Los ejemplares del diario se pusieron a la venta a las siete de la mañana; a las nueve, la centralita de la redacción no daba abasto para atender el alud de llamadas airadas que exigían una explicación, una excusa, un anatema, un sacrificio expiatorio. La primera protesta provino del propietario de máquinas de coser Penélope, quien, ofendidas sus más acendradas convicciones -católicas y mercantiles-, y pese a toda la diplomacia y adulación desplegadas por el director del rotativo, rescindió el contrato de publicidad que mantenía con éste. La consecuencia de esta primera queja fue el cese fulminante del jefe de comerciales de LA NACIÓN.
Otras muchas llamadas requerían una explicación acerca de la misteriosa identidad del tal Lutero. A este respecto, el responsable del suplemento cultural de los domingos fue convocado al despacho del director, quien tras una conversación de diez minutos quedó convencido de que su relativa ignorancia acerca de Lutero y las noventa y cinco tesis sólo era superada por la absoluta inopia de su subordinado, lo que motivó la inmediata destitución del último.
(Hubo un tercer despido, el de una atractiva mujer de la limpieza, si bien en este caso las razones fueron muy distintas: la empleada había sido sorprendida durante la jornada laboral en flagrante coito con un joven redactor quien, motu proprio, efectuaba una encuesta relativa a las costumbres sexuales de las clases populares).
A esta serie de acontecimientos mínimos sucedieron otros de mayor envergadura cuya detallada relación pertenece ya a la Historia; lo que sigue sólo aspira a ser un sucinto inventario de hechos. Grupos católicos fundamentalistas, apoyados por sectores de la derecha ultramontana, se arrojaron a la calle con el propósito purificador de quemar el diario hasta sus luteranos cimientos. Diversas organizaciones de la izquierda radical presentaron batalla. Los disturbios se saldaron con resultados muy satisfactorios para los empresarios de pompas fúnebres. Menudearon las llamadas a la serenidad del Gobierno -que por otra parte ordenó a las fuerzas policiales no escatimar dureza- y de la Conferencia Episcopal -la cual, y pese a ciertas reticencias, sostenía que, católicos o protestantes, todos éramos hermanos en Cristo; aunque los católicos quedaban más a su derecha, un poquito más próximos que los luteranos, como si dijéramos-. Estas voces apaciguadoras no acertaron a contener los incidentes, que crecieron en gravedad y número. Se decretó el estado de excepción, más tarde el de sitio, y por fin, ya olvidados de cualquier disimulo, los contendientes se enzarzaron en esta sangrienta Guerra Civil que asuela nuestra Patria amada. Yo, embargado por el pesar y desde mi exilio (porque nunca he ocultado mis simpatías hacia la facción luterana), insto a todos a cesar en las hostilidades, a terminar con esta matanza absurda de resultado incierto para ambos bandos. ¿Acaso nuestra soberbia, nuestra testarudez suicida, nuestro empecinamiento son tan grandes para no advertir que el único resultado seguro del conflicto será miseria, muerte y devastación?
Enero de 2004
Primera posdata: En un universo paralelo y contiguo al nuestro, un 31 de octubre del año del Señor de 1517, Martín Lutero se arrojó a las calles, flotando al viento sus hábitos ascéticos, y fijó sobre la puerta de la Catedral de Wittenberg un anuncio de Máquinas de Coser Penélope: las mejores. El Arzobispo Alberto de Brandeburgo consideró con indulgencia la inofensiva locura del predicador; nadie sabía qué cosa podía ser una máquina de coser, de modo y manera que la proclama de Wittenberg semejaba antes obra de un orate que inspiración del Maligno. El jerarca eclesiástico decidió confinar a su virulento oponente a un convento de frailes dominicos. Lutero murió dos años después sin haber llegado a fijar el soporte literario del idioma alemán. En consecuencia, en aquellas tierras se habla hoy un dialecto del sajón altamente contaminado de influencias eslavas.
¿Será preciso enumerar los hechos y omisiones posteriores? La Reforma y Contrarreforma fueron preteridas. No existieron Goethe ni Hegel -o si existieron fue de modo anónimo, secreto-, ni por supuesto Marx, ni desde luego Hitler. No se desencadenaron los dos espantosos conflictos mundiales de este siglo, aunque se vieron sustituidos por otras guerras no menos sangrientas e igualmente espantosas. Acaso la consecuencia más conspicua que cabe reseñar es que en ese universo, distante y cercano, la posesión y uso de una máquina de coser (cuyo primer modelo fue diseñado, cien años después de los sucesos de Wittenberg, por el alquimista Fulcanelli) es baldón de oprobio y síntoma de impenitente herejía.
Segunda posdata: Adivino en esta concatenación un tercer suceso, un suceso que con toda seguridad jamás relatarán los historiadores. En esencia es éste: sospecho que la incesante tejedora que entrelaza la intrincada urdimbre del tiempo también queda sujeta a la servidumbre del error. Sus dedos expertos, pero no infalibles, equivocaron una puntada ínfima, casi imperceptible, pero suficiente para alterar por completo la trama posterior de las historias de dos universos. Creo que, cuando la tejedora advirtió el error irrecuperable, sus labios delicadísimos soltaron una sonora blasfemia.
A las víctimas del 11 de Marzo. En vuestra memoria; en la nuestra, viviréis para siempre.
Rafael Tormo Bartual, España © 2004
Rafael Tormo Bartual nació en Valencia (España) en 1964, tiene 40 años, estudios —inacabados— de Derecho y Filología, dos hijos gemelos, una hipoteca, tres despertadores, una colección de sellos extraviada, librería provista de volúmenes de diverso pelaje, varios concursos literarios a las espaldas, algunos premios, numerosos fracasos, nula fe en doctrinario alguno político, religioso o literario, devoción masoquista por el Valencia Club de Fútbol, impaciencia vital, largos periodos de abulia, predisposición a la dispepsia, terror cerval ante los primeros síntomas de alopecia, ningún propósito de seguir aburriendo a nadie con informaciones tan prescindibles como las que deja escritas. Por favor, pasen y lean.
Lo que el autor nos comentó sobre el cuento:
El joven escribe para informar al mundo de sus convicciones; a partir de los cuarenta, apenas le queda sino afirmar
sus perplejidades. Dicen que los años nos conceden el privilegio de la perspectiva; puede ser, pero sólo para apreciar
con mayor nitidez los límites de la confusión. (No olvidemos, por otro lado, lo que en contrapartida nos quitan: nos quitan
vigor, nos quitan pureza, nos quitan pelo; de todo, lo último se antoja lo más irreparable). De esta general
confusión se alimenta la muy probablemente falsa idea de que algún genio torpe o burlón gobierna nuestras vidas
—H.P. Lovecraft, último de los gnósticos dignos de este título, sostenía que este mundo sólo es explicable by joke
or by mistake, por burla o por error. Sea como fuere, sobre esta idea me he permitido bromear.
Una broma es, pues, este relato, y también un acta de perplejidad, en dosis equivalentes. Carece de propósitos literarios
o filosóficos, gracias a lo cual me lo pasé muy bien escribiéndolo; me gustaría que algunas personas se lo pasasen
igualmente bien leyéndolo. Aunque esto último sea, tal vez, pedir demasiado...
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