gastar y gastar; en estrenos, regalos, comida, adornos y demás.
Me toca trabajar más duro -continuaba elucubrando- no porque yo quiera, sino porque es cuando más trabajo tengo. No sé si a las otras les pasa lo mismo, pero a mí sí. Luego viene el tiempo de las vacas flacas y por eso, no puedo darme el gusto de malgastar los dineritos que me gane en estos días. Suspiró.
Imaginó cómo la estarían pasando quienes podían darse el lujo de ir a ver el espacio navideño, preparado en aquella zona exclusiva, en donde brillaban las luces de colores y los trineos iluminados. Cargaban niños antes de que fueran a hacer fila para decirle al oído a “Santa” cuáles eran sus deseos de navidad, seguros de que aquel hombre vestido de rojo y con barba blanca les cumpliría todos esos deseos que le susurraban al oído. Imaginó a una mujer embelesada por el gran árbol navideño cargado de luces y bolas navideñas; escuchando los villancicos de las orquestas y bandas que se daban cita cada noche, para entonarlos; rodeada de sus hijos y entre los brazos de su hombre, suyo mientras estuviera con ella. Ella sabía mucho de hombres.
A la mierda los pastores que la fiesta terminó -gritó-. No para que alguien la oyera, sino para despabilarse de todos aquellos pensamientos que nada tenían que ver con ella, pues no tenía hijos, ni marido que la abrazara, solo sus compañeras que ni siquiera se detenían, como ella, a pensar en esas cursilerías. La navidad es triste para los que estamos solos y somos pobres, volvió a pensar, y se sacudió las morriñas que se le pegaban como garrapatas.
Recordó que sus navidades siempre habían sido así. Su madre, cabeza de familia, tampoco celebraba la navidad. Se acostaba temprano y si acaso había, se comía el tamal navideño antes de irse a la cama. Listo. Esa era la navidad que ella había conocido de pequeña. Con el agregado amargo de la violación. Sí, en una de esas épocas, fue cuando un vecino borracho abusó de ella, a sus trece años, y la dejó con esa mancha asquerosa que no se quita ni bañándose mil veces. Lo sabía porque después de aquello, iba tres veces al río para bañarse y limpiar su cuerpo de las manos inmundas que habían dejado su piel podrida y sucia para siempre. Por eso huyó del pueblo a sus dieciséis, sin confesarle nunca a su madre lo que tuvo que vivir. El infierno en el que se consumió su inocencia de manera irremediable. Su madre nunca le perdonó el abandono y, entonces, se hizo mutuo. No se volvieron a ver.
Faltaba el rímel y encresparse las pestañas. Volvió al espejo y descubrió que el rictus no era fingido, era uno con la tristeza que se había enredado en su corazón como una mala hierba hasta oprimirlo y dejarlo sin espacio para la esperanza o la alegría. No era el que ella se había fabricado hacía un rato; era el que le había asomado desde lo profundo de su corazón. Su mirada tampoco era como las coquetas e insinuadoras que había entrenado tan finamente, era desconsolada y como vuelta a un abismo infinito, de sentimientos helados y sombríos. Esa era realmente, pero tocaba fingir, fingir, fingir y volver a fingir. Su profesión tampoco le permitía ser lo que realmente era: una mujer tristemente triste, tristísima como su triste historia, triste de principio a fin.
Encendió la radio y escuchó la cháchara que se tenían aquellos locutores; que si el vino, que si las torrejas, los tamales, los regalos… Cambió la emisora y se detuvo en la famosa melodía “Noche de Paz”. ¿Sería que estaba en paz el joven que se suicidó este fin de semana?, se preguntó y lo imaginó subiéndose al banquito antes de colgarse. Imaginó las cosas que pudieron pasar por su cabeza y no le fue difícil, pues ella también había pensado en varias ocasiones salir por esa puerta falsa. Total, ella, al igual que él, estaba sola. “Todo duerme en derredor”. Eso sí era cierto, ahora todo dormía en derredor de aquel joven que, acorralado por las presiones de su trabajo y la soledad, había tomado tan nefasta decisión.
Hubiera querido ponerse las lentejuelas. La blusa de lentejuelas atraía a los clientes. Pero aquellas malditas lentejuelas le daban también una comezón que le dejaba la piel con sarpullido y minúsculas heriditas que luego le ardían mucho. Así que mejor no se la puso y se dejó la blusa negra traslúcida. El deber llama, se dijo, y se miró por última vez al espejo. Una lágrima le había corrido el delineador. En su profesión, llorar era un lujo que no se podía dar. El maquillaje se estropeaba y eso no era conveniente. Arregló lo desarreglado y salió.
La noche estaba fría y aquel atuendo no le favorecía para calentar su cuerpo. Paradójicamente, sí para calentar los pantalones de sus posibles clientes, así que no había nada que hacer. Se movía de una esquina a otra, se ponía de nalgas para que, desde los autos que pasaban, vieran el producto y se animaran a comprar. Era navidad, había dinero fresco, aguinaldos y sueldo. Había en qué gastar. Se movía como una serpiente al acecho de su presa, se contoneaba, miraba y remiraba cuando por casualidad un auto bajaba la velocidad y los vidrios en promesa de ganancia. Nada. Un par de mirones, nada más. Sacó un cigarrillo para calmar el frío y lo chupo con desenfado y despreocupación. Ya caerá algún buen pez, se dijo, mientras veía subir los copitos de humo acabados de salir de su boca carmesí.
Transcurrieron tres largas horas y no había pescado nada. Comenzaba a impacientarse pues, más que las torrejas y los tamales, le preocupaba pagar el alquiler del cuarto pues, a pesar de haber pagado ya cuatro meses, le quedaban pendientes dos. Agradecía que su casero fuera condescendiente con ella, claro a cambio de unos trabajitos extras. ¡Si su mujer lo supiera!
Ya casi se iba cuando se detuvo un Mercedes Benz. Ella quedó en un hilito, más delgado que el que se había puesto para provocar. Era su día, seguro podría cobrar bien y pasársela mejor que cuando le caían borrachos o drogados. La puerta del auto se abrió y ella entró, para descubrir lo que le tenía deparado el destino en esa Noche Buena…
Elisa Logan, Honduras © 2020
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